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Jesús, tu amigo y Señor

Jesús, tu amigo y Señor
Déjate fascinar por el Dios-hombre que muertra la dulzura de su Padre

CAPÍTULO XXVII. UN SUSTO INESPERADO . Del 11 al 18 de Julio de 2009

A mediados del mes de Jeshván, todo parecía transcurrir con la más absoluta tranquilidad. Nuestro pueblo de Nazareth era próspero dentro de lo que cabía, pero poco a poco había perdido la belleza que tenía antes. Muchos ancianos habían muerto. Esos ancianos que mantenían el orden moral que se necesitaba. Algunos jóvenes habían desviado el camino y todo producto de aquellas incursiones que hacían los romanos por los pueblos cercanos y el nuestro; ellos se agruparon en el movimiento de sicarios que ya era temido en toda Palestina. Era una situación intensa y molesta.
Una vez más hubo revueltas en la zona norte de la Decápolis, ya que los impuestos se habían hecho un peso grande para la gente, especialmente para los pescadores y los mercaderes. Tanto los recaudadores de impuestos como los oficiales romanos eran despiadados al cobrar un dinero indebido al pueblo y muchos, al no tenerlo, iban a parar a las cárceles de las cuales, algunos cuantos no salían vivos, especialmente aquellos hombres que pasaban de sesenta años de edad.
Al cuarto día después del descanso del shabbat, un centurión y sus hombres, entraron en el pueblo y se ubicaron cerca de la casa de la comunidad. Los ancianos del templo se le enfrentaron y exigieron respetar dicha casa. Dejaron en claro que todo edificio judío no podía ser manchado por las plantas de pies extranjeros; todo estaba dedicado a Yahvé. Después de tanta manifestación, el centurión, comprendiendo bastante bien la realidad judía y después de un discurso sobre la “pax romana”, ordenó a los soldados el levantamiento de un campamento militar justo a la izquierda de la casa, con la finalidad del cobro de impuestos mientras que a la tropa, ordenó salir del pueblo para evitar posibles revueltas y de esta forma, defenderse con mayor ventaja sobre cualquiera que quisiera hacerlo.
A pesar de este inconveniente, todos los hombres del pueblo estaban inquietos. No sabíamos la forma cómo se iba a llevar a cabo la recolección de impuestos y los métodos de que se valdrían para hacer que el dinero llegara a las arcas del imperio. Todas las veces se obraba de este modo en todos nuestros pueblos, así que el miedo y la preocupación no estaba de más; además de ello, es conocido por todos, que un campamento militar en cualquier pueblo, traía los consabidos problemas de rapto y violación de mujeres jóvenes, doncellas y hasta de niños. La depravación moral e inhumana era una de las características de la milicia que imponía su poder por las espadas y las lanzas.
Todo era calma en el día quinto. La gente veía cómo los soldados acompañaban a los recaudadores que ya de por sí, eran rechazados por el pueblo. Esta vez, trajeron del norte a dos recaudadores. Uno parecía joven, bastante joven, llamado Leví. Lo apostaron en la puerta sur del pueblo. El centurión, llamado Lucius, ordenó a un decurión llamado Flavio con sus hombres, a servir de custodia de dicho hombre y los bienes que a él llegaran, mientras que el otro recaudador llamado Ananías, proveniente de Sicar, se quedaría en la tienda cerca de la casa de la comunidad, custodiado igualmente por un decurión llamado Severus con sus diez hombres.
Los hombres, empezando por los mayores, fueron llegando a las tiendas. Previamente estos dos hombres, judíos, sabían de los bienes de cada familia y tenían un censo de la población. Los bienes eran mayormente producción de ganado y de los productos del campo, especialmente olivo y cereales, como trigo. Debíamos pagar impuestos sobre las producciones hechas en el año, aunque insisto, los romanos cobraban lo que les daba las ganas y más, si estaban en tiempo de guerra.
Ciclos, denarios, dracmas, talentos, etc… todo tipo de moneda se movía, cuando de impuestos se trataba, pero también se veían carretas y bestias de carga que llevaban continuamente medios sacos, cuartos de sacos o buenas arrobas de granos o pieles de animales. ¡Todo se lo llevaban! Y lo más deprimente, usurpaban los recaudadores todo lo que sirviera para su beneficio. Como les digo, ya el quinto día y el sexto día, se veían muchas caras largas que iban y venían, señal de la profunda pobreza que se acentuaba cuando este tipo de cosas sucedía.
El susto inesperado llegó el siguiente día del Shabbat. Los soldados llegaron a la tienda y encontraron a los dos centinelas muertos y la tienda destrozada. En las paredes un letrero: “Malditos romanos. La ira de Dios está sobre ustedes. Yahvé es nuestro Dios y nuestro dueño”. Se oyeron gritos y órdenes que a pesar del latin, daban muestra de alarma, miedo y rabia. Los soldados hicieron formación y a paso de marcha, se les veía cómo corrían por las calles y callejones del pueblo, buscando alguna evidencia de los asesinos. Una vez más supusimos que los jóvenes pagarían el castigo, aún no siendo culpables. Gritos de soldados en lengua extranjera; ruidos de las gladdius y lanzas que golpeaban en las puertas; ruidos de maderas rotas, desastre a lo largo de las calles; mujeres gritando y hombres arrastrados, eran las escenas que se empezaban a ver.
Una columna de humo en la zona sur, a la salida del pueblo se hacía notoria. Por la dirección del humo, parecía ser el granero mayor comunitario que habíamos creado hace menos de diez años para ahorrar espacios y mantener ciertos depósitos de cereales para todos. A pesar de ser día de descanso, corrimos muchos hacia esa dirección esperando salvar algo. Hubo, como digo, mucha confusión, porque los soldados pensaban que era una revuelta, pero al ver que su formación de combate quedaba sin contrincantes y al vernos correr en otra dirección, prestaron atención a la alarma reinante en el pueblo y corrieron detrás de nosotros y aunque no ayudaron, estuvieron atentos a controlar el orden y la seguridad, previendo que sucediera una revuelta posterior. Encontramos a Abimael, dueño y encargado de cuidar el granero, tendido en el piso, con la cabeza rota y un gran charco de sangre. Además, tenía heridas en el cuello.
Mientras apagábamos el incendio, oíamos – los que entendíamos el latín – que las órdenes habían cambiado y que el centurión ordenaba a veinte de sus soldados ir en dirección a Naím, a apresar a cuatro hombres que habían huído en caballos y eran los causantes de esta nueva incursión de sicarios. El incendio sirvió para lamentarnos y clamar a Yahvé por el descanso de nuestro hermano Abimael y gritar, reclamando una vez más, por la invasión sobre nuestro pueblo. Los más ancianos en su clamor presagiaban la venganza de los romanos por la muerte de los dos soldados y cobrarían mucho más, ya no con bienes materiales, sino con vidas, los daños hechos al imperio.
Mientras nos asegurábamos de que no quedaran rastros del incendio y evaluábamos el daño a la estructura del granero – en realidad no fue mucho, salvo unos cuantos metros de pared y techo – nos dimos cuenta cómo de nuevo los soldados cerraban formación para volverse al campamento y recomenzar la tarea del cobro de impuestos. El centurión, intentando hacer la proclama en hebreo, nos ordenó volver a las casas para rendir cuentas ante el imperio. En su avance, mostrando el poderío de sus armas, nos empujaron a los laterales, dejando en nosotros un odio cada vez más creciente hacia el extranjero dominante. Alguno de nosotros gritó las palabras que se habían escrito en las paredes de la tienda y el centurión, desde su caballo volteó de forma intempestiva para lograr descubrir al culpable, pero ya era tarde: a pesar de que tenían espadas, escudos y lanzas, se dieron cuenta de que su número era menor delante de la cantidad de hombres que estábamos para ese momento. Dan otro fuerte grito, prosiguió la marcha en retirada.
Ese día, que se hizo más bien tarde, no se cumplió la palabra del centurión de seguir cobrando los impuestos. Y más aún, la decisión del impuesto se pospuso en virtud de que hacia las vísperas de ese día, fueron atrapados los cuatro hombres que, tampoco eran de aquí del pueblo. Tres horas después de su arresto, a la luz de las antorchas y en descampado para evitar una revuelta, fueron torturados y procesados, mientras que algunos cuantos jóvenes de Nazareth fueron obligados a levantar cuatro estacas en las afueras del pueblo para dar muerte por empalamiento a los asesinos. Los que fuimos testigos, oimos el proceso y juicio que según la justicia romana les fue hecho para luego dictarles condena de muerte.
La escena cruda de ver cómo alzaban a los hombres, uno por uno, para enterrarlos en cada estaca y los gritos que cortaban la oscuridad que ya iba cayendo, además de los gritos del centurión lanzando maldiciones contra nosotros los judíos y advirtiéndonos que le diéramos gracias a nuestro Dios porque eran forasteros esos hombres; aclaró que nos salvamos de la matanza de veinte de nosotros por los soldados que perdieron la vida. Yo recordé la cara de esos soldados. En realidad eran jóvenes; nos más allá de mi edad – veinticinco años -. Nos miramos todos a la cara y una vez más, con la rabia contenida, nos fuimos a nuestras casas. Allí nos esperaban las mujeres y nuestras madres, quienes tampoco ocultaban la angustia y el miedo del día. Hacia las primeras horas de la mañana, los soldados marchaban en sus caballos mientras la infantería hacía sentir su paso en la marcha.

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