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Jesús, tu amigo y Señor

Jesús, tu amigo y Señor
Déjate fascinar por el Dios-hombre que muertra la dulzura de su Padre

CAPÍTULO XL. DESCONOCIDO EN MI TIERRA. Del 18 de Octubre al 24 de Octubre de 2009

Después de estar un tiempo al norte de Galilea, vine a mi patria y mis discípulos me siguen. Suena extraño que mi pequeña Nazareth le llame patria cuando todo este inmenso territorio regalado por Yahvé es el inmenso dominio de Israel y sus hijos. Pero ciertamente Nazareth es especial: en ella he crecido y en ella he forjado mis amistades y he aprendido a amar más a Yahvé mi padre y a mis propios padres carnales. A la vez, he aprendido a amar a mis abuelos, a todos los venerables ancianos y los vecinos que han enriquecido mi vida con sus más y sus menos. ¡Es fabuloso el mundo de humanos con sus riquezas en relaciones afectivas!

Llegué a mi casa y el dintel parecía más bajo que de costumbre. Me regresé afuera para apreciar si la casa había sufrido un hundimiento pero no. Estaba muy bien conservada, gracias a los arreglos de José y modestia aparte, algunas reparaciones que yo mismo le hice.

Peor aún fue cuando me metí a escondidas en la cocina, intentando asustar a mi madre pero ¡Qué va! La patota de gente que me seguía y la intuición de madre, no permitieron que la pudiera agarrar por la espalda y estrecharla fuerte, más bien se volteó y poniéndome las manos en el pecho, alzó la vista y me miró tiernamente a los ojos. Ambos de forma sincronizada, dimos un hondo suspiro por demostrar el amor materno – filial que profesábamos. Este gesto de mirarme me impresionó porque o yo crecía más o ella iba disminuyendo en estatura. Luego me abrazó y posó su cabeza en mi pecho, pronunciando mi nombre, pero a continuación dice: “¡Bueno pues Jeshua!, ¡Yahvé me dio un solo hijo y ahora en la casa tengo más de treinta!”. “¡Doce mamá; conmigo trece ja ja ja!”. Nos sacó de la cocina y esperamos que nos hiciera el guiso de carne y los garbanzos que preparaba, mientras yo dirigía a la tropa para que se limpiaran las manos y los brazos.

Así pasamos una buena tarde y al llegar la noche, permanecimos un buen rato con María en la casa. A partir de las diez, ya mis amigos del pueblo me esperaban para encontrarnos todos en las casas, yendo de aquí para allá y contando cosas de forma libre o curiosidades que tenían.

El día viernes hacia las diez de la mañana, recibí una grata sorpresa. Jamás en mi vida podía pensar que mi alma se llenaría de alegría por esto que sucedió en esta mañana.

¿Te acuerdas de aquel niño pequeño que un día se metió en el taller, esperándome para que le acomodara su caballo? Pues bien, a esa hora, mientras estábamos en el patio interno de mi casa, intentando ayudar a limpiar a mi madre y acomodar unas cuantas cosas para los animales que ella cuidaba, que por cierto, ya aumentaban en número y eran demasiado para el espacio en el que estaban, tocaron a la puerta de la casa y fue mi madre a atender. Se supone que no era tan familiar porque si no, hubiera entrado sin problemas. ¡Era extraño! De hecho sí era familiar ¡cómo no va a ser familiar si era mi cliente infantil preferido de hace años! Su nombre era como uno de tantos de mis amigos de mucho tiempo: Fanuel.

Alto, de un metro setenta y dos de estatura; cabello largo, ensortijado, castaño. Ojos marrones claros y su tez clara; bastante ensanchado de los hombros y pecho. Flaco y a punto de ser todo un hombre de diecisiete años, se apareció en la puerta que conduce al patio interior. Dispensó un saludo de buenos días para todos y me buscó con la vista. Estaba yo acuclillado y de espaldas porque estaba arreglando unas maderas del gallinero. Me voltee al oir el saludo. Ninguno sabía quién era, pero yo sí porque lo reconocí al instante. Me destornillé de la risa porque no sólo era él el que estaba parado a la puerta. ¡Tenía en sus manos el caballo que le había hecho porque el original yo lo había desechado totalmente para hacerle precisamente ése! Me reí hasta más no poder, pero entre la risa me brotó un gesto natural: salir corriendo a abrazarlo fuerte, fuerte, fuerte. Él soltó el caballo y me devolvió el abrazo. Yo, en mi alegría, lo alcé y le di una vuelta completa.

- ¡Fanuel! ¡Qué alegría! ¡Qué grande estás!. Lo puse de nuevo en el lugar. Sin querer, éramos los dos protagonistas de una escena de amistad sin igual. Los amigos no sabían que pasaban pero María estaba mirando y sonriendo de alegría.

- ¡Mamá, mira! ¿Te acuerdas de Fanuel? ¡Sí! Fanuel, mi cliente preferido. ¡Oh Fanuel! Qué alegría que hayas venido hasta aquí. Le recordé a mi mamá en voz alta, aunque lo sabía, aquellos días en los que me tuvo absorto, supervisándome la construcción de su caballo. No me dejaba ni a sol ni a sombra y eso me encantaba. Alegraba mis momentos en el taller de carpintería.

- Madre, este es el caballero que un día se presentó muy temprano a la puerta del taller de carpintería. ¡Muy temprano dije yo para recibir mi primer trabajo ese día! Ja ja ja… Fanuel – señalándolo – se acercó a mi, me estiró el caballo destrozado y me dijo…

Fanuel me interrumpió y dijo: “por favor, Jeshúa, podrías ver qué le pasa a mi caballo que está enfermo y no anda” y se sonrió. Yo le complementé la historia y dije: “Te acercaste a mi, mientras yo me arrodillaba en el piso para alcanzar tu estatura y entre los dos revisamos el caballo y te dije”…el me interrumpió: “mal, Fanuel; está enfermo…se le partió una pata y la rodilla de la otra pata la tiene mal…creo que me lo debes dejar para llamar al médico a ver qué hace”… lo volví a interrumpir yo, tejiendo este hermoso recuerdo. Me dijiste tú: “¡No Jeshua! Yo quiero que seas tú y no el médico el que ayude a sanar mi caballo” ja ja ja…

Paré el cuento y lo abracé de nuevo: “!Qué feliz me siento de saber que estás bien y que aún guardas este caballo!”. Por último, Fanuel me dijo: “Jeshua, partiré el próximo mes para la ciudad de Alejandría. Mi madre falleció tres meses atrás mientras estabas por Betsaida. Por supuesto que no te culpo, pero me hiciste mucha falta. Ahora han venido unos tíos maternos que me llevarán a vivir allá. Hay una comunidad judía que es muy unida y es muy próspera”. Esta doble noticia me conmovió mucho y de nuevo, mi gesto instintual fue volverlo a abrazar fuerte. Me dio un beso en la mejilla izquierda y luego a mi madre y se marchó.

El recuerdo fue grato pero la noticia fue como un relámpago, aún así no sólo estará en mi corazón sino que oraré por él para que sea un hombre de bien.

Los amigos que estaban en el patio se quedaron impresionados de todo lo que había pasado pero siguieron sus vidas, así que al mediodía almorzamos un buen cordero en salsa y unas ensaladas, acompañadas de cuajadas, y salsas agridulces hechas a bases de higo y dátiles.

La tarde fue para recorrer el pueblo una vez más y conocer a la hermosa gente que yo conozco y ya al final de la tarde, otra vez reunión con mis amigos de la juventud.

Cuando llegó el sábado, nos levantamos temprano para asistir a la sinagoga. Era día especial dedicado a mi Padre. Los rabinos del pueblo, que aunque eran ancianos, estaban encargados de la sinagoga, me permitieron enseñar en la sinagoga. Sabían de mis dotes de orador y en cierto modo, aún ancianos y conservadores, gustaban que yo pusiera una buena ración de pimienta para mover a la gente a sentir temor de Yahvé y su Palabra. La multitud, desde siempre, al oírme, cuando se me permitió hacer exégesis de la Torah y profetas, quedaban maravilladas y se decían: ¿de dónde le viene esto? y ¿qué sabiduría es ésta que le ha sido dada?

En realidad, si tuviera que contestar de dónde viene eso, en primer lugar, tendría que decir de cierto, que tuve unos buenos maestros en la ley y los profetas. Los targúmenes y midrashims fueron herramientas fundamentales en mi educación, pero de hecho, como dije, me gustaba cuando los rabinos se salían de la ortodoxia para hacer sus explicaciones libres que eran reflexiones particulares, personales que me remitían más a la verdad humana y divina; esto me encantaba porque las fibras de mi ser empezaban a vibrar intentando afinarse con las de mi Padre, descubiertas en la boca de estos ancianos, curtidos por los años. Aunque se les notaba la forma como enseñaban de forma fría y rutinaria, también se les notaba cuando suspiraban, porque fuera el mismo Yahvé quien hiciera tronar su voz y toda la fuerza que ella contenía.

Pero también había en mi “ese algo” que no sé explicar ¿ciencia infusa la llaman algunos? ¡No estoy de acuerdo con tantos términos enrollados! Lo explicaría como algo tan afin a mi y a Yahvé; algo que se encuentra tan entrelazado e indivisible, un espíritu avivador; fuego ardiente; sabiduría que recorre mi ser más allá del pensamiento y la razón que provoca que diga la verdad y proclame lo que ese mismo espíritu está suscitando en mi. ¡Es inevitable! ¡Es una fuerza que empuja!

Pero es que no comprendían mucho de eso. También se preguntaban por las grandes cosas que se operaban en hombres y mujeres. ¡Milagros, milagros, milagros! Casi todos preguntaban en el pueblo: “¿y esos milagros hechos por sus manos? ¿No es este el carpintero, el hijo de María y el hermano de Santiago, José, Judas y Simón? Y sus hermanas, ¿no están aquí con nosotros?” ¡Qué desesperación Dios mío y qué ceguera! ¡Todo lo ponen en duda! ¿Por qué no son capaces de abrir su corazón y ver las maravillas que obra Yahvé en cada uno?. ¿Siempre se tienen que fijar en el instrumento y no en la gracia? ¿Por qué no puede alcanzar la visión y la fe más allá de lo que está tan evidente a los ojos? No damos el salto de la ilusión a la realidad distinta de lo que antes era y ahora no es. ¡Dios! La fe para el hombre no es confianza sino pura razón y no puede ser.

Todos se escandalizaban por mi causa. En el colmo de la tolerancia les digo: “un profeta, solo en su patria, entre sus parientes y en su casa, carece de prestigio”.

Terminada la celebración religiosa del día, me sentí un poco defraudado por tantas preguntas y rumores. No pude hacer allí ningún milagro más, a excepción de unos pocos enfermos, a quienes curé imponiéndoles las manos pero me quedé con un mal sabor amargo por la falta de fe de la gente.

CAPÍTULO XXXIX. MATEO: EXCLUÍDO Y PECADOR. Del 11 de Octubre al 17 de Octubre de 2009

Al sur de Betsaida se encuentra un pueblo a las orillas del lago llamado Dorsia. Allí vivían los padres de Leví, Eliezer e Iris. Sus padres eran mayores y habían engendrado a Leví un poco más allá de los cuarenta años. Fue un parto de riesgo doble, porque la madre de Leví, Iris, se había caído cuando estaba en el octavo mes de embarazo. Botaba un hilo de sangre y se temía por la criatura y a parte de ello, la edad no la ayudaba. Se mantuvo durante los cinco semanas siguientes en cama, atendida por su esposo y sus hijas mayores que en realidad tenían doce y once años respectivamente: Iris y Lia.

Pero eso fue hace mucho tiempo. Leví está sano pero a sus treinta y tres casi, porque los cumple en el mes de Tamuz, siente cómo mucha gente se fija que sus padres parecen más abuelos que mismos padres, aún los ama y los cuida, aunque económicamente son muy independientes.

Unos cuantos días atrás, después que le he dicho que me siga, Leví me pidió hablar. Fue una noche en que la luna era llena. Me dirigió en sentido al lago, para pasear por alli. Así que desde su casa, fuimos en dirección oriente, hasta alcanzar a divisar el lago, en el cual se reflejaba la luz de la luna y empezamos a bajar, consiguiendo el nivel de la orilla.

“Jeshua, has pronunciado mi nombre delante de todos. Te lo agradezco. Durante muchos días me he estado preguntando por qué lo has hecho. Muy poco me conoces y sabes que muy poco te conozco. ¡Es más! Yo creo, por los reportes que he recibido de los oficiales romanos, que te conozco más a ti, que lo que puedes saber de mi, sin embargo, me has llamado. Ciertamente me pregunto por qué te gusta meterte en líos. Sabes que el grupo del cual formo parte es rechazado por todos. Sabes que no puedo presentarme tan abiertamente sin que salga de algún lado una piedra que lancen contra mi, o una ponchera de agua sucia que caiga de arriba para que sienta el desprecio por lo que hago, pero tú no has hecho lo mismo”.

Hago que pare su caminar y le digo:

Leví, ¡mírame!. No soy como las demás personas. Ciertamente sé de tú situación y no me puedo contentar, pero creo que a estas alturas, comprendes que la invitación que te he hecho no es para que continúes en esa situación. ¿Qué esperabas? ¿Qué tuviera la misma actitud que tienen todos? ¿Eso te contestaría? ¿Te sentirías bien y reforzaría tu desprecio, si te trato mal como los demás?. ¡No! ¡No es mi estilo! Quédate tranquilo que no lo voy a hacer.

Una vez más me dice Leví:

Jeshua… entre todos los oficios que hay, me tuvo que tocar a mi este. No puedo deshacerme. Sabes que es impuesto y si no lo hago; si no lo hubiera hecho mi padre, hubiera sufrido mucho mi familia. Entre buenas y malas me he tenido que mover entre el odio de mis hermanos israelitas y el aprecio de los romanos, o al revés, cuando unos me odian, otros me desprecian. No te creas que esto es fácil. A veces me imagino a la gente levantándose en odio contra mi familia. Hasta los he visto muertos. Otras veces he soñado que las tropas romanas entran a mi casa con antorchas, incendiando todo y apresando a mi familia, a la burla de todos. ¡Menos mal que son sueños!

Mis palabras fueron de ánimo:

Leví, no hay infierno más temible que el que se hace el propio hombre dentro de sí. ¡Levanta el corazón! No dejes que los problemas te amarguen. No creo que las cosas sean tan horribles como para soportar la libertad. Es un don amigo, no son cadenas. Piensa bien y verás que los temores no son tan horribles como los sueñas. Creo que te debes a algo más. Creo firmemente que la formación que tienes, sirve para enriquecer a otros hombres e inclusive con tus artes en la economía, puedes dar luz a muchos, pero ¡ojo!, para eso no te quiero yo. Quiero que estés consciente de que Yahvé, mi Padre te quiere para su Reino e instrumento para captar a otros al rebaño de Dios.

Por último, Leví me dice: Has tocado muchos puntos que son vitales para mi. Dejaré mi casa, mis padres y primero, he de dejar todo en orden para que el imperio quede en paz con sus intereses. ¡Gracias Jeshua! Has llenado mi corazón.

Días más tarde, después de esta conversación, Leví me ha invitado a su casa. Es una casa grande. Su fachada y los laterales están hermosamente adornados de palmeras medianas y grandes que invitan a estar en la antesala o corredor que conduce a la casa. Ventanas y defensas de la casa, están adornadas de rejas de hierro forjado que hacen ver una inversión bastante grande. Nada más entrar, otro gran patio hermoso que hace descubrir una balconada de madera y a la mitad del lado derecho, la escalera que conduce a la parte superior donde están las habitaciones. Este patio es rectangular y en sus pasillos hay unas cuantas poltronas romanas cubiertas con almohadones de terciopelo en rojo carmesí y algunas otras en azul intenso. Inmediatamente soy recibido por Leví y también por sus padres a quienes saludo efusivamente con el saludo de Shalom. Detrás de ellos vienen los sirvientes quienes con gestos delicados de la cabeza, me conducen hacia las poltronas, junto a mis amigos, para que me sean lavados los pies y poderme perfumar antes de pasar a la casa.

Ya sabes que es una costumbre el descalzar y lavar los pies. Mis sandalias son quitadas con delicadeza y mientras me lavan los pies, veo sin querer cómo le echan manteca de cabra a mi calzado para proceder a pulirlo. De último, los perfumes que nos dispensan, animan el ambiente de toda la casa y da la sensación de limpieza agradable en todos los espacios.

Pasamos más adentro en la casa. Siguiendo por el pasillo, un poco más al fondo y girando a la derecha, entramos en una hermosa sala, amplia, espaciosa cuya claridad provenía de unos tragaluces hermosamente construidos en el techo y que también ayudaban a la ventilación de la sala. A la entrada mesas preparadas para la comida. Más adelante, otras poltronas y sillas compuestas de cojines de tela muy suave, de coloridos ocres y rojizos y borlas en los extremos. Me dejé llevar de Leví y sus padres mientras mis amigos eran acomodados en las otras poltronas.

No estábamos solos. En la sala había muchos publicanos y pecadores a la mesa conmigo y mis discípulos. Más que comida, podíamos decir que era un banquete. Te preguntarás si esto era normal pero,¡Por supuesto que no era peculiar!; eso lo podían hacer los ricos y cortesanos, pero Leví quiso dispensarme una comida producto de su generosidad de corazón.

Además de estos publicanos, afuera en los pasillos y mirando a través de las ventanas, había muchos más, pues nos habían seguido hasta aquí. Estando yo a la mesa en casa de Leví, sucedió una escena desagradable y que es el pan diario de cualquier reunión: Un grupo de escribas vieron a varios, unos cuantos fariseos que comían conmigo, con los publicanos y pecadores, y le empezaron a reclamar a mis amigos, haciéndoles preguntas en tono de amenaza. Decían:

- ¿Cómo es posible esto? ¿Por qué el maestro de ustedes come con los pecadores y publicanos?

Estas preguntas no fueron hechas en un tono suave no en secreto; se oyó el reproche en toda la sala a pesar de la gran cantidad de personas que estábamos. Rememoré muchas cosas.

Todos se habían dado cuenta que estábamos en casa de un cobrador de impuestos y eso era tenido por pecado; pero lo más risible es que ello también están dentro. Me da una muestra de la envidia que tienen. De seguro que los hubieran invitado a la mesa, se hubieran quedado calladitos como si nada pasara.

Es cierto que me encuentro entre pecadores y personas que si, las analizamos una a una, poseen inmensos problemas pero, cuando miramos al corazón del hombre, quién no tiene problemas. Todos están en la misma situación de deterioro moral y todos están llamados a la conversión. El echar en cara los reclamos con esta pregunta, los convierte en jueces pero me da la impresión de que no son jueces calificados. Hubiera preferido que se quedaran fuera y empezaran a lanzar piedras en señal de protesta en vez de estar levantando un tribunal ambulante cada vez que nos movemos a participar en la vida, de la vida de cada hombre que se arrepiente.

En tercer lugar y mirando a la cantidad de gente que tengo alrededor. ¿Están conscientes de que son pecadores? ¡Sí! ¡Sí lo están! Y de seguro que todos ellos no levantan la cabeza porque saben de su condición. Pero seguro estoy, de que no están aquí por lo sabroso de las carnes y las ensaladas que están pasando de mesa en mesa, acompañadas de otras raíces. ¡De seguro que no! Creo que son dos cosas y una tiene que ver con la otra:

La primera es que ellos saben que he venido a la casa de Leví. ¡Lo saben bien! Y ¿quién es Leví? ¡Un recaudador de impuestos!, pecador de cierto. Todos lo sabemos…ha estado robando dinero de forma sucia y ha estado sirviendo al imperio romano que extorsiona a nuestro pueblo. Han visto cómo a lo largo de los años, muchas de estas cosas que adornan esta casa han sido producto de una cuenta mal habida y de gozar de los favores de los oficiales de Roma. ¡Sí! ¡Es cierto! Leví ha estado lejos de Yahvé y sus obras son abominables, pero hoy – y creo que antes, desde que lo he elegido – se ha operado en él un cambio; una conversión deseada por mi Padre y por mi. ¡Esto es admirable!

Y precisamente a raíz de ésto, sucede la segunda cosa: todos han visto el camino andado por Leví. Saben que le ha costado deshacerse de ese oficio y del deseo desenfrenado de tomar dinero de donde no debe. Están enterados del proceso interno que se ha operado en su corazón y cómo éste ha girado el rumbo a ciento ochenta grados para alinear su corazón al de mi Padre Yahvé y es por eso, oye bien, es por eso que muchos se sienten identificados con él y han buscado inconscientemente la oportunidad para sentirse acobijados por el perdón de alguien quien los entiende. Han venido aquí porque se sienten acogidos por esta comida que muchos ahora tachan de pecadores, pero es una fiesta del perdón y del amor de Dios. Así lo sienten todos los que están sentados aquí. Sienten una libertad y una paz y no les importa lo que ahora están diciendo; a ellos les resbala lo que diga el hombre que se considera justo porque saben que ellos no tienen la justicia sino la que da Yahvé.

Pero, al escuchar yo estos reproches, les he dicho a todos ellos y cuantos me pudieron oir: “no necesitan de médico los que están sanos, sino los que están débiles; no he venido a llamar a los justos sino a los pecadores”. Al oir esto, han callado y se han ido poco a poco, cosa que ha facilitado que las liras y arpas se oigan con mayor nitidez.

CAPÍTULO XXXVIII. MÁS SOBRE LA AMISTAD. Del 04 de Octubre al 10 de Octubre de 2009

Antes de comenzar este capítulo, quiero que entiendas que todo ésto es un compartir de mi vida contigo. Si buscas una rigurosidad histórica, datos fieles o una cronología exacta de los hechos que ahora te cuento, o en los capítulos anteriores te he contado, quizá caerás en la desilusión. Solo pretendo que compartas algo más allá de lo que quizá conozcas de mi. Es por eso, que mis palabras solo resuenan en ti, en la medida en que el conocimiento no implique la relación comparativa con otros libros que conoces. Te insisto, se trata sólo de lo que ahora te expreso y quiero que conozcas.

En este capítulo quiero contarte cómo conocí a los que muchos denominan como doce apóstoles o discípulos míos. A mi, en lo particular, no me gusta llamarlos así. Prefiero más bien llamarlos amigos. El término apóstol tiene un significado importante, al igual que discípulos, pero no expresan del todo lo que quiere decir la palabra “Amigo”. Aquí te confieso que los llamo amigos porque me los he ganado “a pulso”. No se llama amigo a cualquiera. Estarás de acuerdo en que el amigo es alguien importante que comparte mucho de tu vida, que te conoce en la intimidad, que sabe de tus gustos, tus proyectos; aquellos inclusive que hacen de tu familia carnal, su propia familia. En fin, el amigo es alguien que se une contigo en otro campo distinto de la carne: es más bien el que comparte un afecto especial, tu corazón y tu alma. Comprende que eres distinto de él, pero que la afinidad se teje en el espíritu y en él, encuentran significado a un caminar y un compartir.

Empezaré por los dos hermanos que conoces: Simón y Andrés.

Allá en el mar de Galilea, al norte, se encuentran muchos poblados costeros. Viven del lago, de sus frutos. Poseen una vida tranquila y el ritmo de ella es lo que depare la tranquilidad del mar, o la temporada de las especies que allí aparecen, que viajan a través del río o se crían específicamente en el lago. Además de ello, en mucho, es un lugar de descanso, de turismo, de estar en la tranquilidad. La humedad es alta y el calor aprieta un poco más, pero es agradable el ambiente en las primeras horas de la mañana y ya, en las tardes. Así que la gente no es muy agitada como en el resto de las ciudades, quiero decir, que el comercio no es un ajetreo y la vida se lleva con calma.

Pues bien, en el extremo sur – oeste del lago, se encuentra el pueblo de Simón y Andrés, ambos hermanos. Andrés, menor que Simón y éste, casado, vive en su propia casa, pero junto a sus padres.

Los padres de Simón y Andrés poseen buena posición económica. A lo largo de sus vidas se han estado forjando una economía de la pesca. Poco a poco han ido adquiriendo varias barcas y redes para la pesca y este producto, los peces, preparado en sal, es llevado a otros pueblos y ciudades y parte de la carga sirve para alimentar los platos de los cortesanos de Herodes, que habitan en estas zonas, en los palacios que ha construido para veranear, pero también, de otras personas cuya dieta es la pesca, moluscos y mariscos.

Las veces en que he pasado por este pueblo, me he fijado en lo bien que viven. Casas de ladrillos de adobe, con buen friso; algunas de ellas construidas en dos pisos. Poseen sus patios interiores y se distingue muy bien el cuidado que se tiene para separar los espacios de familia e intimidad, de aquellos que están destinados para guardar las redes y los otros implementos de pesca. Al fondo y conectada por un pasillo que conduce al lago y a estas salas, se encuentra la cocina, en la cual se aprecian varas de buena longitud, para secar y salar los pescados y un cúmulo de hojas para envolver los mismos.

Pues bien, bordeando este mar de Galilea, vi a Simón y Andrés, el hermano de Simón, largando las redes en el mar. Pescadores como su padre y el resto de sus hermanos.

Mi encuentro con ellos no ha sido de la noche a la mañana. Muchos piensan que “los encanté” con mi voz, como si fueran serpientes.

¡Oye! ¡Las cosas no son así!. Con tan solo pensar que Pedro es casado, imagínate el escándalo que hubiera provocado ver a Pedro seguir a un hombre y hubiera dejado todo. ¡Creo que ha sido algo más lento!. Un proceso que, como dije antes, se fue dando en la convicción del corazón y fue haciendo que ellos sopesaran sus vidas de pescadores frente a una vida totalmente distinta, que muchos critican como una vida de errantes vagabundos, que se desplazan de una ciudad a otra, de un pueblo a otro, en vez de estar edificando un hogar e hijos.

¡Convéncete desde ahora que la vocación o la respuesta que damos en la vida no es un salto mortal! y si lo es, debe, sin duda alguna, estar cargado de tanta adrenalina para soportar el golpe violento de la radicalidad y el rompimiento de algo que hasta el presente era para nosotros cotidiano.

Pedro y Andrés me han oído. Ambos han conversado. ¡Sí! Ciertamente también ha habido noches sin dormir y montones de preguntas por resolver. La convicción del corazón mediada por la razón es algo que recalco a profundidad.

El primero de todo ésto fue Andrés. Andrés no es tan apegado a la familia aunque sí, muy comprometido con las responsabilidades, pero es más suelto en su forma de vivir y hacer. Su padre lo quiere mucho porque le recuerda a él mismo en su juventud: a veces rebelde; a veces aventurero. Muchas de las veces lo encontraban a dos kilómetros más allá con sus amigos, bebiendo vino y esperando el amanecer en conversaciones que iban desde mujeres hasta las imposiciones horribles de los romanos y herodianos. En total, una vida como puede llevar cualquier hombre que se recoge en los momentos de responsabilidades y disfruta de la existencia cuando los amigos reclaman su presencia.

Andrés tenía una diferencia con su hermano, además de todo lo que he dicho: gustaba enterarse en las cosas que tenían que ver con la fe, puesto que le atraía mucho la promesa de Yahvé al pueblo de Israel. Su madre y en mucho, el padre, le habían inculcado este temor de Dios; en cambio, Pedro era un poco más testarudo y torpe. Reservado y de poco hablar y las veces que hablaba, era torpe para exponer sus puntos de vista. A veces objetaba el actuar de Yahvé en los presentes tiempos y cuando lo conocí, las primeras veces, renegaba de la situación y culpaba a mi Padre del presente castigo, de la presencia romana en todo el país y la presencia sacrílega sobre todo, en estos poblados del lago. Aborrecía que muchos patricios romanos y nobles extranjeros mancillaran la tierra escogida por Dios y más aún, aborrecía las costumbres extranjeras que se burlaban de Yahvé y éste no hacía nada.

Pues bien, Andrés un día le dice a su hermano Simón:

“Hemos encontrado al Mesías”.

Pedro quedó impactado con esa frase.

¿El mesías? ¿Se te apareció? Dime ¿cómo es? ¿Se parece a lo que dicen las Escrituras? ¿En realidad Andrés? ¡No te creo! De seguro que tendrás una de tus bromas guardadas para fastidiarme. Siempre me fastidias con cosas religiosas y un día de esto Yahvé te dará tu castigo.

Andrés responde a Pedro:

- ¡Eres incrédulo y testarudo! Y ¡qué si Yahvé quiere cumplir hoy y ya su Palabra? ¿No serías afortunado? ¡Vamos Simón! ¡Reacciona! Hablando aquí entre nos, ¿Qué te parece a Jeshua como Mesías? ¿No crees tú que la fuerza de sus palabras, la forma cómo hila las Escrituras y la empatía con la gente, hacen que tenga algo distinto de otros que han sido más bien unos charlatanes?.

Simón le ha contestado lo siguiente:

- Es cierto Andrés todo lo que dices, pero hay algo que no me termina de cuadrar. ¡Mírame a mi! Ves que soy un viejo; estoy casado, lo sabes. Seguir a alguien sin dinero, sin seguridad, sin hogar. ¡Aventurarnos! Sí estoy seguro de sus palabras y sé que hay algo distinto en él, en su mirada, en sus actos. Si lo seguimos ¿Qué? ¿Algo bueno habrá de pasar? ¿A dónde parará todo esto? Y si fracasamos ¿Qué? ¿Si es una ilusión? Sabes que no tenemos miedo, pero no veo tan claro.

A pesar de estas dudas, me les he acercado y en especial a Simón Pedro, después de una larga plática íntima e iluminadora le he dicho: “tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Kefás que quiere decir Piedra.” Se quedó desconcertado, pero no faltará mucho para que entienda. Solo quiero que se vea envuelto en todo lo que le he ofrecido. Me ha contestado que le he ofrecido mucho, pero que no vislumbra nada bueno. Me he sonreído con él y le he dicho que la palabra última es la de mi Padre Yahvé y que él proveerá. A la final les dije: “Vengan conmigo, y los haré pescadores de hombres.” Otra frase desconcertante, pero, al instante han dejado las redes y me siguieron.

Santiago y Juan también eran pescadores. Al igual que los otros, también eran unos cuantos hermanos; a decir verdad, eran cinco varones y tres mujeres. Entre la línea parental de José, mi padre en la carne, la familia de ellos forman parte de este linaje. Hermanos por la sangre, la familia se extendía a lo largo de varios pueblos y éste era uno de ellos.

El comercio de la pesca era un negocio muy floreciente. La carne de cordero era apreciada, igual que las reses, pero la pesca del lago era muy buscada por muchos. Formaba parte de la dieta diaria, sobre todo si llegaba fresca a las mesas. Santiago y Juan pertenecían pues a ese círculo de pescadores y privilegiados mercaderes que dominaban con el tiempo, un buen porcentaje del envío de pescado fresco o en conserva al interior de los reinos. Zebedeo, el padre, ya llevaba en ésto cerca de treinta años. Juan tenía escasos diecinueve años mientras que Santiago era mayor que yo por cuatro años. A ambos los invité a participar de la pesca de hombres, en la colecta de manos para la construcción del Reino de mi Padre.

Caminando un día, uno o dos meses, después que me conseguí a Simón y Andrés, un poco más delante de aquel lugar, vi a Santiago, el de Zebedeo, y a su hermano Juan. Estaban también en la barca arreglando las redes.

Por supuesto que querrán saber cómo eran estos hermanos.

Juan era como un “saltamontes”. No paraba de ir de aquí para allá; se movía de forma nerviosa como queriendo hacer cosas, pero en el fondo buscaba llamar la atención. A la vez era observador, algo así como una persona hiperkinética: está en todo y en nada, pero con una capacidad de atención a todo aquello que podía oir. A cada rato la madre le llamaba la atención porque en momentos del día ponía nervioso a todos e inclusive, nunca paraba en los momentos en que la familia se sentaba junta; más bien se quedaba en una esquina, como escondido, queriendo apreciar la escena y los personajes.

Además de ello, Juan por ser joven, era hábil y aunque no tenía una buena corporeidad, hacía gala de sus pocos músculos cuando había que cargar las cestas de pescados o arrastrar las redes y las barcas hacia la orilla. De todas maneras, ya tendría tiempo de desarrollar su musculatura debido a los oficios que desempeñaba.

Una cosa más acerca de Juan: le encantaban los poemas de literatos extranjeros, de esos que traían los nobles romanos. Algún libro se cuela en los mercados y Juan, además de leerlos, intenta copiarlos en unas pequeñas hojas de pergamino que consigue y de vez en cuando, en la oscuridad y a la luz de un candil, traza poemas de su propia inspiración o deja sentado escritos que sólo él comprende.

Santiago poseía una barba un poco alargada y tupida. Daba la sensación de poco cuidado en el aseo corporal y a decir verdad, muchos de estos pescadores pasaban tanto tiempo en las aguas del lago, que muchas veces descuidaban el aseo con agua limpia y un buen tonificante para el cuerpo.

Santiago además, era alto y un poco obeso. Respiraba además una seriedad y tranquilidad en su forma de ser, que muchos lo apreciaban porque era todo un contraste entre la brusquedad de sus movimientos en el uso de las redes y movimiento en las barcas, mientras que en tierra, dominaba todo y daba seguridad a otros. Muchos alababan la dulzura de sus gestos y el control de su voz grave, que retumbaba a veces.

Pero lo cierto es que ambos, Juan y Santiago, estaban desentendidos de todo lo que era la religión. A diferencia de Andrés, sólo se interesaban en dar a Yahvé lo debido en el shabat y poco más. Cuando se trataba de impuestos debidos a los rabinos o al templo, cada año, lo dejaban en manos de Zebedeo quien tenía a unos encargados de los impuestos. Ya sabían como eran las evasiones y los modos en que, con especies del mar, podían “comprar” a aquellos que venían por dinero. Es más, las formas de engañar a las tropas romanas y herodianas eran “super” conocidas.

Sin embargo, Juan en sus nerviosismos, sí había captado en cierto modo, la profundidad de las conversaciones, las veces que traía a Simón y Andrés para conversar cosas que corresponden a la esfera de la elección y presencia de Yahvé en nuestras vidas. Poco a poco entran en esta dinámica, aunque no todo se entiende de una sola vez. Creo que tomará unos cuantos años para asimilar todo lo que es el Reino y sus manifestaciones.

En fin, lo que te quería decir es que los he llamado y a pesar de las profundas dudas, las negaciones y a pesar de que su padre Zebedeo se ha opuesto porque perdería manos y líderes en el trabajo, ellos han dejado a sus parientes y a los jornaleros y me han seguido en busca de hombres y mujeres para mi Padre.

Me dirás que nunca salí de la misma zona pero tienes la razón.

En otra oportunidad, en la que estaba por allí, Salí de nuevo por la orilla del mar, de este gran lago y el fin fundamental era compartir la vida con los hermanos. Mucha gente acudía a mi para escucharme y yo les enseñaba. La gente tenía mucha necesidad y en cierto modo, muy poco podía hacer yo solo en la atención de esta gente.

Al pasar por estos lugares y pueblo, vi a Leví, a quien pronto conocerás como Mateo. Alguna vez te dije que años atrás lo llegué a ver en mi pueblo como recaudador de impuestos. ¡De hecho lo es!

Leví es el hijo de Alfeo. Te confieso que desde aquella vez, nuestra relación amistosa fue creciendo, porque después de aquel encuentro, necesitó de mis servicios como carpintero. De hecho, cuando nos tocaba pagar los impuestos, ya sabía la historia de muchos de nosotros y como en otros tiempos, los impuestos no solamente se cobraban por el oficio, sino que detrás, estaba el record de cada oficio y las posibilidades de ganancias de dinero, de manera que no hubiera engaño. Demás está decir que este carpintero, o sea, yo, era conocido porque hacía trabajos a los romanos, trabajos forzados quiero decir.

Leví era de mi estatura más o menos. Un metro noventa. Delgado y relativamente joven, tenía cerca de treinta y dos años. Por las pocas palabras que he cruzado con él, antes de elegirlo mi amigo, se ve una persona preparada y muy versada en números. Sus conocimientos provienen de la zona sur, en Egipto y más allá, con los ismaelitas. Además de eso, conoce de literatura griega y romana.

Como recaudador de impuestos, Leví es desechado como ciudadano judío. Ciertamente todos saben que lo es, pero su oficio y su cercanía a los romanos lo hace detestable a los ojos del pueblo. Es lo que se llama un pecador público y por lo tanto, tenido como traidor y “desheredado” de la posesión de Yahvé. El gremio de los recaudadores de impuestos son muy mal vistos y en cierto modo, a entender de los zelotas y sicarios, son blancos ineludibles de muerte: todo aquel que se aleje de la voluntad de Yahvé ha de morir como mueren los perros en el desierto.

Pero si bien es cierto que los hombres miran el actuar y pretenden hacer justicia humana, actuando en nombre de Yahvé mi Padre, decido recuperarlo y recuperar lo mejor de él. Estoy seguro que en el fondo de su corazón y de su alma, hay un arrepentimiento tal, que aún no pudiendo alejarse de eso que se considera sucio – recaudar dinero para el imperio -, su deseo es servir y ser fiel a Dios y cumplir su voluntad siempre. En este caso, recuperar lo bueno y bello de su corazón, es recuperar la gloria de mi Padre que él ha puesto en todo hombre.

Su elección fue sencilla: mientras estaba sentado en el despacho de impuestos, es decir, una tienda preparada para ello, le dije: “sígueme”. Él se levantó y comprendiendo la elección, me siguió.

Felipe es otro hombre de edad madura. Tiene treinta y cuatro años. Es de la ciudad de Betsaida. De Betsaida son también Simón y Andrés, pero Felipe pertenecía al caserío del centro de la ciudad. Muy poco estaba relacionado con los quehaceres de la pesca y lo relativo al lago.

Felipe tenía una tez blanca. Llamaba la atención porque Betsaida es un pueblo ribereño del lago. El calor y el sol siempre aprieta en verano, pero Felipe posee una ascendencia griega, aunque sus abuelos y padres han permanecido aquí por más de setenta años.

Su tez blanca, corpulento, alto y de cabellera crespa al igual que sus barbas, hacía que reflejara su edad. Preparado igualmente en letras, gustaba mucho de participar en las enseñanzas en la sinagoga. Las tradiciones y enseñanzas de los rabinos, eran para él algo fascinante. Siempre decía que valía la pena ser miembro del pueblo elegido por Yahvé. De la misma forma que tenía esta característica, también tenía un temperamento fuerte. Sus conocimientos hacían que hubiera el menor error posible cada vez que hablaba con alguien, o gustaba corregir a otros cuando erraban en alguna apreciación de orden filosófico, político o religioso. En donde menos se distinguía era en el aspecto de la economía. Vivía el desahogo y las posibilidades de la familia, pero era despreocupado por querer reembolsar lo gastado a la familia.

Pues bien, al querer partir para Galilea, me lo encuentro y le digo: “sígueme”. Se me queda mirando a los ojos. Intenta hacerme recordar cosas pero levanto mis cejas en señal de admiración, como queriendo preguntarle qué quiere decir.

Felipe habla:

- ¡Jeshua, Jeshua!, ¿Estamos en lo correcto? ¿Todo lo que has hablado y las convicciones que tienes, son ciertas? No me digas nada; sólo quiero resolver mis dudas delante de ti, así que no digas nada, sólo óyeme.

La hemos pasado de maravilla y nuestra amistad ha crecido. Hemos crecido como grupo y muchos nos alegramos de compartir algo más sano y profundo que quedarnos tomando vino o ir por las calles de los pueblos, alborotando a las mujeres. Creo que hay algo diferente. No me había pasado antes que aún estando en silencio, estuviéramos pasándola bien. ¡Es más! El silencio me ha servido para matar el gusano de muchas preguntas, pero tengo miedo. ¡Miedo! ¿Entiendes? No se qué pasará ni cómo responderé. No se si me mantendré o se me enfriará el ánimo. Lo que quiero saber Jeshua, es si vamos en el sentido correcto. Me parece que el mundo va por un lado y nosotros, a contra corriente, vamos en medio de él.

Me río de Felipe y le digo:

- Yo tampoco te puedo asegurar nada Felipe. Me miras a mi y me preguntas como si tuviera una bola mágica donde podamos ver todo, pero esto es como un camino largo. Vamos acompañados de alguien que de seguro irá dando pautas de actuación. Yo no soy el dueño del libreto o de la obra. Lo sabes bien. Es mi Padre Yahvé. ¿Te atreverás?

Y él, torciendo un poco los labios me dijo: ¡Vale! ¡En camino! Confío en ti.

Felipe se encuentra con Bartolomé. Tenían mucha afinidad. Eran amigos desde la juventud y hasta de correrías por el mundo. Felipe me contaba de sus peleas con espadas de madera o las guerras con hondas y pepas de frutos que no golpeaban tan duro. También me cuenta que tenían una pandilla que gustaba de hacer peleas. Evitaban los golpes a puño cerrado pero gustaban mucho las artes griegas en la lucha cuerpo a cuerpo, en realidad, buenos recuerdos son los que afloran de esa juventud.

Si me preguntas si me acerqué mucho a Bartolomé te diré que no. Fue Felipe quien medió en esta relación. A donde iba uno, iba el otro y Bartolomé confiaba plenamente en lo que decía Felipe. Tenían una amistad profunda y una capacidad de confianza para creer en la palabra de cada uno.

También por lo que se ve, Felipe y Bartolomé estaban metidos en el mundo de piedad judía. Saben de la Torah y se ven muy respetuosos de la vida y de las cosas de Yahvé. Hablan de sus constantes visitas a los rabinos, a la biblioteca de la sinagoga y sus padres o están emparentados con el mundo sacerdotal o son muy amigos de otros rabinos y fariseos.

Bartolomé se sale de la descripción de los demás. Tiene un metro y setenta de estatura. Es gordo, parece una pera, además de ello tiene una cabeza grande y su mentón es prominente. Su barba disimula esta característica mas sin embargo es simpático verlo junto a Felipe, pues contrasta con él, al no poder evitar la obesidad. Una cosa más: el nombre original de Bartolomé es Natanael, así se le reconoce más.

Felipe le dice a Bartolomé:

- Hemos encontrado a ese del que escribió Moisés en la Torah, y también los profetas; Bartolomé en ese día se ha echado a reir, según me cuenta Felipe.

Bartolomé le contesta:

- ¿A qué te refieres Felipe? ¿Estás loco? ¿Cómo que resucitó alguien de la Torah?

Felipe le dice:

- ¿Qué pasa Bartolomé? ¡Ey! ¡hola! ¡Despierta! ¿estás atento? Te hablo de alguien especial. Todos esos cuentos de Salvación que sabemos; todo lo que con pasión nos explican los rabinos ha llegado a nosotros. Por lo menos tenemos que adentrarnos en esto. Son demasiadas coincidencias en Jeshua a quien tú has visto y del cual te he contado. Te lo repito lentamente y oye: Es Jeshua, el hijo de José, el carpintero de Nazaret.

Me cuenta Felipe que hubo silencio en él pero al rato le contesta:

- ¿De Nazaret puede salir algo bueno? ¿De ese pueblo de nada que, si bien es cierto que creció, no tiene más de dos mil habitantes? Te concedo que tiene un buen comercio y que de allí se traen cueros, leche de cabra y frutos, pero no hay mucha gente prominente como para que de allí salga el Mesías.

Sin decir nada más, Felipe le dice:

- Ven y lo verás.

Me lo trae casi de forma obligada y a los que me acompañaban les he dicho: ahí tienen un israelita de verdad, en quien no hay engaño.

Cuando llega a mi, porque alcanzó a oir, me pregunta:

- ¿De qué me conoces?

Y le respondí sin más: cuando estabas debajo de la higuera, te vi.

Supongo que por tu actitud, has estado pensando en muchas cosas y sobre todo de tu vida y lo que será del futuro. Inmediatamente, frunciendo el ceño me responde:

- “Rabbí, tú eres el hijo de Dios, el rey de Israel”.

Me impresiona que me llames Rabbí. Quizá lo haces porque asemejas mis palabras a las de tus maestros. Hay alguien mayor a mi, a mis palabras y a mi capacidad de enseñar y lo sabes bien: es Yahvé, mi Padre. ¿Crees en mi por decirte que te vi debajo de la higuera? ¿Por eso has creído? ¡No creo! Quizá toma en cuenta la capacidad que tengo o tenemos todos de mirar las intenciones humanas y en mucho, descubrir lo que oprime nuestro corazón. Sé lo que pasa por tu corazón Natanael, pero es problema tuyo si las dudas se van de tu corazón o no. El luchar por una respuesta en la vida y el saber ser fiel a esa respuesta, es algo que necesita de diálogo primero, contigo mismo y luego con Yahvé. No tardarás en comprender esto. Es algo más profundo en lo cual te deberás sumergir. Pero mayores cosas has de ver. Y no se si para confundirte o no, te diré esto: En verdad te digo que verás el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el hijo del hombre.

Tomás es otro de los hombres que he llamado amigo.

Tomás es un hombre rudo, no solo por la corporeidad sino por la forma de hablar y contestar. Quizá es un poco obstinado en sus convicciones pero más que eso, desespera a cualquiera por sus constantes muestras de incredulidad. Yo creo que lo que mueve esa constante falta de fe es precisamente que, desde joven, lo han dejado de lado y precisamente por pensar que no sería exitoso, le han puesto trabas y lo han dejado de lado en su segundo puesto y es por eso que pregunta por seguridad.

No es mala gente; ciertamente es servicial y más aun digo, un poco tosco. A veces cuando pasa por entre el grupo donde estamos, se siente como si un tropel de personas estuvieran a su lado, arrasando con todo. Piensa bien las cosas para decirla y cuando no entiende nada pregunta hasta cerciorarse de qué es lo que se le está hablando.

Tomás además tiene otra particularidad. Suele colocarse en los últimos puestos y más si esos lugares son oscuros para no llamar mucho la atención. Se reserva las conversaciones y mientras menos habla, se siente mejor.

Un parecido a él, lo tiene Judas el Iscariote. Es enigmático y misterioso. Suele hablar poco, pero se desenvuelve muy bien con el dinero. Cuando me lo encontré y luego, cuando hablamos más a fondo, contaba que era mercader y solía hacer negocios de compra y venta, para ganar en esa mediación un poco de dinero. Elevaba los precios y recargaba un poco el precio de los transportes en bestias o carretas, en total, conocía el arte de moverse entre ser aprovechado y a la vez, ubicar las necesidades de mercancías que pudieran hacerle ganar más dinero. Quizá es por eso que sus misterios redundaban siempre en su cabeza, como si estuviera contando dinero y a la vez, desconfiando de todos en la riqueza que iba amasando.

Además de eso, Judas compartía con Simón el cananeo y con Simón Pedro, las luchas nacionalistas contra el imperio romano. Judas de cierto y el cananeo, eran sicarios en tiempos pasados mientras que Simón Pedro era un zelota. Como muchos, se dejan arrastrar por los ardores de la ira y la venganza que es producto del mal entendimiento de la ley del talión. No tengo constancia de que alguno de ellos haya estado involucrado en asesinatos, pero sí han militado en células o escuadras de hombres que han hecho revueltas nocturnas a lo largo de los pueblos para desestabilizar el supuesto orden que tienen los romanos y los soldados de Herodes. En el fondo, en todos los pueblos hay indignación porque en las cantinas y después en las calles y casas, algunas mujeres de Israel son violadas y algunas otras golpeadas, con gran vergüenza para sus hijos, sobre todo los varones.

Juan y Judas el cananeo pueden servir al reino. Mi mayor preocupación y mi temor es el ideal de mesianismo y liberación del pueblo elegido. Creen mucho en las armas y en la liberación por medio de ellas. Sus corazones tienen que ser purificados y eso costará una larga tarea y lucha para alcanzarlo. Encuentro en ellos tres un poco de resistencia cuando hablo de la misericordia y del perdón – cosa que es normal en personas heridas – y en momentos me da miedo porque es mucho lo que hay que hablar acerca de las sagradas Escrituras y su cumplimiento y a ellos, se les hará un poco cuesta arriba el camino.

Santiago de Alfeo y Judas Tadeo, de la misma forma, tienen la misma particularidad. No es que sean introvertidos. Más bien son muy receptivos a escuchar todo el tiempo. Son como aquellas personas que están todo el tiempo atentos de las conversaciones, queriendo aprender, pero en todo momento dan la impresión de que sus mentes están vagando por el infinito, en busca de una musa que les indique el camino del conocimiento. No pretendo decir que son lentos de pensamiento pero más bien, reaccionan tarde y con seguridad a las enseñanzas o a cualquier tema que se ha platicado en anteriores momentos.

Ambos además poseen una particularidad que llama la atención: también parece que en los momentos en que están en grupos y ante las miradas de los otros, o de mi persona; ante los gestos que hago como queriendo alcanzar o hacer algo, ellos parecen adivinar y se anticipan en el servicio, o anticipan cualquier escenario para tenerlo preparado o conseguir las cosas sin mayores dificultad.

Pues bien, en resumen, en primer lugar, todos son muy diferentes unos de otros aunque tengan cualidades similares. En segundo lugar, les insisto que a todos los he llamado por su nombre; no por elección de preferencia o por su situación económica. Detrás de sus nombres hay no solo una historia hacia el pasado, sino una gran tarea hacia delante, hacia el futuro, que ellos deben llenar conmigo. En tercer lugar, ciertamente es una elección, pero no les he puesto una lanza ni una daga en sus cuellos para que me sigan. Ha sido una propuesta de vida en la que el actor principal desaparece en cada una de nuestras fibras. Yahvé ha escrito nuestra historia y él se encargará de empujarla, de tejerla, de darle sentido. Lo comprenderán y comprenderán a qué están llamados.

Una cosa más. Les insisto que esta elección no sella una predestinación. Habrá muchos diálogos más en el futuro. No se trata de engullir sino de digerir y las cosas de mi Padre Yahvé, son para digerirlas poco a poco, no solo porque el hombre es tardo en comprender, sino porque la voluntad de Yahvé no se manifiesta a nuestra vida de un solo golpe y con la claridad que esperamos. Es tarea del día a día y con una lámpara para querer ver con mayor claridad.

CAPÍTULO XXXVII. MI MADRE EN LAS BODAS DE CANÁ. Del 27 de Sept. al 03 de Oct. de 2009

Esta historia que te voy a contar, sucede en Caná de Galilea, al norte de nuestro pueblo de Nazaret. Es una referencia obligada para llegar a Tiberíades o al lago y sus costas. Alguna experiencia anterior también te he contado hace unos cuantos capítulos atrás. Se trata de una boda.

En realidad te diré que la invitada especial era mi madre. ¡Ella como siempre!. Si no era un pariente al que teníamos que visitar, entonces era un amigo o conocido que se casaba o festejaba cualquier acontecimiento y allí partíamos juntos a disfrutar, pero a la vez colaborar.

¡Es increíble! Mi madre no paraba quieta cuando estaba en casas ajenas, sirviendo, estando atenta a cualquier necesidad. En pocas palabras, era lo que diríamos una “salida”. En donde menos se esperaba, estaba ella allí metiendo la mano y con tan buena suerte que todo el mundo disfrutaba de su servicio y cercanía.

Pues bien. Ya lo he dicho. Era una boda en Caná de Galilea. Fui también yo invitado a la boda y con el grupo de amigos que para muchos, eran discípulos. Esto es una distinción grande porque mientras mi madre María me invitaba; a la vez, yo invitaba al círculo de amigos más cercanos a mi a esta gran fiesta, de manera que para efectos de invitación, producíamos un número mayor en los comensales.

Orán y Talía eran dos jóvenes, hijos de familias buenas y piadosas. El padre de Orán, Ajiel, había muertos escasos cinco años atrás cuando una carga de trigo le cayó encima con la carreta, al volcarse llegando a sus graneros. Algunos dicen que la causa del accidente fue que las bestias se asustaron por unas serpientes cuya cueva estaba al borde del camino y rompieron con tanta fuerza, que en la curva, saltaron, saliéndose del camino en dirección a donde estaba este buen hombre. Fue un dolor grande para el pueblo, porque era muy querido por todos, inclusive por los forasteros que hacían negocios con él, o aquellos que no tenían tierras y venían a espigar en sus campos, como desde siempre se permitió en Israel. Le sobrevive su esposa, Bejira, mujer madura, que conservaba su belleza y hacía honor a su nombre - la elegida – porque también ha sido muy virtuosa delante del pueblo y de su familia. Igualmente le sobreviven Orán, quien es el hijo mayor de veinticuatro años y tres hermanos varones más. Orán se encarga de la economía de la familia hasta que sus hermanos asuman las riendas de sus vidas y puedan repartir la hacienda cuando su madre vaya al seno de Abraham.

Talía es una hermosa mujer, dos años menor que Orán, es decir, veintidós. Ella tiene al contrario, tres hermanas menores, Dana de dieciocho; Iris de diecisiete y Peraj, de quince años. También tiene dos hermanos varones menores, Yoel de once y Shamir de nueve años. También tiene dos hermanos mayores a ella, Netaniel de veintinueve y Menajem, de veintisiete.

Ilan y Ady son los padres de Talía. Aunque no son muy populares en el pueblo, porque alguna vez se congraciaron con los romanos para que no le hicieran daño a sus hijas, intentaron ser fuertes ante las críticas y muchos ahora comprenden el dolor que hubiera sucedido, si Ilan hubiera dejado que sus hijas fueran raptadas y violadas sin piedad por las tropas.

Estas son las familias involucradas en nuestra boda. Orán y Talía se ven felices y radiantes. Desde jóvenes habían estado comprometidos en esta hermosa empresa del amor. Sus vidas amores tuvieron algunos inconvenientes pero ahora creo que han alcanzado la madurez necesaria para entregarse el uno al otro y ser felices delante de Yahvé mi Padre.

La fiesta marchaba de forma maravillosa. Al caer de la tarde, cerca de las siete de la tarde, cuando la luz del sol favorecía la celebración, la ceremonia religiosa se efectuó con la impecabilidad que se esperaba. El rabino del pueblo, padre de once hijos y que había casado a todo el pueblo, les dispensó una predicación hermosa en la que recordó las grandes obras de Yahvé y pidió comprender la prosperidad en los hijos y la elección que Dios había hecho en ellos. Pidió por toda la juventud de nuestro pueblo Israel y pidió a Yahvé perpetuar su bendición por la eternidad hasta que él decidiera retirar su mano sobre nosotros (cosa que inmediatamente negué puesto que mi Padre es fiel).

La casa era una mezcla de perfume de nardos, jazmín, azucenas. Esto, debido a los distintos adornos que había en las paredes y en las mesas. ¡Por cierto!, mesas había desde la entrada y a lo largo de todo el patio que fue hermosamente decorado en telas de tul y detalles en espigas y flores de colores. También hay adornos de frutas por todos lados, especialmente en las mesas; las hojas de parras fueron también utilizadas para las decoraciones. Invitados de todos lados

Los niños abrieron paso y rompieron a correr por todos lados como si fuera una estampida. Al fondo, fueron atajados por los sirvientes quienes lo dirigen hacia una sala aparte, especialmente acondicionada para ellos. ¡Es increíble cómo una cantidad de pequeños hebreos nos vienen empujando con su vitalidad! ¡Son los hijos de mi Padre y cómo viven y saltan en libertad!

Mi madre para variar, se alejó de mi. Como quien no quiere la cosa, se alejó de mi para irse con el resto de las mujeres y dejarme quieto, como joven que comparte con los amigos y sobre todo para que compartiera con el grueso de la gente que había venido a la celebración. Por lo tanto, se sentó tres mesas más allá, cercana a la mesa presidencial, en donde compartían los novios, las familias, el rabino y otra gente distinguida. Todo se desenvolvía deliciosamente.

Habían transcurridos ya cuatro horas. Era cerca de la media noche. Se veían pasar sirvientes de aquí para allá. Uno de ellos, que parecía el sirviente mayor, se acerca a la mesa. Quizá, pensé, es una preocupación por querer servir algo más o esperar el momento de algo especial que interrumpiera la cantidad de bandejas que iban de aquí para allá. No era así. Mi madre miraba hacia la mesa donde estábamos y Santiago me hace una seña de que mirara allá. No veía nada extraño en todo eso. Mi madre, revoltosa, también se metía en las preocupaciones y se ofrecía en cualquier servicio.

Como a los veinte minutos se acerca mi madre a la mesa.

Falta vino. El mayordomo había sacado mal la cuenta. Pensaba que había vino para más de 400 personas pero en realidad, la remesa de vino extra para este acontecimiento, no había llegado. Él estaba sirviendo el existente de la casa y el almacenado de otras temporadas.

María decía en voz alta: se acabó el vino de la boda. Y dirigiéndose a mi, me dice: “Jesús, hijo mío, no tienen vino”. Se le veía preocupada porque Orán había calculado todo de manera excelente. El vino es el ingrediente principal de la celebración y terminar la fiesta tan temprano, era dejar un sin fin de platos, bailes y música congeladas y eso se veía de muy mal gusto. Despedir a la gente sin comida era una cosa, pero dejarlas insatisfechas por bebida, era una mala señal que decía de su prosperidad.

Respondo a mi madre: María, mamá, está bien. Comprendo tu preocupación pero ¿Qué tengo yo que ver en todo esto, mujer? ¿Quieres que vaya a algún lugar a buscar alguna remesa de jarras? O ¿quieres que nos dirijamos a alguna bodega de la familia para traerlas de allí?. No entendía en realidad lo que quería decirme ella. Los demás también se me quedaron mirando. Si se trataba de mi capacidad de entrega y de obrar milagros, ni había pensado en eso pero ni en la más mínima intención. Pensé y de hecho se lo dije mirándola fijamente a la cara: “Madre, todavía no ha llegado mi hora”. Pero ella, haciendo uno de sus gestos de desenfadada, se voltea y se dirige hasta un grupo de sirvientes que la había seguido y les dice: “Hagan lo que él les diga”.

Alcancen a oir cada una de las palabras de esta mujer, luz de mis ojos. Me quedé petrificado por un momento. “¿Hagan lo que él les diga?” “¿Qué voy a decir”: ¡Ah sí, yo solucionaré el problema!. No sabía cómo reaccionar. Para cuando reaccioné, tenía delante de mi y mirándome fíjamente a un grupo de por lo menos diez sirvientes que esperaban que hiciera el siguiente movimiento. Como por inercia, me fui dejando llevar por ellos hacia las bodegas de la casa. Bajamos hacia un sótano y después de caminar diez metros, a la izquierda había una bodega que se conservaba muy bien aseada y con un orden muy elegante. Había poca luz, las antorchas casi hacían que el aire se enrareciera. Frío el ambiente, pero seco.

Había allí seis tinajas de piedra, puestas para las purificaciones de los judíos, de dos o tres medidas cada una. En mi niñez había visto también algunas cuantas en un salón de la sinagoga y por supuesto, en el templo, para que se sirvieran los fariseos y publicanos en las abluciones que mandaba la ley. Ahora ya no las veo tan grandes. Antes me sobrepasaban la estatura casi dos veces y las veía como unos hombres fuertes con los brazos en forma de asas. ¡Simpático el recuerdo! Ahora las veo tal cual son. Vasijas de barro; fuertes y con grandes asideros pero inmóviles debido al gran peso que guardan.

¡Muy bien! Intentaba calcular rápidamente cuánto habría allí, pero los sirvientes me dijeron: “maestro, están vacías pero si quieres las llenamos de agua inmediatamente.” Adivinándome el pensamiento, algunos de ellos se movieron hacia la salida mientras yo les mandaba: “llénenlas de agua.” “Tardaremos un poco maestro”, mira que son seis tinajas y cada una guarda cerca de trescientos litros de agua, pero no es problema. Dirigiremos una canal de arcilla desde la cocina que está justo encima para llenarlas pronto. El dueño de la casa, el papá de Orán, mucho antes de morir, diseñó esa canal para facilitar la limpieza de estos cuartos y hasta el presente, ha servido de mucho como ahora. Diez minutos bastaron. Y las llenaron hasta arriba.

Mi madre de nuevo, se había acercado en secreto, para ver qué estaba sucediendo. Me di cuenta de que estaba a la entrada de la bodega. Le hice una mueca con los labios, como quien reprocha, pero lo hice dulcemente. De alguna forma, siempre me metía en líos, en sus líos y aunque no reclamaba ningún mérito, lo que en el fondo hacía, era ayudar a la gente y estar a su disposición. Después de recibir mi gesto facial, me guiñó el ojo y bajó la cabeza como diciendo: “lúcete hijo mío. Ayuda a estas personas. Mira que no es mucho pedir y todo lo que haga servirá para alegrar el corazón de esta pareja que se entregan el uno al otro. Tu Padre Yahvé, mi Dios te lo pagará generosamente”.

Para cuando le leí el pensamiento, ya estaban llenas las tinajas. Después de pronunciar una acción de gracias a Yahvé e implorar su ayuda en esta necesidad, me dirigí a los sirvientes y les dije: “Saquen ahora vino de cualquier fuente que escojan”. Miraron su color al vaciarla en las copas que habían bajado para este caso. Apreciaron el color rojo tinto, propio del vino. Dos de ellos, sin previa autorización, bebieron y rompieron de alegría al saber que ya había vino y en cantidad en la casa. Otro de ellos dijo: “Gracias María, dirigiéndose a mi madre, justo ahora se terminaban los veinte últimos litros de vino”.

Les dije: “saquen más vino en una jarra y llévenlo al maestresala”.

Ellos lo llevaron y casi se caían por las escaleras, contentos de lo que había sucedido. Lo bueno de todo es que ninguno de ellos gritó: ¡milagro, milagro!, sólo María se recogió los brazos hacia el pecho y como “niña tonta” se le aguaron los ojos. Me abrazó fuertemente mientras todos nos dirigíamos a la parte superior.

Alcanzamos a ver cómo ubicaban al mayordomo.

Cuando lo vieron, corrieron hacia él y mostrándole la jarra de vino, le sirvieron un poco en una copa. El maestresala probó el agua convertida en vino. Todos estaban serios, esperando su reacción. Como ignoraba de dónde había salido - pero los sirvientes sí que lo sabían – se dirige al novio y le dice: “todos sirven primero el vino bueno y cuando están ya bebidos, el inferior, pero tú has guardado el vino bueno hasta ahora”.

Orán, queriendo alguna explicación por estas palabras que no entendía, las recibió por boca de una amiga de mi madre que había servido de mediadora. Buscándonos con la vista, pues no estábamos muy lejos, nos dio las gracias inmensas y nos siguió animando a participar de la celebración. Confieso que a partir de ese momento, las mesas en donde estaban mis discípulos y yo, no dejaron de ser atendidas y cada vez que intentaba ponerme de pie para saludar a tal o cual persona, iban por lo menos tres sirvientes detrás de mi, preguntando insistentemente si deseaba algo para poder conseguirlo. Total que en el resto de la noche, los tuve que tranquilizar varias veces para que se sentaran también tranquilos en la cocina, y paladearan el sabor del vino que Yahvé mi Padre, había dispensado para todos nosotros en la boda presente.

Así fue todo. En Caná de Galilea di comienzo a lo que después, muchos entendieron como “señales milagrosas”. Muchos, hasta el día de hoy siguen diciendo que allí manifesté mi gloria, pero ellos saben que era la gloria de Mi Padre. Por este signo de generosidad y gratuidad de Yahvé, muchos, dicen, creyeron en mi y más aún, mis amigos a quienes luego serían mis discípulos.

Quedamos allí hasta mediodía; el tiempo justo para descansar. Después bajamos a Cafarnaúm con mi madre, mis hermanos, los hijos de mi padre José y también mis discípulos. No nos quedamos allí muchos días, puesto que nos regresamos a Nazaret. En esta época, se hacía no solo largo sino tedioso el camino por el calor de la temporada.