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Jesús, tu amigo y Señor

Jesús, tu amigo y Señor
Déjate fascinar por el Dios-hombre que muertra la dulzura de su Padre

CAPÍTULO XXVI. UNA GRAN NOTICIA (II parte) . Del 03 al 10 de Julio de 2009

Un nuevo día, anunciado por el canto de los pájaros y el movimiento de los animales llegaba a mi vida.
Hoy es la boda de Séfora.
Aún no sale el sol y mi primer acto, como fue enseñado por José y mi madre, fue salir al patio interno y bendecir a Yahvé, no sólo por este nuevo día sino por la vida y porque su misericordia es eterna.
Hacia las cinco de la mañana, me dirigí hacía los toneles de agua para prepararme a un baño en medio del calor que ya despuntaba. Mi madre ya estaba dirigiéndose a la cocina para preparar algo de comer. Estaba pendiente de mis ropas y las toallas, así que mientras me aseaba, de seguro me colocaría la ropa de trabajo para el taller y colgaría una túnica perfumada con un paño en los colgadores que tiempo atrás, José había colgado de las paredes del cuarto.
El trabajo comenzó con el cliente más importante que tenía para ese día: Samuel. Miré su caballo de madera y más que reparar los ejes de las ruedas que estaban partidos, me fijé totalmente en él y desechándolo, tomé unos trozos de madera que ya estaban lijados hace unos cuantos días atrás y con unos cuantos listones, emprendí el diseño de un caballo más alto – puesto que Samuel había crecido -, un asiento más fuerte y un refuerzo en los ejes, al igual que unas ruedas más gruesas, para que no hubiera tanto desgaste. Para las nueve de la mañana estaba listo y justo para ser reclamado por su dueño que entró corriendo al taller, contento de poder encontrarme y seguro de que él, antes que nadie, tendría su trabajo hecho.
Samuel se me quedó mirando, preguntando por el caballo. No lograba divisarlo porque lo había puesto en lo alto, en la mesa. Lo tomé en brazos y al colocarlo sobre la mesa, advertí que la madre estaba fuera, viendo el caballo con gran admiración. De igual forma, Samuel hizo un gesto de impresión y un grito de ¡Guao! Que si no se oyó en todo el sector, no se oyó en ningún lado. Me pidió que lo bajara y bajara el caballo y antes de despedirse, me dio un tremendo abrazo, sin importarle que sus pequeños brazos quedaran confundidos con mi cabellera. El abrazo fue largo y terminó con un beso y un: “Gracias Jeshua”. Como pudo, lo arrastró hasta ver a la madre que lo terminó de ayudar para colocarle una pequeña soga y llevarlo luciendo su hermoso caballo por toda la calle.
Proseguí el trabajo. La mayoría de ellos eran reparaciones de piezas que se habían acumulado en el tiempo en que estuve ausente: reponer patas de escaparates; recambio de piezas en mesas; algunas piezas metálicas en sillas y estantes, etc. Así que para las dos de la tarde tenía todo terminado. Mi madre María, a esa hora, entraba para avisarme si ya estaba dispuesto a almorzar. Me preguntó qué tal había ido el día y le pregunté que la mayor cantidad de dinero había sido el abrazo y el beso de Samuel por su caballo. Ella sonrió y dijo solamente: “Ese dinero lo guardas en la hucha de tu corazón”. Inmediatamente tomó la escoba y me ayudó a ordenar todas las cosas, puesto que me advirtió que el trabajo había llegado a su fin por el día de hoy.
El almuerzo fue sencillo. “Jeshua, hoy comeremos ligero, puesto que a la tarde nos iremos a ayudar en la casa de Séfora. Allí terminaremos de comer algo si te apetece”, sin embargo, mi madre había preparado un delicioso pollo en salsa de cebolla y ajos; un delicioso pan y algunas hierbas de ensalada que devoré al instante. No por ser mi madre, ella cocinaba delicioso. Tenía realmente un gusto por guisar las cosas y yo me volvía loco por comer, así como lo hacía mi padre José. Al terminar, sólo me di cuenta que ella comía despacio, así que la esperé mientras ella, bocado y palabras, hacía que rindiera el tiempo.
“Séfora, luego de la luna de miel, volverá para despedirse. Vivirá en Pel – lá, en la zona de Decápolis. Los padres del futuro esposo poseen allá una casa de tipo romana, pero es la zona más tranquila de nuestra tierra. Se irá a vivir más allá del Jordán, pero de seguro su corazón no se apartará de Nazareth”.
Estas y otras cosas hablaba mi madre mientras en mi se enfrentaban pensamientos referidos a los profetas, especialmente el de Isaías: "No temas, que yo te he rescatado, te he llamado por tu nombre. Tú eres mío. Si pasas por las aguas, yo estoy contigo; si pasa por los ríos, no te anegarán; si andas por el fuego, no te quemarás, ni la llama prenderá en ti. Yo soy Yahvé, tu Dios, el Santo de Israel, tu Salvador". Este tiempo fue interrumpido de nuevo por las palabras de mi madre quien me había dejado solo. Me dijo: “hijo, Jeshua. ¿Estás despierto? Te quedaste absorto en tus pensamientos.” Me pidió que terminara de recoger las cosas para ponernos en camino a casa de Séfora, así que dejamos las cosas arregladas para que los animales la pasaran bien: su comida, el agua, etc. Nada encendido en la cocina ni lámparas en los cuartos.
Fuimos recogiendo cosas que ya mi madre tenía listas y para la hora de vísperas, estábamos saliendo para ayudar a preparar las cosas referentes a la ceremonia y a los alimentos.
Había mucho movimiento en la casa. Gran parte de las mujeres estaban dedicadas a la vestimenta de la novia mientras que otro grupo, además de sirvientes, estaban muy ocupados en las bandejas de alimentos que se servirían posteriormente en la fiesta. Mi madre por supuesto, me apartó del área donde la novia se estaba preparando y me condujo a la cocina y área de servicio para ayudar allí las cosas que habían de prepararse, por tanto, ayudé en el encendido del fuego para el asado de la carne y en momentos, me movía a la parte posterior de la casa, donde se mataban a los animales. Se necesitaba de fuerza para sostener los corderos y reses y otros animales pequeños. El trabajo era intenso en la matanza de animales puesto que se había calculado trescientas cincuenta personas del pueblo y los que venían de afuera. El olor era intenso y contrastaba con otros olores de perfumes y especies que se mezclaban en el aire.
Al volver cerca de la cocina, terminé de colocar la madera y ajustar las barras de hierro a la altura adecuada para cada animal que iba a ser asado en las brasas; también me vi envuelto en la limpieza de las áreas de encuentro común y terminamos por colocar las mesas para los invitados. Extrañamente oía cómo hablaban de “Jeshua ayudando a la limpieza y el servicio de la cocina”. Me reí e inmediatamente traté de desaparecer en la cocina, esperando que mi ayuda sirviera para algo más.
El tiempo se nos fue hasta que, poco a poco los candiles y las antorchas fueron tomando protagonismo. Había una claridad bastante aceptable en cada sector de la casa, especialmente en los patios en donde se llevaría la celebración principal y la celebración de las fiestas. Aunque era avanzado el día, ya el sol se ocultaba y todo estaba preparado para que el anciano rabino de la comunidad Eliahú, presidiera el matrimonio delante del pueblo congregado y presente. Estaba ya Jadash, el novio, presente con sus padres y junto al rabino para recibir a Séfora.
El venerable Eliahú recordó las maravillas de Yahvé y recordó el pasaje del génesis en el que el hombre fue creado junto a la mujer para ser uno. Hizo prédica de la tarea del hombre para reproducir la especie y de la mujer por someterse al hombre y estar a su servicio. Procedió a recordar los votos de fidelidad y entrega de ambos y puso a la comunidad como testigo de esta unión hasta la muerte. Séfora fue entregada como mujer y lote de la heredad de Jadash y él la tomó como mujer de manos del rabino. Terminado el acto de celebración, después de los simbolismos de compartir los bienes y la hermosa oración de bendición sobre ella, aplaudimos y presenciamos cómo el novio mostraba a la comunidad a su novia, descubriéndole el rostro y besándola delante de todos.
Ambos fueron llevados entre los bailes y gritos de alegría, junto con el rabino, hasta la mesa colocada como presidencia. Allí los padres de ambos, familiares cercanos; el rabino y los novios en el centro, brindaron con vino generoso por la felicidad y la descendencia que Yahvé le había de dispensar a ambos.
¿En dónde estaba yo preguntas? Yo estaba con mi madre en una de las mesas cercanas a la presidencial. Era la cuarta mesa, así que tenía posibilidad de apreciar con bastante claridad las escenas importantes de la boda y a la vez, teníamos la posibilidad de estar disponibles, por si nos necesitaban en el servicio a las mesas. Yo ansiaba hacer esto pero mi madre me sugirió estar quietos y dejar que los acontecimientos hablaran por sí mismos.
Séfora nos ubicó dónde estábamos, pero con un gesto dejó en claro que no podía moverse si el novio no la dejaba. Respetamos el protocolo pero sin embargo, mi madre fue llamada, por ser mujer, a la mesa presidencial y saludó con alegría a la pareja. Fue presentada como madre del mejor amigo de Séfora, quien bien pronto le hizo un gesto a Jadash, su marido, para que pudiera yo acercarme y dar las felicitaciones respectivas.
No sé cómo sucedió pero Séfora, sin advertir de los ritos y normas acerca de matrimonios, me tomó de la mano y me abrazó fuerte delante de su esposo y dijo que se sentía feliz de ese momento. Me agradecía mucho por mi amistad e inmediatamente me presentó a Jadash. Él, en tono de broma, me dijo: “¡Vaya! En plena boda vengo a conocer al que me ha disputado a mi mujer” y se rió. Yo también, con vergüenza, me reí, deduciendo claramente que Séfora le había hablado con franqueza de nuestra juventud.
Música de fondo después del brindis; bailes de los que éramos jóvenes. Estábamos casi todos los jóvenes que éramos contemporáneos, a pesar de que unos cuantos ya estaban casados también; además, estaban las parejas de padres, nuestros padres. Total que éramos la atracción hacia el final del día que ya anunciaban las primeras horas del nuevo día. Entre estos cantos y bailes se fueron moviendo los vasos de vino y bebidas para todos, acompañando los platos de aves sazonadas y guisadas; carnes de res y cordero que iban saliendo acompañadas de ensaladas adobadas; abundantes panes y otras tortas hechas de cereales.
Llegaba el amanecer. El sol dio el aviso de su presencia y a lo lejos se veía la primera claridad del día. Los novios se despedían y todo el mundo estaba pendiente de ellos. Nadie se había ido precisamente esperando que ellos partieran primero. Las madres de ambos, los acompañaron hasta los cuartos posteriores de la casa, para que disfrutaran de su primera noche y ya luego de retirados, el final de la fiesta parecía llegar. A pesar de que mi madre aún estaba cargada de energía, preparó unas cuantas cosas y dándome una señal, partimos a la casa, a cuatro calles de allí. Le acompañaba cargando frutos y comida que en la cocina le habían regalado. Día de felicidad.

CAPÍTULO XXV. UNA GRAN NOTICIA (I parte). Del 26 de Junio al 02 de Julio de 2009

Vuelto a la Nazareth de mi infancia, fui recibido como si fuera alguien importante. Todos, desde la calle principal del pueblo, se lanzaron a saludarme. Me sentía alguien grande y no dudé en decir que sí, que era importante. No se necesita tener títulos o grandes puestos para sentirse importante entre los propios: me amaban y eso lo mostraban con sus besos y abrazos. Hasta el pequeño Samuel de seis años, que casi era atropellado por los adultos, salió a recibirme, pero su preocupación era su caballo de madera: estaba roto. Me lo mostró con toda la ternura, que logró congelar la escena de la bienvenida. Todos al principio se rieron, pero comprendieron la necesidad que tenía Samuel de Jeshua, el carpintero. Solo yo podía solucionar sus problemas para devolverle la alegría que tenía cuando se montaba en su corcel. Tomándolo con mis brazos, me lo cargué en el hombro mientras su madre tomaba el juguete y me seguía. Este grupo de gente sirvió como un río para llegar ante la presencia de mi madre, María. Bajé a Samuel de mis hombros y le otorgué un gran y fuerte abrazo a la mujer que me ha dispensado el amor y la ternura, que me ha hecho ser el hombre que soy.
Tomándome una vez más de un brazo, María me condujo dentro a la casa. Me sentí feliz de estar en el dulce hogar bendito que Yahvé me había dispensado. Algunos niños me dejaron las cosas que traía, así que en un instinto por evitar el silencio del encuentro, saqué unos dulces y panes que mandaban las primas; algunas frutas secas en pequeñas bandejas y con mucho cuidado, desembolsé un hermoso tapiz de múltiples colores y con trazos de aves volando y posando en un lago. Además de ello, le entregué otro paquete que también desenvolvió con sumo cuidado: había telas suaves y delicadas y algunas piezas tejidas para adornar los estantes de la casa. Se quedó extasiada de tantos regalos recibidos y su rostro pasó una vez más de la absoluta alegría, a una sonrisa entretejida en tristeza. Al momento no comprendí, pero sus palabras fueron: “las piezas que pertenecían a la abuela ahora vuelven a mi”. Callé y me retiré para poder darme un baño afuera, en el patio de la casa.
Quince minutos después, con túnica limpia y mi cabello y barba aún húmedos, mi madre me tenía una deliciosa merienda: de todo un poco. Se sentó a mi lado y me preguntó muchas cosas de los primos. Le hablé de la cantidad de niños que habían nacido en este tiempo. Eran unos cuantos los que habían hecho crecer a la familia. Todos estaban felices y tenían prosperidad económica y los productos que han logrado como economía, los venden a clientes seguros en Jerusalén y otros pueblos de alrededor.
María se quedó muy contenta con las noticias que había recibido, pero yo me quedé en silencio esperando que preguntara por Juan. En menos de dos minutos hizo la pregunta y empecé a contarle lo que habíamos hablado y vivido. Le conté que me sentí como si hubiera estado con mi gemelo. “Realmente, me dijo, no se llevan sino solo meses”. Lo se madre, e inmediatamente le plantee las inquietudes de Juan y su necesidad de responder a Yahvé. Me escuchó en silencio y no planteó ninguna otra pregunta. Tan sólo expresó al final: “Es la voluntad de Yahvé. Su vida está marcada por él y de seguro lo usará como instrumento”.
Mi madre se levantó de mi lado y desde el fogón, como intentando hacer algo en el fogón, me miró tiernamente y me preguntó sin previo aviso: “Jeshua, hijo de mi corazón, tú ¿qué piensas hacer con tu vida? Tienes casi 24 años y debes definir también las inquietudes de tu vocación.
Te tengo una noticia que no se si será buena o mala para ti, pero ha vuelto Séfora”. El corazón me empezó a palpitar fuerte. Sin querer, me puse en pie como esperando esta noticia, pero me contuve. María siguió: “vino con un grupo de familiares y además, ha venido la familia de un joven apuesto con el que se ha prometido en matrimonio”. Mi rostro pasaba de la sonrisa a la tristeza, a la desilusión, a los recuerdos… mi madre se acercó y me tomó de las manos. Sintió mis nervios y se llevó sus manos con las mías a su pecho. Me dijo: “Somos invitados de honor Jesh… Se escapó antier de su casa para venir especialmente a decirme que te convenciera de que debías estar allá. La unión será mañana y me dijo que por nada en el mundo dejaras de ir conmigo. Me dijo además que aunque te sintieras triste, ella tenía la convicción de que compartirías su pleno gozo de entregarse a ese joven en matrimonio. Ella sabe que la amabas, pero también aseguró que la relación entre ustedes era tan madura, que la apoyarías en todo momento.
Mis recuerdos se comprimieron en mi mente. Séfora, mi chica especial con la cual se me erizaba la piel cada vez que me visitaba en el taller y se hacía pasar como aquella que me admiraba en el trabajo mientras en realidad, escudriñaba mi musculatura y mi cuerpo; aquella que se adelantaba para intentar arreglar el taller y colocar flores de nardos que perfumaban el ambiente y me recordaban mucho a ella; aquella que algunas veces, con anuencia de mi madre, me ofrecía lavarme los brazos y el pecho, aunque dos veces me echó el agua encima para ver mis reacciones, pero yo la sujetaba y sacudía mi cabellera como hacen los perros para también mojarla toda a ella; aquella que se dejaba entrenar por mi madre, en las delicadezas de la atención…Todo esto se aglomeraba en mi, mientras su cara se dibujaba clara y nítida en mis ojos.
Me solté suavemente de mi madre y dando una pequeña vuelta, ciertamente mis latidos se tornaron de alegría. Séfora me había dispensado mucha alegría, pero me había hecho comprender el lado maduro del amor que se dona al otro. Eso fue traducido para mi, en una pequeña libertad de sentimientos en los que solo interpretaba una respuesta a lo que había pedido a Yahvé en las montañas. Allí debía encontrar la clave. Reencontrar otra experiencia con otra amiga y mujer, me tomaría un buen tiempo y ahora estaba sólo dispuesto a ahondar en lo que me había propuesto, mientras estuve con mi primo Juan.
Esa noche la pasé intranquilo, más bien incómodo. La razón no la encontraba; de seguro, no era tanto el matrimonio de Séfora sino algo más. Algo que se iba afianzando en mi con seguridad. Algo me estaba indicando que debía partir, iniciar otros rumbos. Algo reclamaba en mi una exigencia mayor. Estaba claro ya que esa etapa de opción por el matrimonio había acabado en este momento.
No negaré que estoy abierto al encuentro amoroso “carnal”, pero ¿hay un amor más allá de los recintos de un hogar, de una mujer y de unos hijos? Es una tarea a descubrir. ¡Ninguna estabilidad emocional como la compañía de una mujer!
Pero, Yahvé, Padre mío, el amor que me has dispensado a lo largo de este casi cuarto de siglo, rebasa todo amor limitado, al igual que el amor mezclado de la fuerte dosis de gratuidad que has dispensado en todo lo que es obra de tus manos. Entonces, ¿a qué atender? Me suena Padre tu entrega, absoluta, constante y fiel… ¿es en eso a lo que me llamas a ahondar? ¿Es allí mi campo de batalla?
Con estos pensamientos, mis ojos se cerraron para abrirlos a un nuevo día, anunciado por el canto de los pájaros y el movimiento de los animales.

CAPÍTULO XXIV. DESCANSO EN EL HOGAR BENDITO POR DIOS . Del 18 al 25 de Junio de 2009

Amaneció aquel día. Era jueves de un mes de Julio. Día claro y con aves “mañaneras” por todos lados. Colgaban de los árboles, de las macetas; volaban a través de los cuartos, buscando pequeños animales para comer. Era notorio que no hacía falta ninguna persona para despertar. La ley de la naturaleza imponía el ejercicio del tiempo y de la actividad.
Las mujeres, como siempre, ya estaban despiertas desde temprano, preparando el alimento e infusiones para beber. Cuando me levanté, observé que ellas habían preparado en los cuartos, los aguamaniles para el aseo de la mañana. Junto a ellos también, estaban perfumes agradables para unirlos al agua.
Después de asearme, salí hacia la zona más sur de las casas. Allí, una hondonada dirigía hacia un pequeño arroyo y por supuesto, dicho arroyo era acompañado por una vegetación que se espesaba en dirección al este, hasta hacerse fuerte en dirección a las colinas de las cuales hablaba Juan anoche. El paraje era bello. La brisa de la mañana traía el aroma de las flores y permitía que los insectos abundaran, para lograr el más bello trabajo de polinización con sus patas. Estuve paseando un rato por la hondonada, hasta que los niños de los sirvientes gritaban y jugaban al son de mantener el equilibrio con el peso de pequeñas ánforas que, llenas de agua, parece que podían más que ellos… Unos cuantos metros detrás venían varias mujeres y hombres con envases más grandes.
Por instinto, salí corriendo hacia ellos. Recuerdos bastante fuertes se produjeron en mi corazón; recuerdos de la infancia; tanto en nuestro “exilio” en Egipto como en mi Nazaret nativa… ¡ja, ja, ja! ¡Yo también corría con cántaros llenos de agua delante de mi madre!, super contento de colaborar en las cosas de adultos para el hogar. Parece que la historia se repitiera. ¡Qué bella la infancia! pero me llevé tremenda sorpresa cuando, intentando ayudar, los niños se sorprendieron y se quedaron inmóviles porque un “intruso” les estaba “robando” esa ilusión del momento. Yo también me quedé inmóvil. Me preguntaba qué mal había hecho, y miré para todos lados, pero caí en la cuenta de que ellos querían que me apartara del camino. ¡Lo hice! E inmediatamente siguió el grito alegre en dirección a la casa. Para cuando salí de la sorpresa, estaba siguiendo a los adultos que ya se habían adelantado también. ¡Es raro pero me sentí un viejo! Mientras los adultos se sonreían por lo que había sucedido.
Estando ya en casa, encontré a Juan y mis primas que iban en dirección a la cocina para desayunar: mermeladas, frutos secos, pan suave del horno, cuajadas y quesos, etc. ¡No estaba mal para comenzar el día!
¡Jeshua! ¡Ven, acércate que vamos a desayunar!.
Una vez más alabamos a Yahvé por sus beneficios para dar cuenta de ese desayuno preparado con cariño por los sirvientes. Hablamos de todo y de nada pero fue un momento especial. Todo sabía a hogar y los panes acompañaban las mermeladas que tenían una agradable base de miel, obtenida por estos parajes cercanos; los tarros de cuajadas y leches; los quesos, a pesar de un toque de acidez, acompañaban muy bien el sabor agri-dulce de la velada y sobre todo, eran la delicia de unos cuantos niños que estaban en una mesa contigua. Yo observaba todo, porque simplemente en Nazareth éramos dos, pero esta tropa de gente hacía que hubiera más ruido, más diálogo, más atención para prestar.
Salí en dirección a los cerros cercanos a la casa. Avisé a Juan que quería un día de encuentro conmigo mismo. Quería también encontrarme con Abbá. Lo necesitaba y urgía ese encuentro. El motivo de mi venida era precisamente ese y no quería perderlo. Al igual que Juan, el tiempo se pasaba y parece que no encontraba cabida sino solamente en el taller de carpintería o en mi hogar. Algo reclamaba mayor libertad.
El sol como siempre, hacía su trabajo. La brisa también estaba presente y se notaba su presencia, porque movía la hierba del paraje y al mirar al cielo, las aves planeaban por toda el área, como entrenando sus alas y haciendo juegos en el aire. Al terminar de subir, busqué un sitio cómodo desde donde poder dominar con mi vista todo lo que me rodeaba. Era un paraje hermoso y al igual que los paisajes de Israel, los tonos verdes eran manchas entre los tonos marrones intensos y suaves de las montañas que daban razón de la sequedad, salvo esas hondonadas a lo lejos, en las que se aprecia que corren riachuelos y bañan de frescor la tierra que está sedienta y preocupada de producir la vida necesaria en la vegetación.
Esta es la casa bendita de Dios, hermosa tienda, tienda de la creación que Yahvé creó para el hombre. Es la tierra, extensión de tierras fértiles o no, para ser habitadas por animales, vegetaciones y plantas. Respiro el fresco aire que produce la naturaleza y empieza mi encuentro con Abbá mi Padre.
“Te doy gracias Señor del cielo y de la tierra, una vez más, por todas las cosas que regalas al hombre. Por cada ave que adorna los vientos y por cada pez que está en los mares, ríos y océanos. Por cada animal rastrero o no, que está poblando las selvas, las llanuras y la tierra toda. Gracias Yahvé por tu obra inmensa creadora, especialmente por nosotros los hombres. Grande y generoso eres en tu creación. No hay animal que sea igual a otro. Todas las especies a tus ojos son hermosas.” Esas fueron mis primeras alabanzas a Yahvé. Entré en conversación con él desde las cosas creadas para entrar en mi interior y poder palpar su corazón.
“Padre…te amo. Esta vida mía es tuya. Tómala. Clamo a ti por mi en este momento de mi juventud. Me ofrezco a ti, como desde mi niñez lo he hecho. Habla Padre, que tu siervo escucha. Quiero escucharte hablar a mi corazón, para que me muestres el camino que he de seguir. Mírame Padre. Sabes que comparto la soledad con mi madre y que mi vida se debate en el servicio a ella, pero también me reclamas a servirte a ti. Lo siento fuertemente en el corazón.
Padre, es duro y da miedo abandonarse a ti, a tu obra, a tu Palabra, a tu Reino. Tiemblo ante la partida de la casa materna no solo por ella, sino por la seguridad; miedo al dejar a los míos, mis amigos, las relaciones humanas alcanzadas; de esa estabilidad afectiva, mis fiestas, el compartir pero a la vez me pregunto ¿Qué quieres de mi? ¿Qué me deparas? ¿Cómo superar este miedo al abandono a ti?”
Estos pensamientos me embargaban mientras el tiempo transcurría de forma rápida. Ante mi se pasaban escenas de personas ancianas, familias, gente necesitada, algunas de ellas clamando ayuda, abriendo los brazos, cargando sus penas, gritando una y otra vez para ser ayudados y felices.
Intento espabilarme y tomar conciencia de que estoy solo, pero las escenas parecen vivas. Miseria, dolor, necesidad veo en mis ojos mientras que en mi corazón gritas: Dignidad, amor, solidaridad, sanación, compasión. ¡Demasiadas emociones encontradas! ¿Qué en concreto quieres de mi? Habla, que tu siervo escucha. Mi corazón te grita: aquí estoy Padre, para hacer tu voluntad; te entrego mi vida y te la doy con todo el amor de que soy capaz. Deseo darme Padre, me pongo en tus brazos sin medida…tu poder y tu amor me guiarán. Mira lo joven que soy, lo sabes. Tu mano es fuerte y siento su fortaleza. No me abandones, no me sueltes; anima todo mi ser con tu espíritu para impulsarme allí donde creas que yo haga falta y manifieste tu presencia y tu deseo de restaurar corazones heridos por la misma maldad humana y la falta de amor.
Algo en el estómago – el hambre – hizo que volviera en mi a las cinco y media de la tarde, mientras observaba una vez más cómo las aves danzaban con los rayos del sol que aún permanecían fuertes alumbrando con señorío toda la región. Me levanté y me sacudí la túnica mientras empezaba mi lento caminar hacia la casa de mis primos. Una caminata de media hora me pondría en dirección a las bellas casas que me han acogido a lo largo de estos días.

CAPÍTULO XXIII. ENCUENTRO CON JUAN (parte II). Del 10 al 17 de Junio de 2009

Cuando salimos al patio interior, los sirvientes y las mujeres se retiraron del lugar, comprendiendo tal vez, que queríamos estar solos. El silencio a esas horas de la tarde, vísperas, hacía que hasta los animales se fueran recogiendo a sus lugares. Juan tomó la delantera en la palabra y me dijo que tenía algo serio que decir. ¿Serio? Debía ser algo crucial, ya que teníamos una edad en la que debíamos asumir una responsabilidad en la vida. No sabía nada de él hasta ahora y lo único que me quedaba por hacer, era adentrarme en su vida y a la vez, abrir la mía a mi primo, puesto que yo tenía también cosas por hablar. Nuestra inexperiencia hacía que nos desahogáramos y en eso, quizá podríamos conseguir cierta salida a lo que sentíamos.
“Jeshua”, me dijo, “después que nos encontramos la última vez, mi vida ha ido tomando un rumbo totalmente alejado del mundo. Algo he sentido en mi, que me ha hecho apartar de la vida normal; no sé explicártelo pero está ahí dentro de mi corazón. Para colmo, en varias oportunidades, mi madre me repitió lo sucedido hace ya 23 años antes de nacer. En vez de alegría, he sentido un miedo y un estremecimiento que no es normal.
Para empezar, todo ese lío de ser hijo de unos ancianos. De pequeño parecía una persona especial, pero pronto pasé a ser como una cosa rara, un extraño, por ese magnífico hecho de ser hijo de la vejez. Todos me trataban como enfermizo pero ¡mírame! Estoy demasiado bien. He crecido al cuidado de tías y tíos, sin contar con los delicados cuidados de mis padres, pero aún así, tienen para mi un trato como si fuera un santo entre ellos. A veces ni me dejan tocar el suelo.
Otros todavía, después de haber crecido, se extrañan de mi nombre: Juan. ¿Te imaginas Jeshua, que mi padre Zacarías rompe toda la tradición para darme ese nombre? Cierto que la que empezó fue mi madre, pero él cerró toda la discusión escribiendo en la tablilla que ese sería mi nombre, pero ¿por qué todos se extrañan? Están algunos intentando buscar significado hasta en los astros pero ¡bueh! Lo que sí se, es que siento algo distinto en mi que me impulsa a separarme de este mundo y dedicarme solamente a Dios”. Le interrumpí y le pregunté: ¿qué quieres hacer Juan? ¿A dónde crees que te llama Yahvé?. Contestó:
“¡No sé Jeshua! Durante estos tres últimos años, mi vida se ha estado debatiendo entre quedarme al servicio del templo como mi padre, pero algo más dentro me dice que me vaya a la soledad, al encuentro de la oración… allá en las montañas… debes conocer de esos monjes que están allá en la soledad… ¿conoces? ¿los escenios? Yahvé reclama de mi no sé qué, por eso he pensado ir a vivir en el desierto Jeshua. No me produce mucho ánimo pero quiero encontrarme conmigo mismo para no dudar de lo que él quiere de mi. A ti, por casualidad, no te ha sucedido lo mismo?”
Esta pregunta me dejó también un poco confuso. Las cosas de Yahvé son difíciles y hay que entrarle en serio porque si no, estaríamos buscando hasta la muerte su significado y el llamado se haría insoportable y pesado. Le contesté simplemente y para salir del despiste: Juan, ¡parecemos morochos! ¡Claro Que sí me ha pasado eso que dices! No sé cómo explicarlo. ¿Te suena bien la palabra arrobamiento? ¿Crees que Yahvé nuestro padre, nos ha robado el corazón y ahora tuerce nuestra vida para que le sigamos más de cerca?. Él me contesto riéndose: “Ja, ja, ja Jeshua, hermano mío. Tienes idea del lío que formarían los rabinos si le hablas de que Dios intenta arrebatarnos la libertad y no poder decidir por nosotros mismos? ¡Eso me da miedo! Quizá no estemos leyendo bien su voluntad, pero sí creo que pesa sobre nosotros una definición de vida. Cierto que nos está llamando pero, Jeshua, creo que debemos responder nosotros y si lo hacemos, de seguro que seremos felices y consecuentes con lo que quiere su corazón para el nuestro”.
En este punto, aunque me dio risa, le dije seriamente que si así hablaba, debía estar en el templo enseñando la Torah e interpretando con los rabinos, las enseñanzas del Talmud, pero no me hizo caso. Volvió a la carga con esto.
“Jeshua, escucha esto. En las noches, pasada las diez, me retiro a aquellas lomas que ves allá. Algunas veces de niño fuimos allá con los otros primos ¿te acuerdas? Subo; no me dan miedo las serpientes, arañas o alacranes ni los animales que andan por ahí alrededor. Siento tanta seguridad en ellos que parece que me siguieran cuando empiezo a subir y ubicarme en el sitio que he escogido. Allí me siento y aunque algunas veces el cielo está cerrado, que no se ve ninguna estrella, mi pensamiento penetra esta bóveda y vuelo hasta allá lejos, al encuentro de Yahvé. ¡Claro que no me parezco a Moisés en su intimidad con él! Pero siento su presencia tan fuerte, tan cercana…es como si rozara mi piel en esos momentos”. Me estremecí antes sus palabras e intentaba decirle que era todo un poeta, pero oyendo el calibre de su acento, no dije nada. Solo escuchaba.
“Jeshua, ¡su voz es clara!...siento el susurro del viento que dice claramente: ¡Juan! ¡Juan! Y entre la brisa, la baja temperatura, la luz que se filtra hasta mis ojos, parece que me dijera…"profetiza. !mira cuán desierto está el mundo!. !cuánta necesidad hay de riego y de mi Palabra!" al principio me asusté al oír todo eso. Buscaba por todos lados pero estaba solo…en días siguientes he oído esa voz más intensa: "¡Juan! ¿a dónde irás? ¿a dónde quieres ir? Muchas personas se sienten áridas, secas. Ya no sienten mi presencia en el mundo. La gente está dividida, el corazón del hombre está entregado a otras cosas; los valores del mundo están invertidos" Grité muy fuerte: ¿y qué voy a hacer? ¿Acaso que si no te oyen a ti que les hablas, me oirán a mi? Es imposible que no sientan tu presencia y que pretendas que cambien solo porque yo les digo palabras tuyas…La voz calló por un rato, pero luego vino a mi como una caballería: "No te preocupes por el efecto. Lo importante es el golpe que des a la conciencia del hombre. Ocúpate de gritar, de predicar. Es necesario hacerlo; urge hacerlo. Cada quien verá cómo responde y reconocerá cuál palabra es humana y cuál es divina. No te canses. Habla al corazón del hombre. Grita que mi amor vence, que mi alianza sigue viva y permanente para todos aquellos que creen en un mundo distinto, de vida, de auténtica humanidad".

Y Jeshua, así como llegó esa voz, así se fue. Me sentía vacío, con algo que no terminaba de aceptar pero que sí estaba evidente que había que hacer.”
Yo me quedé sin voz. No podía decir nada, primero porque sabía de la intensidad de esa voz, pero también porque era experiencia suya. Cuando nos dimos cuenta de la hora, entre los silencios, las reflexiones y el diálogo, las mujeres habían salido a nuestro encuentro, preocupadas porque no habíamos entrado a la casa a descansar.

CAPÍTULO XXII. ENCUENTRO CON JUAN (parte I) . Del 02 al 09 de Junio de 2009

Sin miedo a decirlo, necesito de la soledad en este período de mi vida. Muchas cosas se han aglomerado a mis 23 años que necesito ponerlas en orden.
Como es costumbre, he trabajado duro durante estos años y creo haber ahorrado un poco de dinero para mantener a mi madre. No estamos viviendo en el lujo, pero sí en el desahogo económico, y más si nos ayudamos de los animales de cría que tenemos en el establo y las maravillosas manos de mi Madre María, en sus conservas de carnes y otros frutos secos. La tierra ha sido también generosa y a pesar del poco riego, ha producido los frutos necesarios para nuestro sustento.
Hay otra cosa que es simpática y que la he contado a lo largo de todos estos capítulos: la inmensa generosidad de las mujeres para compartir lo que van produciendo a lo largo del año. Esto sí se llama trueque. No se venden nada; se ayudan en todo; se regalan todo y los envases y cestas, corren de aquí para allá sin riesgo de que vuelvan a su sitio de origen. ¡Es formidable el intercambio de bienes entre todos y la gran solidaridad para con los que tienen menos. Esto me alivia tanto, que sé que a mi madre no le faltará nada, así que he pensado seriamente hablar con ella e irme a las montañas a los parientes cercanos de mis primos Zacarías e Isabel a quienes Yahvé tenga en su seno. Allí me darán no solo posada, sino que permitirán conseguir la soledad que tanto necesito para reflexionar sobre mi vida y lo que he de hacer de ahora en adelante. Además de ello, espero ver a mi primo Juan cuyo recuerdo ya se me borra de la mente.
A la hora de tercia, del segundo día de la semana, me encamino con una caravana que sigue la misma ruta. Son distintas familias que siempre se unen para marchar de viaje. Algunos van de compras, otros de viaje estrictamente y otros harán visitas a parientes lejanos para volverse en el menor tiempo posible. La ruta es de horas pero mientras se comparte, las cosas se hacen más llevaderas, así que solo tener paciencia es el mejor método para llegar a donde se quiere.
A lo lejos divisé el conjunto de casas cercana a la Isabel y Zacarías. Son cuatro casas que forman una especie de caserón, compartiendo un gran patio interior con mucha vegetación y plantas que desde años atrás, han sido la predilección de estos dos venerables ancianos y cuidadas con un apreciable amor por los parientes…sólo faltan doscientos metros para llegar y varias mujeres me reconocen…se oyen voces tenues producto de la distancia, pero se aprecia perfectamente el alboroto que debe formar mi presencia en esas tierras. Ladridos de perros, mujeres corriendo a mi encuentro…¡estoy como en casa! Inmediatamente las mujeres más ancianas, Ana, Séfora, Zahira y una cuyo rostro parece griego, llamada Elena, me llevan a una antesala de la casa para ofrecerme agua para los pies y lavar mi cuerpo. Se empeñan en hacerlo ellas como es costumbre en nuestra tierra pero comprenden con una mirada que yo lo quiero hacer y se retiran generosas, dejando algunos frascos de perfume sobre una mesa cerca de la puerta.
Contento me recogí la túnica pero la mirada se me perdió en el recuerdo. Se había quedado fija en esa mesa: era fuerte, de buena madera, con unos relieves tallados que sólo y sólo José sabía hacer…me sonreí y solté una risa porque esa mesa fue hecha aquí mismo pero en las afueras. Al traerla a la casa, recuerdo que eran cuatro hombres, entre ellos José, pero saben qué? Para variar, yo, queriendo ayudar a trasladarla me coloqué debajo de ella mientras estaba flotaba en el aire, sostenida por las manos de esos hombres. Me parecía un gigante soportando tanto peso, pero en realidad no la llegué a tocar nunca, salvo cuando llegó a su sitio, en el que el anciano Zacarías, en muestra de triunfo por el trabajo hecho, nos subió a Juan y a mi sobre la mesa…nos quedamos callados los dos y los adultos nos miraban como si fuéramos trofeos puestos sobre ella.
Al terminar de limpiarme el cuerpo, dejé las toallas y el aguamanil en su sitio. Inmediatamente desparecieron del sitio y me dirigí a la sala principal de la primera casa, donde se recibían las visitas. Limpia, grande, con pocos muebles, mantenía una buena temperatura y el frescor de las plantas que hacían de adorno.
Volvieron a entrar las ancianas y Zahira me tomó de la mano, me besó y me llevo por el corredor, hacia unas sillas. Allí estaban otras jóvenes y entre ellas, estaba también Juan. Zahira si mal no recuerdo, era una de las hermanas menores de Isabel. Tenía 32 años cuando yo nací pero permanecía tan bien conservada a pesar de que estaba casada y tenía siete hijos de Elí.
Mi primo, al igual que yo, nos encontramos con la mirada y salimos corriendo el uno hacia el otro de tal forma que por si no nos abrazamos de forma contraria, nos hubiéramos dado golpes en la cabeza.
Juan era robusto. 23 años nos hacía no sólo fuertes sino guapos. Tenía una barba corta y su musculatura sobresalía porque empezaba a vestir fuera de lo común. Alguien en el abrazo, le reclamó que no se vestía como hijo de un sacerdote, pero sin prestar atención, nos reímos y alegramos mucho por el reencuentro. ¿Cuándo fue la última vez? ¡Ambos lo sabemos! A los trece años; un año después de haber hecho nuestra iniciación en el templo. Justo aquí en esta casa, mis padres me trajeron para ver por última vez a Isabel y Zacarías… ¡Hace diez años! ¡Diez años que no nos veíamos! y sin embargo, para nuestros padres no cambiábamos. Nosotros sí sabíamos que algo interior había dado un giro. No lo supimos explicar en ese momento, pero de seguro, hablaríamos en los días siguientes de eso…
Allí quedamos compartiendo un buen rato, dándonos a conocer las noticias de Nazaret y de esta región. De cada uno de los familiares. Muchos preguntaron por mi madre María y por los hijos de José que quedaron en el pueblo. De los otros sabían que se habían dispersado. Fue una conversación interesante y larga, cosa que dio tiempo a esperar la comida – que ya pasaba de la hora -. ¡Es grato recordar lo que somos y nuestras vivencias!
Esa tarde era fresca. La brisa, a pesar de ser caliente, se filtraba a través de la vegetación y llegaba a nosotros suave, reconfortante. ¡Por supuesto que me hizo olvidar el olor de las mulas y camellos que venían en nuestro andar!. Allí gozamos de la hermandad y de los cuentos de familia que tanto nos hacían reir, en especial los de los primos. Una vez más, salió a relucir las “patadas” que daba Juan a Isabel cuando estaba aún dentro de ella; y las calenturas que pasaba Zacarías en los nueve meses que se quedó mudo…decía que por más que se esforzaba en hablar, no salía nada de sus labios…inmediatamente alguna de las mujeres dijo que era preferible verlo mudo que hablar de las cosas de su hijo…parecía que no se sabía otro tema; todo el mundo se le había olvidado…la hora de comer se hizo pronto.
Pasamos a la casa posterior, la que da más al sur, igualmente bella como las otras. A través del pasillo donde estábamos, nos fuimos del lado derecho hacia una de las entradas internas de la casa. Nos recibe una gran sala con divanes y mesas de madera con incrustaciones de hierro. A una altura de casi dos metros, equidistantes, se encuentran algunas lámparas de aceite, adaptadas a la pared. La comida estaba allí servida: carne de cordero, ensaladas amargas, pan ázimo, algunas salsas con base de aceite de oliva y ajo; otras carnes y frutos secos. Además de ello, teníamos jarras llenas de vino y agua. En total nos reunimos cerca de 12 personas. Juan me invitó a hacer la bendición de la mesa. Agradecimos a Yahvé por sus beneficios para con nosotros.
Después de la comida, las mujeres que no habían dejado de moverse de aquí para allá, terminaron de retirar las cosas y procedieron por último, a servirnos envases de agua para la limpieza y posteriormente nos retiramos. Juan me tomó del brazo y me llevó hacia el patio interior para hablar.

CAPÍTULO XXI. CREADORES CON EL CREADOR. Del 26 de Mayo al 01 de Junio de 2009

¡Hola! Una vez más contigo.
¿Te han dicho que eres creativo? ¿Creas cosas con las manos y pareces a Dios creador? ¡Claro! es un decir para mucho, pero, muchos tenemos de Abbá, mi Padre. ¡Por supuesto que somos creadores! Él nos ha dado facultades, especialmente la más bella, la de la paternidad, maternidad, pero además, tenemos infinidad de capacidades y habilidades dadas por él, para ser creadores con nuestras manos, con nuestros pensamientos y proyectos...así que les voy a contar algo especial para mi, que aún me siguen sucediendo.
Me cuenta mi madre que cuando yo estaba pequeño – entre dos y cuatro años – era el centro de atracción allá en Egipto, en el pueblo a donde fuimos a vivir por miedo a Herodes…¿centro de atracción? ¡Sí! Muchos creían que yo era un pequeño mago que hacía cosas extraordinarias, pero yo le atribuyo esas cosas a las creencias de la gente y sobre todo, en ese pueblo, al mundo mágico y mítico de la esotería que reinaba en Egipto. No es fácil ser mago y menos a esa edad que yo tenía. Lo cierto es que mi madre era fastidiada por muchas personas que le decían asombradas cómo yo hacía cosas nuevas de la nada y ella se reía mucho, aunque de vez en cuando se ponía a pensar en cosas relacionadas con lo que había oído del Salvador y Mesías, pero eso era un cuento del pueblo Hebreo y para nada tenía que ver con los egipcios.
Sigo. Mi madre decía que a las afueras del pueblo, había un oasis. Era un hermoso paisaje de descanso antes de entrar en el mundanal ruido del pueblo. Nadie iba a agarrar allí agua. Solo servía para descanso, por la cantidad de dátiles y palmeras que había y porque allá soplaba una suave brisa que refrescaba en tiempos duros. Pues bien, allí mi madre se acercaba conmigo y sin muchos problemas, me hacía compartir con el resto de los niños de mi edad, los juegos que eran normales en niños de esa época…saltar, correr entre la arena, de nuevo las espadas, el elefante, etc…pero en ocasiones, nos escapábamos en silencio hacia el oasis para jugar con la arena húmeda. Una especie de pozo pequeño nos albergaba
Inventábamos cosas. Aún pequeños, intentábamos recrear casas y personas y carretas y armas, etc pero lo que más nos gustaba era hacer animales. Encima de los dátiles habían unas pequeñas aves, marrones, pico corto y cola negruzca…en los primeros momentos me deleitaba corretear a esos pájaros cuando bajaban al piso a comer las semillas. No lograba atrapar ninguna, pero en otros momentos me quedé viéndolas fijamente para poder reproducirlas en arena húmeda…muchas salían con sus formas. ¡Era todo un artista! ¡Allí es donde estaba la confusión! La gente se quedaba admirada conmigo porque hacía esas aves y muchas se acercaban a mi y se confundían entre mis manos y al salir volando, yo alzaba las manos como echándolas a volar y decían que yo las había creado con mis manos…que era un creador…mi madre se reía pero callaba porque era una cosa sin valor…
Otro lío fue el de los dátiles y palmeras…otras veces, haciendo viento más fuerte de lo debido, la gente decía que esos árboles se doblaban ante mi. La razón era que soplaba un viento fuerte que hacía que doblaran de alguna forma mientras yo estaba cerca, casi las ramas bajaban a poca altura, pero yo me deleitaba con eso y alzaba mis brazos para recibir la brisa. ¡Era una delicia!
Pero más allá de esos recuerdos de la infancia, sí reconozco a mi Padre como creador de todas las cosas. Él nos ha entregado todo lo que nos rodea para nuestro servicio y para nuestro disfrute pero desde siempre hemos hecho mal, aún así, reconozco que hay una fuerza creadora en mi que logra que mis amigos y amigas, y todos los que formamos parte de este pueblo de Nazaret, vivamos no sólo en armonía sino en absoluta hermandad. Yo creo que eso es un elemento creador.
Mis amigos – que ya he dicho que me ayudaban en las labores – hacíamos cosas buenas para los demás. Como José, mi padre, repetíamos la elaboración de juguetes, bancos, y otros utensilios de maderas para atender a los niños y los pobres. Algunos de ellos incursionaron en el trabajo de la madera de tal forma que salieron muletas, bastones, caballos y hasta andaderas para adultos. Algunos rehusaban usarlos pero ya pronto entendieron que se podían valer por sí mismos y los usaban con gran gusto.
Algo interesante en toda esta obra creadora era internarnos en el trabajo de “terapistas”. Dos amigos míos, Abraham y Ben Otoniel, durante un buen tiempo visitamos al anciano Judas. Él, durante su juventud, estuvo en Grecia y allí aprendió la técnica del masaje o terapias para volver tendones y músculos a su sitio. Lo interesante de todo eso es que tuvimos la oportunidad, mientras él lo hacía, que nos mostraba con sus dedos, cómo estaban enlazados los tendones y músculos de cualquier parte del cuerpo. Nos impresionábamos cómo el dolor cedía ante el correcto masaje de las partes lesionadas. Luego de varias sesiones de observación, mis amigos y yo, incursionamos en la práctica de ayudarlo y ayudar a esas personas que necesitaban de ayuda…algunos ya eran cojos de meses atrás y otros tenían problemas en los brazos y las manos. Otros cuantos en la espalda. Total que toda esta experiencia fue una aventura interesante porque junto con nuestras manos, descubríamos también el dolor presente en las personas.
El anciano Judas nos enseñó la misericordia, la caridad y la sanación de los dolores internos más que los corporales. Decía que mientras aplicaba los masajes necesarios, era importante conocer a fondo los dolores que torcían el alma y amargaban la vida…repito, ¡era una buena lección! Allí descubrí que más que milagros sorprendentes, Dios obraba con dulzura a través de palabras oportunas y desahogos por parte de la persona a las cuales nos acercábamos.
Así que si tienes oportunidad, no llenes tus pensamientos de palabras o prohibas hablar a las personas; dale más bien la oportunidad de hablar y expresar lo que encadena su corazón y verás que poco a poco las dolencias salir de ellas y recuperarlas de forma total…