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Jesús, tu amigo y Señor

Jesús, tu amigo y Señor
Déjate fascinar por el Dios-hombre que muertra la dulzura de su Padre

CAPÍTULO XXXVII. MI MADRE EN LAS BODAS DE CANÁ. Del 27 de Sept. al 03 de Oct. de 2009

Esta historia que te voy a contar, sucede en Caná de Galilea, al norte de nuestro pueblo de Nazaret. Es una referencia obligada para llegar a Tiberíades o al lago y sus costas. Alguna experiencia anterior también te he contado hace unos cuantos capítulos atrás. Se trata de una boda.

En realidad te diré que la invitada especial era mi madre. ¡Ella como siempre!. Si no era un pariente al que teníamos que visitar, entonces era un amigo o conocido que se casaba o festejaba cualquier acontecimiento y allí partíamos juntos a disfrutar, pero a la vez colaborar.

¡Es increíble! Mi madre no paraba quieta cuando estaba en casas ajenas, sirviendo, estando atenta a cualquier necesidad. En pocas palabras, era lo que diríamos una “salida”. En donde menos se esperaba, estaba ella allí metiendo la mano y con tan buena suerte que todo el mundo disfrutaba de su servicio y cercanía.

Pues bien. Ya lo he dicho. Era una boda en Caná de Galilea. Fui también yo invitado a la boda y con el grupo de amigos que para muchos, eran discípulos. Esto es una distinción grande porque mientras mi madre María me invitaba; a la vez, yo invitaba al círculo de amigos más cercanos a mi a esta gran fiesta, de manera que para efectos de invitación, producíamos un número mayor en los comensales.

Orán y Talía eran dos jóvenes, hijos de familias buenas y piadosas. El padre de Orán, Ajiel, había muertos escasos cinco años atrás cuando una carga de trigo le cayó encima con la carreta, al volcarse llegando a sus graneros. Algunos dicen que la causa del accidente fue que las bestias se asustaron por unas serpientes cuya cueva estaba al borde del camino y rompieron con tanta fuerza, que en la curva, saltaron, saliéndose del camino en dirección a donde estaba este buen hombre. Fue un dolor grande para el pueblo, porque era muy querido por todos, inclusive por los forasteros que hacían negocios con él, o aquellos que no tenían tierras y venían a espigar en sus campos, como desde siempre se permitió en Israel. Le sobrevive su esposa, Bejira, mujer madura, que conservaba su belleza y hacía honor a su nombre - la elegida – porque también ha sido muy virtuosa delante del pueblo y de su familia. Igualmente le sobreviven Orán, quien es el hijo mayor de veinticuatro años y tres hermanos varones más. Orán se encarga de la economía de la familia hasta que sus hermanos asuman las riendas de sus vidas y puedan repartir la hacienda cuando su madre vaya al seno de Abraham.

Talía es una hermosa mujer, dos años menor que Orán, es decir, veintidós. Ella tiene al contrario, tres hermanas menores, Dana de dieciocho; Iris de diecisiete y Peraj, de quince años. También tiene dos hermanos varones menores, Yoel de once y Shamir de nueve años. También tiene dos hermanos mayores a ella, Netaniel de veintinueve y Menajem, de veintisiete.

Ilan y Ady son los padres de Talía. Aunque no son muy populares en el pueblo, porque alguna vez se congraciaron con los romanos para que no le hicieran daño a sus hijas, intentaron ser fuertes ante las críticas y muchos ahora comprenden el dolor que hubiera sucedido, si Ilan hubiera dejado que sus hijas fueran raptadas y violadas sin piedad por las tropas.

Estas son las familias involucradas en nuestra boda. Orán y Talía se ven felices y radiantes. Desde jóvenes habían estado comprometidos en esta hermosa empresa del amor. Sus vidas amores tuvieron algunos inconvenientes pero ahora creo que han alcanzado la madurez necesaria para entregarse el uno al otro y ser felices delante de Yahvé mi Padre.

La fiesta marchaba de forma maravillosa. Al caer de la tarde, cerca de las siete de la tarde, cuando la luz del sol favorecía la celebración, la ceremonia religiosa se efectuó con la impecabilidad que se esperaba. El rabino del pueblo, padre de once hijos y que había casado a todo el pueblo, les dispensó una predicación hermosa en la que recordó las grandes obras de Yahvé y pidió comprender la prosperidad en los hijos y la elección que Dios había hecho en ellos. Pidió por toda la juventud de nuestro pueblo Israel y pidió a Yahvé perpetuar su bendición por la eternidad hasta que él decidiera retirar su mano sobre nosotros (cosa que inmediatamente negué puesto que mi Padre es fiel).

La casa era una mezcla de perfume de nardos, jazmín, azucenas. Esto, debido a los distintos adornos que había en las paredes y en las mesas. ¡Por cierto!, mesas había desde la entrada y a lo largo de todo el patio que fue hermosamente decorado en telas de tul y detalles en espigas y flores de colores. También hay adornos de frutas por todos lados, especialmente en las mesas; las hojas de parras fueron también utilizadas para las decoraciones. Invitados de todos lados

Los niños abrieron paso y rompieron a correr por todos lados como si fuera una estampida. Al fondo, fueron atajados por los sirvientes quienes lo dirigen hacia una sala aparte, especialmente acondicionada para ellos. ¡Es increíble cómo una cantidad de pequeños hebreos nos vienen empujando con su vitalidad! ¡Son los hijos de mi Padre y cómo viven y saltan en libertad!

Mi madre para variar, se alejó de mi. Como quien no quiere la cosa, se alejó de mi para irse con el resto de las mujeres y dejarme quieto, como joven que comparte con los amigos y sobre todo para que compartiera con el grueso de la gente que había venido a la celebración. Por lo tanto, se sentó tres mesas más allá, cercana a la mesa presidencial, en donde compartían los novios, las familias, el rabino y otra gente distinguida. Todo se desenvolvía deliciosamente.

Habían transcurridos ya cuatro horas. Era cerca de la media noche. Se veían pasar sirvientes de aquí para allá. Uno de ellos, que parecía el sirviente mayor, se acerca a la mesa. Quizá, pensé, es una preocupación por querer servir algo más o esperar el momento de algo especial que interrumpiera la cantidad de bandejas que iban de aquí para allá. No era así. Mi madre miraba hacia la mesa donde estábamos y Santiago me hace una seña de que mirara allá. No veía nada extraño en todo eso. Mi madre, revoltosa, también se metía en las preocupaciones y se ofrecía en cualquier servicio.

Como a los veinte minutos se acerca mi madre a la mesa.

Falta vino. El mayordomo había sacado mal la cuenta. Pensaba que había vino para más de 400 personas pero en realidad, la remesa de vino extra para este acontecimiento, no había llegado. Él estaba sirviendo el existente de la casa y el almacenado de otras temporadas.

María decía en voz alta: se acabó el vino de la boda. Y dirigiéndose a mi, me dice: “Jesús, hijo mío, no tienen vino”. Se le veía preocupada porque Orán había calculado todo de manera excelente. El vino es el ingrediente principal de la celebración y terminar la fiesta tan temprano, era dejar un sin fin de platos, bailes y música congeladas y eso se veía de muy mal gusto. Despedir a la gente sin comida era una cosa, pero dejarlas insatisfechas por bebida, era una mala señal que decía de su prosperidad.

Respondo a mi madre: María, mamá, está bien. Comprendo tu preocupación pero ¿Qué tengo yo que ver en todo esto, mujer? ¿Quieres que vaya a algún lugar a buscar alguna remesa de jarras? O ¿quieres que nos dirijamos a alguna bodega de la familia para traerlas de allí?. No entendía en realidad lo que quería decirme ella. Los demás también se me quedaron mirando. Si se trataba de mi capacidad de entrega y de obrar milagros, ni había pensado en eso pero ni en la más mínima intención. Pensé y de hecho se lo dije mirándola fijamente a la cara: “Madre, todavía no ha llegado mi hora”. Pero ella, haciendo uno de sus gestos de desenfadada, se voltea y se dirige hasta un grupo de sirvientes que la había seguido y les dice: “Hagan lo que él les diga”.

Alcancen a oir cada una de las palabras de esta mujer, luz de mis ojos. Me quedé petrificado por un momento. “¿Hagan lo que él les diga?” “¿Qué voy a decir”: ¡Ah sí, yo solucionaré el problema!. No sabía cómo reaccionar. Para cuando reaccioné, tenía delante de mi y mirándome fíjamente a un grupo de por lo menos diez sirvientes que esperaban que hiciera el siguiente movimiento. Como por inercia, me fui dejando llevar por ellos hacia las bodegas de la casa. Bajamos hacia un sótano y después de caminar diez metros, a la izquierda había una bodega que se conservaba muy bien aseada y con un orden muy elegante. Había poca luz, las antorchas casi hacían que el aire se enrareciera. Frío el ambiente, pero seco.

Había allí seis tinajas de piedra, puestas para las purificaciones de los judíos, de dos o tres medidas cada una. En mi niñez había visto también algunas cuantas en un salón de la sinagoga y por supuesto, en el templo, para que se sirvieran los fariseos y publicanos en las abluciones que mandaba la ley. Ahora ya no las veo tan grandes. Antes me sobrepasaban la estatura casi dos veces y las veía como unos hombres fuertes con los brazos en forma de asas. ¡Simpático el recuerdo! Ahora las veo tal cual son. Vasijas de barro; fuertes y con grandes asideros pero inmóviles debido al gran peso que guardan.

¡Muy bien! Intentaba calcular rápidamente cuánto habría allí, pero los sirvientes me dijeron: “maestro, están vacías pero si quieres las llenamos de agua inmediatamente.” Adivinándome el pensamiento, algunos de ellos se movieron hacia la salida mientras yo les mandaba: “llénenlas de agua.” “Tardaremos un poco maestro”, mira que son seis tinajas y cada una guarda cerca de trescientos litros de agua, pero no es problema. Dirigiremos una canal de arcilla desde la cocina que está justo encima para llenarlas pronto. El dueño de la casa, el papá de Orán, mucho antes de morir, diseñó esa canal para facilitar la limpieza de estos cuartos y hasta el presente, ha servido de mucho como ahora. Diez minutos bastaron. Y las llenaron hasta arriba.

Mi madre de nuevo, se había acercado en secreto, para ver qué estaba sucediendo. Me di cuenta de que estaba a la entrada de la bodega. Le hice una mueca con los labios, como quien reprocha, pero lo hice dulcemente. De alguna forma, siempre me metía en líos, en sus líos y aunque no reclamaba ningún mérito, lo que en el fondo hacía, era ayudar a la gente y estar a su disposición. Después de recibir mi gesto facial, me guiñó el ojo y bajó la cabeza como diciendo: “lúcete hijo mío. Ayuda a estas personas. Mira que no es mucho pedir y todo lo que haga servirá para alegrar el corazón de esta pareja que se entregan el uno al otro. Tu Padre Yahvé, mi Dios te lo pagará generosamente”.

Para cuando le leí el pensamiento, ya estaban llenas las tinajas. Después de pronunciar una acción de gracias a Yahvé e implorar su ayuda en esta necesidad, me dirigí a los sirvientes y les dije: “Saquen ahora vino de cualquier fuente que escojan”. Miraron su color al vaciarla en las copas que habían bajado para este caso. Apreciaron el color rojo tinto, propio del vino. Dos de ellos, sin previa autorización, bebieron y rompieron de alegría al saber que ya había vino y en cantidad en la casa. Otro de ellos dijo: “Gracias María, dirigiéndose a mi madre, justo ahora se terminaban los veinte últimos litros de vino”.

Les dije: “saquen más vino en una jarra y llévenlo al maestresala”.

Ellos lo llevaron y casi se caían por las escaleras, contentos de lo que había sucedido. Lo bueno de todo es que ninguno de ellos gritó: ¡milagro, milagro!, sólo María se recogió los brazos hacia el pecho y como “niña tonta” se le aguaron los ojos. Me abrazó fuertemente mientras todos nos dirigíamos a la parte superior.

Alcanzamos a ver cómo ubicaban al mayordomo.

Cuando lo vieron, corrieron hacia él y mostrándole la jarra de vino, le sirvieron un poco en una copa. El maestresala probó el agua convertida en vino. Todos estaban serios, esperando su reacción. Como ignoraba de dónde había salido - pero los sirvientes sí que lo sabían – se dirige al novio y le dice: “todos sirven primero el vino bueno y cuando están ya bebidos, el inferior, pero tú has guardado el vino bueno hasta ahora”.

Orán, queriendo alguna explicación por estas palabras que no entendía, las recibió por boca de una amiga de mi madre que había servido de mediadora. Buscándonos con la vista, pues no estábamos muy lejos, nos dio las gracias inmensas y nos siguió animando a participar de la celebración. Confieso que a partir de ese momento, las mesas en donde estaban mis discípulos y yo, no dejaron de ser atendidas y cada vez que intentaba ponerme de pie para saludar a tal o cual persona, iban por lo menos tres sirvientes detrás de mi, preguntando insistentemente si deseaba algo para poder conseguirlo. Total que en el resto de la noche, los tuve que tranquilizar varias veces para que se sentaran también tranquilos en la cocina, y paladearan el sabor del vino que Yahvé mi Padre, había dispensado para todos nosotros en la boda presente.

Así fue todo. En Caná de Galilea di comienzo a lo que después, muchos entendieron como “señales milagrosas”. Muchos, hasta el día de hoy siguen diciendo que allí manifesté mi gloria, pero ellos saben que era la gloria de Mi Padre. Por este signo de generosidad y gratuidad de Yahvé, muchos, dicen, creyeron en mi y más aún, mis amigos a quienes luego serían mis discípulos.

Quedamos allí hasta mediodía; el tiempo justo para descansar. Después bajamos a Cafarnaúm con mi madre, mis hermanos, los hijos de mi padre José y también mis discípulos. No nos quedamos allí muchos días, puesto que nos regresamos a Nazaret. En esta época, se hacía no solo largo sino tedioso el camino por el calor de la temporada.

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