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Jesús, tu amigo y Señor

Jesús, tu amigo y Señor
Déjate fascinar por el Dios-hombre que muertra la dulzura de su Padre

CAPÍTULO XL. DESCONOCIDO EN MI TIERRA. Del 18 de Octubre al 24 de Octubre de 2009

Después de estar un tiempo al norte de Galilea, vine a mi patria y mis discípulos me siguen. Suena extraño que mi pequeña Nazareth le llame patria cuando todo este inmenso territorio regalado por Yahvé es el inmenso dominio de Israel y sus hijos. Pero ciertamente Nazareth es especial: en ella he crecido y en ella he forjado mis amistades y he aprendido a amar más a Yahvé mi padre y a mis propios padres carnales. A la vez, he aprendido a amar a mis abuelos, a todos los venerables ancianos y los vecinos que han enriquecido mi vida con sus más y sus menos. ¡Es fabuloso el mundo de humanos con sus riquezas en relaciones afectivas!

Llegué a mi casa y el dintel parecía más bajo que de costumbre. Me regresé afuera para apreciar si la casa había sufrido un hundimiento pero no. Estaba muy bien conservada, gracias a los arreglos de José y modestia aparte, algunas reparaciones que yo mismo le hice.

Peor aún fue cuando me metí a escondidas en la cocina, intentando asustar a mi madre pero ¡Qué va! La patota de gente que me seguía y la intuición de madre, no permitieron que la pudiera agarrar por la espalda y estrecharla fuerte, más bien se volteó y poniéndome las manos en el pecho, alzó la vista y me miró tiernamente a los ojos. Ambos de forma sincronizada, dimos un hondo suspiro por demostrar el amor materno – filial que profesábamos. Este gesto de mirarme me impresionó porque o yo crecía más o ella iba disminuyendo en estatura. Luego me abrazó y posó su cabeza en mi pecho, pronunciando mi nombre, pero a continuación dice: “¡Bueno pues Jeshua!, ¡Yahvé me dio un solo hijo y ahora en la casa tengo más de treinta!”. “¡Doce mamá; conmigo trece ja ja ja!”. Nos sacó de la cocina y esperamos que nos hiciera el guiso de carne y los garbanzos que preparaba, mientras yo dirigía a la tropa para que se limpiaran las manos y los brazos.

Así pasamos una buena tarde y al llegar la noche, permanecimos un buen rato con María en la casa. A partir de las diez, ya mis amigos del pueblo me esperaban para encontrarnos todos en las casas, yendo de aquí para allá y contando cosas de forma libre o curiosidades que tenían.

El día viernes hacia las diez de la mañana, recibí una grata sorpresa. Jamás en mi vida podía pensar que mi alma se llenaría de alegría por esto que sucedió en esta mañana.

¿Te acuerdas de aquel niño pequeño que un día se metió en el taller, esperándome para que le acomodara su caballo? Pues bien, a esa hora, mientras estábamos en el patio interno de mi casa, intentando ayudar a limpiar a mi madre y acomodar unas cuantas cosas para los animales que ella cuidaba, que por cierto, ya aumentaban en número y eran demasiado para el espacio en el que estaban, tocaron a la puerta de la casa y fue mi madre a atender. Se supone que no era tan familiar porque si no, hubiera entrado sin problemas. ¡Era extraño! De hecho sí era familiar ¡cómo no va a ser familiar si era mi cliente infantil preferido de hace años! Su nombre era como uno de tantos de mis amigos de mucho tiempo: Fanuel.

Alto, de un metro setenta y dos de estatura; cabello largo, ensortijado, castaño. Ojos marrones claros y su tez clara; bastante ensanchado de los hombros y pecho. Flaco y a punto de ser todo un hombre de diecisiete años, se apareció en la puerta que conduce al patio interior. Dispensó un saludo de buenos días para todos y me buscó con la vista. Estaba yo acuclillado y de espaldas porque estaba arreglando unas maderas del gallinero. Me voltee al oir el saludo. Ninguno sabía quién era, pero yo sí porque lo reconocí al instante. Me destornillé de la risa porque no sólo era él el que estaba parado a la puerta. ¡Tenía en sus manos el caballo que le había hecho porque el original yo lo había desechado totalmente para hacerle precisamente ése! Me reí hasta más no poder, pero entre la risa me brotó un gesto natural: salir corriendo a abrazarlo fuerte, fuerte, fuerte. Él soltó el caballo y me devolvió el abrazo. Yo, en mi alegría, lo alcé y le di una vuelta completa.

- ¡Fanuel! ¡Qué alegría! ¡Qué grande estás!. Lo puse de nuevo en el lugar. Sin querer, éramos los dos protagonistas de una escena de amistad sin igual. Los amigos no sabían que pasaban pero María estaba mirando y sonriendo de alegría.

- ¡Mamá, mira! ¿Te acuerdas de Fanuel? ¡Sí! Fanuel, mi cliente preferido. ¡Oh Fanuel! Qué alegría que hayas venido hasta aquí. Le recordé a mi mamá en voz alta, aunque lo sabía, aquellos días en los que me tuvo absorto, supervisándome la construcción de su caballo. No me dejaba ni a sol ni a sombra y eso me encantaba. Alegraba mis momentos en el taller de carpintería.

- Madre, este es el caballero que un día se presentó muy temprano a la puerta del taller de carpintería. ¡Muy temprano dije yo para recibir mi primer trabajo ese día! Ja ja ja… Fanuel – señalándolo – se acercó a mi, me estiró el caballo destrozado y me dijo…

Fanuel me interrumpió y dijo: “por favor, Jeshúa, podrías ver qué le pasa a mi caballo que está enfermo y no anda” y se sonrió. Yo le complementé la historia y dije: “Te acercaste a mi, mientras yo me arrodillaba en el piso para alcanzar tu estatura y entre los dos revisamos el caballo y te dije”…el me interrumpió: “mal, Fanuel; está enfermo…se le partió una pata y la rodilla de la otra pata la tiene mal…creo que me lo debes dejar para llamar al médico a ver qué hace”… lo volví a interrumpir yo, tejiendo este hermoso recuerdo. Me dijiste tú: “¡No Jeshua! Yo quiero que seas tú y no el médico el que ayude a sanar mi caballo” ja ja ja…

Paré el cuento y lo abracé de nuevo: “!Qué feliz me siento de saber que estás bien y que aún guardas este caballo!”. Por último, Fanuel me dijo: “Jeshua, partiré el próximo mes para la ciudad de Alejandría. Mi madre falleció tres meses atrás mientras estabas por Betsaida. Por supuesto que no te culpo, pero me hiciste mucha falta. Ahora han venido unos tíos maternos que me llevarán a vivir allá. Hay una comunidad judía que es muy unida y es muy próspera”. Esta doble noticia me conmovió mucho y de nuevo, mi gesto instintual fue volverlo a abrazar fuerte. Me dio un beso en la mejilla izquierda y luego a mi madre y se marchó.

El recuerdo fue grato pero la noticia fue como un relámpago, aún así no sólo estará en mi corazón sino que oraré por él para que sea un hombre de bien.

Los amigos que estaban en el patio se quedaron impresionados de todo lo que había pasado pero siguieron sus vidas, así que al mediodía almorzamos un buen cordero en salsa y unas ensaladas, acompañadas de cuajadas, y salsas agridulces hechas a bases de higo y dátiles.

La tarde fue para recorrer el pueblo una vez más y conocer a la hermosa gente que yo conozco y ya al final de la tarde, otra vez reunión con mis amigos de la juventud.

Cuando llegó el sábado, nos levantamos temprano para asistir a la sinagoga. Era día especial dedicado a mi Padre. Los rabinos del pueblo, que aunque eran ancianos, estaban encargados de la sinagoga, me permitieron enseñar en la sinagoga. Sabían de mis dotes de orador y en cierto modo, aún ancianos y conservadores, gustaban que yo pusiera una buena ración de pimienta para mover a la gente a sentir temor de Yahvé y su Palabra. La multitud, desde siempre, al oírme, cuando se me permitió hacer exégesis de la Torah y profetas, quedaban maravilladas y se decían: ¿de dónde le viene esto? y ¿qué sabiduría es ésta que le ha sido dada?

En realidad, si tuviera que contestar de dónde viene eso, en primer lugar, tendría que decir de cierto, que tuve unos buenos maestros en la ley y los profetas. Los targúmenes y midrashims fueron herramientas fundamentales en mi educación, pero de hecho, como dije, me gustaba cuando los rabinos se salían de la ortodoxia para hacer sus explicaciones libres que eran reflexiones particulares, personales que me remitían más a la verdad humana y divina; esto me encantaba porque las fibras de mi ser empezaban a vibrar intentando afinarse con las de mi Padre, descubiertas en la boca de estos ancianos, curtidos por los años. Aunque se les notaba la forma como enseñaban de forma fría y rutinaria, también se les notaba cuando suspiraban, porque fuera el mismo Yahvé quien hiciera tronar su voz y toda la fuerza que ella contenía.

Pero también había en mi “ese algo” que no sé explicar ¿ciencia infusa la llaman algunos? ¡No estoy de acuerdo con tantos términos enrollados! Lo explicaría como algo tan afin a mi y a Yahvé; algo que se encuentra tan entrelazado e indivisible, un espíritu avivador; fuego ardiente; sabiduría que recorre mi ser más allá del pensamiento y la razón que provoca que diga la verdad y proclame lo que ese mismo espíritu está suscitando en mi. ¡Es inevitable! ¡Es una fuerza que empuja!

Pero es que no comprendían mucho de eso. También se preguntaban por las grandes cosas que se operaban en hombres y mujeres. ¡Milagros, milagros, milagros! Casi todos preguntaban en el pueblo: “¿y esos milagros hechos por sus manos? ¿No es este el carpintero, el hijo de María y el hermano de Santiago, José, Judas y Simón? Y sus hermanas, ¿no están aquí con nosotros?” ¡Qué desesperación Dios mío y qué ceguera! ¡Todo lo ponen en duda! ¿Por qué no son capaces de abrir su corazón y ver las maravillas que obra Yahvé en cada uno?. ¿Siempre se tienen que fijar en el instrumento y no en la gracia? ¿Por qué no puede alcanzar la visión y la fe más allá de lo que está tan evidente a los ojos? No damos el salto de la ilusión a la realidad distinta de lo que antes era y ahora no es. ¡Dios! La fe para el hombre no es confianza sino pura razón y no puede ser.

Todos se escandalizaban por mi causa. En el colmo de la tolerancia les digo: “un profeta, solo en su patria, entre sus parientes y en su casa, carece de prestigio”.

Terminada la celebración religiosa del día, me sentí un poco defraudado por tantas preguntas y rumores. No pude hacer allí ningún milagro más, a excepción de unos pocos enfermos, a quienes curé imponiéndoles las manos pero me quedé con un mal sabor amargo por la falta de fe de la gente.

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