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Jesús, tu amigo y Señor

Jesús, tu amigo y Señor
Déjate fascinar por el Dios-hombre que muertra la dulzura de su Padre

CAPÍTULO XXV. UNA GRAN NOTICIA (I parte). Del 26 de Junio al 02 de Julio de 2009

Vuelto a la Nazareth de mi infancia, fui recibido como si fuera alguien importante. Todos, desde la calle principal del pueblo, se lanzaron a saludarme. Me sentía alguien grande y no dudé en decir que sí, que era importante. No se necesita tener títulos o grandes puestos para sentirse importante entre los propios: me amaban y eso lo mostraban con sus besos y abrazos. Hasta el pequeño Samuel de seis años, que casi era atropellado por los adultos, salió a recibirme, pero su preocupación era su caballo de madera: estaba roto. Me lo mostró con toda la ternura, que logró congelar la escena de la bienvenida. Todos al principio se rieron, pero comprendieron la necesidad que tenía Samuel de Jeshua, el carpintero. Solo yo podía solucionar sus problemas para devolverle la alegría que tenía cuando se montaba en su corcel. Tomándolo con mis brazos, me lo cargué en el hombro mientras su madre tomaba el juguete y me seguía. Este grupo de gente sirvió como un río para llegar ante la presencia de mi madre, María. Bajé a Samuel de mis hombros y le otorgué un gran y fuerte abrazo a la mujer que me ha dispensado el amor y la ternura, que me ha hecho ser el hombre que soy.
Tomándome una vez más de un brazo, María me condujo dentro a la casa. Me sentí feliz de estar en el dulce hogar bendito que Yahvé me había dispensado. Algunos niños me dejaron las cosas que traía, así que en un instinto por evitar el silencio del encuentro, saqué unos dulces y panes que mandaban las primas; algunas frutas secas en pequeñas bandejas y con mucho cuidado, desembolsé un hermoso tapiz de múltiples colores y con trazos de aves volando y posando en un lago. Además de ello, le entregué otro paquete que también desenvolvió con sumo cuidado: había telas suaves y delicadas y algunas piezas tejidas para adornar los estantes de la casa. Se quedó extasiada de tantos regalos recibidos y su rostro pasó una vez más de la absoluta alegría, a una sonrisa entretejida en tristeza. Al momento no comprendí, pero sus palabras fueron: “las piezas que pertenecían a la abuela ahora vuelven a mi”. Callé y me retiré para poder darme un baño afuera, en el patio de la casa.
Quince minutos después, con túnica limpia y mi cabello y barba aún húmedos, mi madre me tenía una deliciosa merienda: de todo un poco. Se sentó a mi lado y me preguntó muchas cosas de los primos. Le hablé de la cantidad de niños que habían nacido en este tiempo. Eran unos cuantos los que habían hecho crecer a la familia. Todos estaban felices y tenían prosperidad económica y los productos que han logrado como economía, los venden a clientes seguros en Jerusalén y otros pueblos de alrededor.
María se quedó muy contenta con las noticias que había recibido, pero yo me quedé en silencio esperando que preguntara por Juan. En menos de dos minutos hizo la pregunta y empecé a contarle lo que habíamos hablado y vivido. Le conté que me sentí como si hubiera estado con mi gemelo. “Realmente, me dijo, no se llevan sino solo meses”. Lo se madre, e inmediatamente le plantee las inquietudes de Juan y su necesidad de responder a Yahvé. Me escuchó en silencio y no planteó ninguna otra pregunta. Tan sólo expresó al final: “Es la voluntad de Yahvé. Su vida está marcada por él y de seguro lo usará como instrumento”.
Mi madre se levantó de mi lado y desde el fogón, como intentando hacer algo en el fogón, me miró tiernamente y me preguntó sin previo aviso: “Jeshua, hijo de mi corazón, tú ¿qué piensas hacer con tu vida? Tienes casi 24 años y debes definir también las inquietudes de tu vocación.
Te tengo una noticia que no se si será buena o mala para ti, pero ha vuelto Séfora”. El corazón me empezó a palpitar fuerte. Sin querer, me puse en pie como esperando esta noticia, pero me contuve. María siguió: “vino con un grupo de familiares y además, ha venido la familia de un joven apuesto con el que se ha prometido en matrimonio”. Mi rostro pasaba de la sonrisa a la tristeza, a la desilusión, a los recuerdos… mi madre se acercó y me tomó de las manos. Sintió mis nervios y se llevó sus manos con las mías a su pecho. Me dijo: “Somos invitados de honor Jesh… Se escapó antier de su casa para venir especialmente a decirme que te convenciera de que debías estar allá. La unión será mañana y me dijo que por nada en el mundo dejaras de ir conmigo. Me dijo además que aunque te sintieras triste, ella tenía la convicción de que compartirías su pleno gozo de entregarse a ese joven en matrimonio. Ella sabe que la amabas, pero también aseguró que la relación entre ustedes era tan madura, que la apoyarías en todo momento.
Mis recuerdos se comprimieron en mi mente. Séfora, mi chica especial con la cual se me erizaba la piel cada vez que me visitaba en el taller y se hacía pasar como aquella que me admiraba en el trabajo mientras en realidad, escudriñaba mi musculatura y mi cuerpo; aquella que se adelantaba para intentar arreglar el taller y colocar flores de nardos que perfumaban el ambiente y me recordaban mucho a ella; aquella que algunas veces, con anuencia de mi madre, me ofrecía lavarme los brazos y el pecho, aunque dos veces me echó el agua encima para ver mis reacciones, pero yo la sujetaba y sacudía mi cabellera como hacen los perros para también mojarla toda a ella; aquella que se dejaba entrenar por mi madre, en las delicadezas de la atención…Todo esto se aglomeraba en mi, mientras su cara se dibujaba clara y nítida en mis ojos.
Me solté suavemente de mi madre y dando una pequeña vuelta, ciertamente mis latidos se tornaron de alegría. Séfora me había dispensado mucha alegría, pero me había hecho comprender el lado maduro del amor que se dona al otro. Eso fue traducido para mi, en una pequeña libertad de sentimientos en los que solo interpretaba una respuesta a lo que había pedido a Yahvé en las montañas. Allí debía encontrar la clave. Reencontrar otra experiencia con otra amiga y mujer, me tomaría un buen tiempo y ahora estaba sólo dispuesto a ahondar en lo que me había propuesto, mientras estuve con mi primo Juan.
Esa noche la pasé intranquilo, más bien incómodo. La razón no la encontraba; de seguro, no era tanto el matrimonio de Séfora sino algo más. Algo que se iba afianzando en mi con seguridad. Algo me estaba indicando que debía partir, iniciar otros rumbos. Algo reclamaba en mi una exigencia mayor. Estaba claro ya que esa etapa de opción por el matrimonio había acabado en este momento.
No negaré que estoy abierto al encuentro amoroso “carnal”, pero ¿hay un amor más allá de los recintos de un hogar, de una mujer y de unos hijos? Es una tarea a descubrir. ¡Ninguna estabilidad emocional como la compañía de una mujer!
Pero, Yahvé, Padre mío, el amor que me has dispensado a lo largo de este casi cuarto de siglo, rebasa todo amor limitado, al igual que el amor mezclado de la fuerte dosis de gratuidad que has dispensado en todo lo que es obra de tus manos. Entonces, ¿a qué atender? Me suena Padre tu entrega, absoluta, constante y fiel… ¿es en eso a lo que me llamas a ahondar? ¿Es allí mi campo de batalla?
Con estos pensamientos, mis ojos se cerraron para abrirlos a un nuevo día, anunciado por el canto de los pájaros y el movimiento de los animales.

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