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Jesús, tu amigo y Señor

Jesús, tu amigo y Señor
Déjate fascinar por el Dios-hombre que muertra la dulzura de su Padre

CAPÍTULO XXII. ENCUENTRO CON JUAN (parte I) . Del 02 al 09 de Junio de 2009

Sin miedo a decirlo, necesito de la soledad en este período de mi vida. Muchas cosas se han aglomerado a mis 23 años que necesito ponerlas en orden.
Como es costumbre, he trabajado duro durante estos años y creo haber ahorrado un poco de dinero para mantener a mi madre. No estamos viviendo en el lujo, pero sí en el desahogo económico, y más si nos ayudamos de los animales de cría que tenemos en el establo y las maravillosas manos de mi Madre María, en sus conservas de carnes y otros frutos secos. La tierra ha sido también generosa y a pesar del poco riego, ha producido los frutos necesarios para nuestro sustento.
Hay otra cosa que es simpática y que la he contado a lo largo de todos estos capítulos: la inmensa generosidad de las mujeres para compartir lo que van produciendo a lo largo del año. Esto sí se llama trueque. No se venden nada; se ayudan en todo; se regalan todo y los envases y cestas, corren de aquí para allá sin riesgo de que vuelvan a su sitio de origen. ¡Es formidable el intercambio de bienes entre todos y la gran solidaridad para con los que tienen menos. Esto me alivia tanto, que sé que a mi madre no le faltará nada, así que he pensado seriamente hablar con ella e irme a las montañas a los parientes cercanos de mis primos Zacarías e Isabel a quienes Yahvé tenga en su seno. Allí me darán no solo posada, sino que permitirán conseguir la soledad que tanto necesito para reflexionar sobre mi vida y lo que he de hacer de ahora en adelante. Además de ello, espero ver a mi primo Juan cuyo recuerdo ya se me borra de la mente.
A la hora de tercia, del segundo día de la semana, me encamino con una caravana que sigue la misma ruta. Son distintas familias que siempre se unen para marchar de viaje. Algunos van de compras, otros de viaje estrictamente y otros harán visitas a parientes lejanos para volverse en el menor tiempo posible. La ruta es de horas pero mientras se comparte, las cosas se hacen más llevaderas, así que solo tener paciencia es el mejor método para llegar a donde se quiere.
A lo lejos divisé el conjunto de casas cercana a la Isabel y Zacarías. Son cuatro casas que forman una especie de caserón, compartiendo un gran patio interior con mucha vegetación y plantas que desde años atrás, han sido la predilección de estos dos venerables ancianos y cuidadas con un apreciable amor por los parientes…sólo faltan doscientos metros para llegar y varias mujeres me reconocen…se oyen voces tenues producto de la distancia, pero se aprecia perfectamente el alboroto que debe formar mi presencia en esas tierras. Ladridos de perros, mujeres corriendo a mi encuentro…¡estoy como en casa! Inmediatamente las mujeres más ancianas, Ana, Séfora, Zahira y una cuyo rostro parece griego, llamada Elena, me llevan a una antesala de la casa para ofrecerme agua para los pies y lavar mi cuerpo. Se empeñan en hacerlo ellas como es costumbre en nuestra tierra pero comprenden con una mirada que yo lo quiero hacer y se retiran generosas, dejando algunos frascos de perfume sobre una mesa cerca de la puerta.
Contento me recogí la túnica pero la mirada se me perdió en el recuerdo. Se había quedado fija en esa mesa: era fuerte, de buena madera, con unos relieves tallados que sólo y sólo José sabía hacer…me sonreí y solté una risa porque esa mesa fue hecha aquí mismo pero en las afueras. Al traerla a la casa, recuerdo que eran cuatro hombres, entre ellos José, pero saben qué? Para variar, yo, queriendo ayudar a trasladarla me coloqué debajo de ella mientras estaba flotaba en el aire, sostenida por las manos de esos hombres. Me parecía un gigante soportando tanto peso, pero en realidad no la llegué a tocar nunca, salvo cuando llegó a su sitio, en el que el anciano Zacarías, en muestra de triunfo por el trabajo hecho, nos subió a Juan y a mi sobre la mesa…nos quedamos callados los dos y los adultos nos miraban como si fuéramos trofeos puestos sobre ella.
Al terminar de limpiarme el cuerpo, dejé las toallas y el aguamanil en su sitio. Inmediatamente desparecieron del sitio y me dirigí a la sala principal de la primera casa, donde se recibían las visitas. Limpia, grande, con pocos muebles, mantenía una buena temperatura y el frescor de las plantas que hacían de adorno.
Volvieron a entrar las ancianas y Zahira me tomó de la mano, me besó y me llevo por el corredor, hacia unas sillas. Allí estaban otras jóvenes y entre ellas, estaba también Juan. Zahira si mal no recuerdo, era una de las hermanas menores de Isabel. Tenía 32 años cuando yo nací pero permanecía tan bien conservada a pesar de que estaba casada y tenía siete hijos de Elí.
Mi primo, al igual que yo, nos encontramos con la mirada y salimos corriendo el uno hacia el otro de tal forma que por si no nos abrazamos de forma contraria, nos hubiéramos dado golpes en la cabeza.
Juan era robusto. 23 años nos hacía no sólo fuertes sino guapos. Tenía una barba corta y su musculatura sobresalía porque empezaba a vestir fuera de lo común. Alguien en el abrazo, le reclamó que no se vestía como hijo de un sacerdote, pero sin prestar atención, nos reímos y alegramos mucho por el reencuentro. ¿Cuándo fue la última vez? ¡Ambos lo sabemos! A los trece años; un año después de haber hecho nuestra iniciación en el templo. Justo aquí en esta casa, mis padres me trajeron para ver por última vez a Isabel y Zacarías… ¡Hace diez años! ¡Diez años que no nos veíamos! y sin embargo, para nuestros padres no cambiábamos. Nosotros sí sabíamos que algo interior había dado un giro. No lo supimos explicar en ese momento, pero de seguro, hablaríamos en los días siguientes de eso…
Allí quedamos compartiendo un buen rato, dándonos a conocer las noticias de Nazaret y de esta región. De cada uno de los familiares. Muchos preguntaron por mi madre María y por los hijos de José que quedaron en el pueblo. De los otros sabían que se habían dispersado. Fue una conversación interesante y larga, cosa que dio tiempo a esperar la comida – que ya pasaba de la hora -. ¡Es grato recordar lo que somos y nuestras vivencias!
Esa tarde era fresca. La brisa, a pesar de ser caliente, se filtraba a través de la vegetación y llegaba a nosotros suave, reconfortante. ¡Por supuesto que me hizo olvidar el olor de las mulas y camellos que venían en nuestro andar!. Allí gozamos de la hermandad y de los cuentos de familia que tanto nos hacían reir, en especial los de los primos. Una vez más, salió a relucir las “patadas” que daba Juan a Isabel cuando estaba aún dentro de ella; y las calenturas que pasaba Zacarías en los nueve meses que se quedó mudo…decía que por más que se esforzaba en hablar, no salía nada de sus labios…inmediatamente alguna de las mujeres dijo que era preferible verlo mudo que hablar de las cosas de su hijo…parecía que no se sabía otro tema; todo el mundo se le había olvidado…la hora de comer se hizo pronto.
Pasamos a la casa posterior, la que da más al sur, igualmente bella como las otras. A través del pasillo donde estábamos, nos fuimos del lado derecho hacia una de las entradas internas de la casa. Nos recibe una gran sala con divanes y mesas de madera con incrustaciones de hierro. A una altura de casi dos metros, equidistantes, se encuentran algunas lámparas de aceite, adaptadas a la pared. La comida estaba allí servida: carne de cordero, ensaladas amargas, pan ázimo, algunas salsas con base de aceite de oliva y ajo; otras carnes y frutos secos. Además de ello, teníamos jarras llenas de vino y agua. En total nos reunimos cerca de 12 personas. Juan me invitó a hacer la bendición de la mesa. Agradecimos a Yahvé por sus beneficios para con nosotros.
Después de la comida, las mujeres que no habían dejado de moverse de aquí para allá, terminaron de retirar las cosas y procedieron por último, a servirnos envases de agua para la limpieza y posteriormente nos retiramos. Juan me tomó del brazo y me llevó hacia el patio interior para hablar.

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