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Jesús, tu amigo y Señor

Jesús, tu amigo y Señor
Déjate fascinar por el Dios-hombre que muertra la dulzura de su Padre

CAPÍTULO XXIV. DESCANSO EN EL HOGAR BENDITO POR DIOS . Del 18 al 25 de Junio de 2009

Amaneció aquel día. Era jueves de un mes de Julio. Día claro y con aves “mañaneras” por todos lados. Colgaban de los árboles, de las macetas; volaban a través de los cuartos, buscando pequeños animales para comer. Era notorio que no hacía falta ninguna persona para despertar. La ley de la naturaleza imponía el ejercicio del tiempo y de la actividad.
Las mujeres, como siempre, ya estaban despiertas desde temprano, preparando el alimento e infusiones para beber. Cuando me levanté, observé que ellas habían preparado en los cuartos, los aguamaniles para el aseo de la mañana. Junto a ellos también, estaban perfumes agradables para unirlos al agua.
Después de asearme, salí hacia la zona más sur de las casas. Allí, una hondonada dirigía hacia un pequeño arroyo y por supuesto, dicho arroyo era acompañado por una vegetación que se espesaba en dirección al este, hasta hacerse fuerte en dirección a las colinas de las cuales hablaba Juan anoche. El paraje era bello. La brisa de la mañana traía el aroma de las flores y permitía que los insectos abundaran, para lograr el más bello trabajo de polinización con sus patas. Estuve paseando un rato por la hondonada, hasta que los niños de los sirvientes gritaban y jugaban al son de mantener el equilibrio con el peso de pequeñas ánforas que, llenas de agua, parece que podían más que ellos… Unos cuantos metros detrás venían varias mujeres y hombres con envases más grandes.
Por instinto, salí corriendo hacia ellos. Recuerdos bastante fuertes se produjeron en mi corazón; recuerdos de la infancia; tanto en nuestro “exilio” en Egipto como en mi Nazaret nativa… ¡ja, ja, ja! ¡Yo también corría con cántaros llenos de agua delante de mi madre!, super contento de colaborar en las cosas de adultos para el hogar. Parece que la historia se repitiera. ¡Qué bella la infancia! pero me llevé tremenda sorpresa cuando, intentando ayudar, los niños se sorprendieron y se quedaron inmóviles porque un “intruso” les estaba “robando” esa ilusión del momento. Yo también me quedé inmóvil. Me preguntaba qué mal había hecho, y miré para todos lados, pero caí en la cuenta de que ellos querían que me apartara del camino. ¡Lo hice! E inmediatamente siguió el grito alegre en dirección a la casa. Para cuando salí de la sorpresa, estaba siguiendo a los adultos que ya se habían adelantado también. ¡Es raro pero me sentí un viejo! Mientras los adultos se sonreían por lo que había sucedido.
Estando ya en casa, encontré a Juan y mis primas que iban en dirección a la cocina para desayunar: mermeladas, frutos secos, pan suave del horno, cuajadas y quesos, etc. ¡No estaba mal para comenzar el día!
¡Jeshua! ¡Ven, acércate que vamos a desayunar!.
Una vez más alabamos a Yahvé por sus beneficios para dar cuenta de ese desayuno preparado con cariño por los sirvientes. Hablamos de todo y de nada pero fue un momento especial. Todo sabía a hogar y los panes acompañaban las mermeladas que tenían una agradable base de miel, obtenida por estos parajes cercanos; los tarros de cuajadas y leches; los quesos, a pesar de un toque de acidez, acompañaban muy bien el sabor agri-dulce de la velada y sobre todo, eran la delicia de unos cuantos niños que estaban en una mesa contigua. Yo observaba todo, porque simplemente en Nazareth éramos dos, pero esta tropa de gente hacía que hubiera más ruido, más diálogo, más atención para prestar.
Salí en dirección a los cerros cercanos a la casa. Avisé a Juan que quería un día de encuentro conmigo mismo. Quería también encontrarme con Abbá. Lo necesitaba y urgía ese encuentro. El motivo de mi venida era precisamente ese y no quería perderlo. Al igual que Juan, el tiempo se pasaba y parece que no encontraba cabida sino solamente en el taller de carpintería o en mi hogar. Algo reclamaba mayor libertad.
El sol como siempre, hacía su trabajo. La brisa también estaba presente y se notaba su presencia, porque movía la hierba del paraje y al mirar al cielo, las aves planeaban por toda el área, como entrenando sus alas y haciendo juegos en el aire. Al terminar de subir, busqué un sitio cómodo desde donde poder dominar con mi vista todo lo que me rodeaba. Era un paraje hermoso y al igual que los paisajes de Israel, los tonos verdes eran manchas entre los tonos marrones intensos y suaves de las montañas que daban razón de la sequedad, salvo esas hondonadas a lo lejos, en las que se aprecia que corren riachuelos y bañan de frescor la tierra que está sedienta y preocupada de producir la vida necesaria en la vegetación.
Esta es la casa bendita de Dios, hermosa tienda, tienda de la creación que Yahvé creó para el hombre. Es la tierra, extensión de tierras fértiles o no, para ser habitadas por animales, vegetaciones y plantas. Respiro el fresco aire que produce la naturaleza y empieza mi encuentro con Abbá mi Padre.
“Te doy gracias Señor del cielo y de la tierra, una vez más, por todas las cosas que regalas al hombre. Por cada ave que adorna los vientos y por cada pez que está en los mares, ríos y océanos. Por cada animal rastrero o no, que está poblando las selvas, las llanuras y la tierra toda. Gracias Yahvé por tu obra inmensa creadora, especialmente por nosotros los hombres. Grande y generoso eres en tu creación. No hay animal que sea igual a otro. Todas las especies a tus ojos son hermosas.” Esas fueron mis primeras alabanzas a Yahvé. Entré en conversación con él desde las cosas creadas para entrar en mi interior y poder palpar su corazón.
“Padre…te amo. Esta vida mía es tuya. Tómala. Clamo a ti por mi en este momento de mi juventud. Me ofrezco a ti, como desde mi niñez lo he hecho. Habla Padre, que tu siervo escucha. Quiero escucharte hablar a mi corazón, para que me muestres el camino que he de seguir. Mírame Padre. Sabes que comparto la soledad con mi madre y que mi vida se debate en el servicio a ella, pero también me reclamas a servirte a ti. Lo siento fuertemente en el corazón.
Padre, es duro y da miedo abandonarse a ti, a tu obra, a tu Palabra, a tu Reino. Tiemblo ante la partida de la casa materna no solo por ella, sino por la seguridad; miedo al dejar a los míos, mis amigos, las relaciones humanas alcanzadas; de esa estabilidad afectiva, mis fiestas, el compartir pero a la vez me pregunto ¿Qué quieres de mi? ¿Qué me deparas? ¿Cómo superar este miedo al abandono a ti?”
Estos pensamientos me embargaban mientras el tiempo transcurría de forma rápida. Ante mi se pasaban escenas de personas ancianas, familias, gente necesitada, algunas de ellas clamando ayuda, abriendo los brazos, cargando sus penas, gritando una y otra vez para ser ayudados y felices.
Intento espabilarme y tomar conciencia de que estoy solo, pero las escenas parecen vivas. Miseria, dolor, necesidad veo en mis ojos mientras que en mi corazón gritas: Dignidad, amor, solidaridad, sanación, compasión. ¡Demasiadas emociones encontradas! ¿Qué en concreto quieres de mi? Habla, que tu siervo escucha. Mi corazón te grita: aquí estoy Padre, para hacer tu voluntad; te entrego mi vida y te la doy con todo el amor de que soy capaz. Deseo darme Padre, me pongo en tus brazos sin medida…tu poder y tu amor me guiarán. Mira lo joven que soy, lo sabes. Tu mano es fuerte y siento su fortaleza. No me abandones, no me sueltes; anima todo mi ser con tu espíritu para impulsarme allí donde creas que yo haga falta y manifieste tu presencia y tu deseo de restaurar corazones heridos por la misma maldad humana y la falta de amor.
Algo en el estómago – el hambre – hizo que volviera en mi a las cinco y media de la tarde, mientras observaba una vez más cómo las aves danzaban con los rayos del sol que aún permanecían fuertes alumbrando con señorío toda la región. Me levanté y me sacudí la túnica mientras empezaba mi lento caminar hacia la casa de mis primos. Una caminata de media hora me pondría en dirección a las bellas casas que me han acogido a lo largo de estos días.

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