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Jesús, tu amigo y Señor

Jesús, tu amigo y Señor
Déjate fascinar por el Dios-hombre que muertra la dulzura de su Padre

CAPÍTULO XLI. JUAN ES ASESINADO. Del 25 de Octubre al 31 de Octubre de 2009

Hoy tengo que darte una mala noticia. Hace dos días me he enterado de la muerte de mi primo Juan. Treinta y un años de edad. Es una edad productiva en la que todos empezamos a formar el hogar o a definir nuestras vidas en los quehaceres del hogar y los tradicionales de la familia. Juan lo ha querido así: apartarse de su familia; vivir errante entre el desierto y el “desierto” de las ciudades; rompió con el servicio del templo, como antiguo hacía su padre y esperaba que él lo hiciera y más bien se internó en las cosas de Yahvé para servirle como uno de sus profetas: voz fuerte, mano dura; mensaje esperanzador y valiente; palabra de hierro, sabiduría divina sobre él. No es un mal record pero alguien le llevó la vida; se la arrebató.

En estos dos años, después de salir del desierto, Juan ha deambulado por las calles de toda Galilea y especialmente le dedicaba duras palabras al rey Herodes frente a su palacio, pero sobre todo lo seguía en sus caravanas mientras supervisaba sus obras a lo largo de toda la costa del lago de Galilea.

En honor a la verdad tengo que decir, y es conocido por todos, que Herodes temía mucho a Juan. Sabía que era un hombre justo y santo. Le protegía en todos los sentidos. Al oírle, quedaba muy perplejo y le escuchaba con gusto. Algunas veces, como masoquista, mandaba parar su litera – llevada por cuatro sirvientes – y a pesar de que tenía a pocos metros a Juan, algunas veces insultándolo, otras veces hablándole palabras severas de parte de Yahvé, dejaba que dijera todo cuanto se le antojaba. Algunos testigos decían que se oía un suave sollozo dentro de la litera y era el rey Herodes maldiciendo su potencial de pecador pero siempre pedía que alguien le dijera cómo salir de ello. Juan se lo decía, pero siempre se justificaba diciendo que no era fácil y que muchos de sus intentos volvían a caer en cero cuando hacía lo posible por alejarse de la corrupción de la carne y su ambición.

Varias noches, me cuentan sus discípulos, que Herodes mandaba traer a Juan a palacio y lo hacía entrar por los pasillos posteriores que daban a la torre de vigilia y allí, acordonado de soldados, conversaba con mi primo. Los anillos de seguridad de Herodes no eran porque temía a Juan, sino porque se cuidaba mucho de tapar su vergüenza en reconocer legítima la palabra de un hombre que era considerado un loco por todas partes. Herodes tenía claro que era un loco, pero con la fuerza de la Palabra de Yahvé.

Otras veces lo hizo, escapándose en la oscuridad y vestido como paisano, para llegar entre los juncos y matorrales donde se escondía Juan y en la misma oscuridad, concertaban diálogos en los que la dureza de las palabras, eran alivio a un infierno que estaba en proceso.

En esos momentos Herodes le decía:

-"Dime Juan, pero dime ya y de una buena vez por todas, Por qué Yahvé me ha puesto en esta encrucijada de ser un hombre público y tener que aparentar algo que no soy? No pudo Dios hacer las cosas más fáciles y hacerme un hombre normal, de pueblo, para vivir una vida tranquila, en la oscuridad de la historia?"

Juan el Bautista le contestó:

- “Herodes, recuerda que Saúl y Salomón eran hombres normales y vivían una vida tranquila. Estaban escondidos detrás de un oficio sencillo pero fueron llamados por Yahvé a servirle como rey; fue Yahvé quien los escogió”.

Herodes le contesta:

- "Pero entonces dime pues, Por qué estas debilidades en mi? Por qué mi vida se mece entre tantas bajezas y se me hace imposible evitarlas? Muchas veces he intentado mandar fuera a toda la corte; intentar que la sencillez reine en mi casa, pero son muchas las intrigas y mucho el control dado por mi padre a las instancias que conforman mis asesorías y me ahogan con placeres, lujos; me compran, sabes? Estoy consciente de ésto pero por más que lo evito, nada parece suceder. Todos se confabulan y aparecen otras tretas para mantener los vicios, como un monstruo incontrolable"

Juan el Bautista le ha dicho:

- Aunque no puedas controlar esos tentáculos, lucha contra corriente. No dejes que el poder te drogue. No dejes que el placer y la necesidad de genitalidad te dominen. Lucha contra eso. Dedícate a tu esposa, la hija del rey Aretas. Sabes que ella es tu legítima esposa. Has fundado con ella un hogar; aunque sea por alianza con otro poder, trata de dar lo mejor de ti a ella y a los hijos que tienes. No manches la unión que tienes. Lo puedes hacer”

Así pasaron muchos días en que las visitas se hicieron casi nulas. Juan el Bautista seguía proclamando la palabra de Yahvé y la conversión de los pecados ante la inminencia del “hacha de mi Padre sobre todos”. Pero las cosas se pusieron muy difíciles. Juan fue arrestado. Todos nos quedamos desconcertados porque algo falló en las decisiones del rey Herodes. Quizá se cansó de Juan, quizá hubo una orden de otras instancias para que lo metieran en la cárcel, pero todo se supo:

Herodes dio la orden para aprehender a Juan y le mandó encadenar en la cárcel. ¿La razón? ¡Parece absurdo! ¡Después de tanto que se lo advirtió Juan al rey!, pero está claro que Herodes es débil. Fue por causa de Herodías, la mujer de su hermano Filipo.

Si no estás enterado de qué sucede en todo esto, te lo contaré.

Herodes, ¡ya lo sabes! Estaba casado con la hija del rey Aretas IV y durante unos cuantos años su matrimonio ha sido estable. En esas tantas fiestas ocurrió que Filipo su hermano, llevó a su mujer Herodías. Mujer bella y aunque tenía cerca de 40 años, poseía un cuerpo escultural, era muy educada y se vestía y maquillaba de forma sensual. Provocaba a todos los cortesanos; además, era ambiciosa y dominaba con sus dotes femeniles a todos cuantos se le antojaba y con ello, logró agrandar sus riquezas en piezas de oro y plata, piedras preciosas y otros regalos. Filipo al parecer, también débil de carácter, no le importaba mucho las cosas que ella hacía porque también a él lo complacía. Esta mujer poco a poco pero con firmeza, se le fue metiendo por los ojos a Herodes. ¡Herodes y Herodías!, en cuanto a nombres, formaban una buena pareja. Se aparecía de continuo en la corte de Galilea.

Las cosas se precipitaron y Herodes rechazó a su esposa y la mandó a casa de su padre quien montó en furia e intentó entrar en guerra, pero los romanos mediaron y se logró una paz forzada que favoreció a Herodes. Herodes tomó por esposa a Herodías. A partir de allí, Juan reclamaba a Herodes: "No te está permitido tener a la mujer de tu hermano."

Herodías le aborrecía sobremanera y quería matarlo a como diera lugar, pero no podía, porque Herodes daba órdenes de mantenerlo vivo y en buen estado.

Pero llegó el día oportuno, cuando Herodes, en su cumpleaños, dio un banquete a sus magnates, a los tribunos y los principales de Galilea.

El palacio fue acordonado como siempre porque la situación económica hacía que cada día se apostaran mendigos y otros pobres en las puertas del palacio para clamar por dinero o justicia. Se barrieron los alrededores, todo impecable. Hacia las seis de la tarde empezaron a llegar los personajes más importantes de Jerusalén y otras parejas romanas de los alrededores, que vivían cerca del mar de Galilea. Todo estaba perfecto. La sala de festines y mesas dispuestas con bandejas que inmediatamente eran devoradas apenas entraba la gente mientras iban ocupando sus puestos por orden de importancia, cerca del trono del rey. Había suficiente espacio para los bailes y las representaciones que se darían en honor a Herodes.

Entrada ya la noche, dos horas después, hizo presencia el rey. Los presentes cuentan que aunque su aspecto era genial, se notaba que había estado tomando mientras varias mujeres lo acompañaron para que saliera en camino a su asiento real. Todo el mundo hizo silencio. Empezaron a aplaudir al rey y muchos le mostraban complacencia para halagarlo y demostrarle alegría por su cumpleaños.

Después de unas representaciones usuales de los agasajos, Herodías mandó hacer silencio. Felicitó a su esposo y le deseó años sin fin en su vida y su reinado. Después le dijo que su hija Salomé quería dispensarle un regalo que le traería mucha dicha a su corazón. Esperaba que lo disfrutara. Comenzó la música.

Entró la hija de la misma Herodías, danzando. Contorsionó mucho su cuerpo a lo largo de trece minutos que duró la danza. Sus ropas, a decir verdad, eran escasas: sus piernas alargadas y con una tonalidad muscular propia de una joven de dieciocho años; su cintura a medio vestir y su abdomen solo lograban ser tapados a la altura de los senos y el resto estaba cubierto por tela de tul dorada. Su cabello recogido precisamente a propósito para ser suelto en un roce a la cara del rey quien aspiró a profundidad el olor de su cuerpo y los perfumes que lo escondían. ¡Quedó embelezado!

Este gesto de Herodías y su hija Salomé gustó mucho a Herodes y a los comensales. A todos se les notaba la lujuria y los pensamientos carnales que esto desencadena.

El rey, entonces, dijo a la muchacha: “acércate Salomé. Bailas hermoso y eres hermosa de cabeza a los pies. Tienes mucho parecido a tu madre y tus movimientos son propios de ella, sobre todo en las caderas y las piernas. Te mereces muchos besos y aplausos.” Mandó que le trajeran flores y la adornaran con coronas trenzadas de hermosas flores. A continuación le dijo:

“Pídeme lo que quieras y te lo daré.”

Y le juró: “te daré lo que me pidas, hasta la mitad de mi reino.

Salió la muchacha a donde estaba su madre, que para el momento se había alejado del trono. Estaba escondida dominando la situación y viendo las reacciones de todos aquellos que estaban presentes. A unos cuantos de ellos le había dispensado caricias y favores carnales.

"Madre, has oido lo que ha dicho el rey? Estoy emocionada. Le ha gustado mucho mi danza y el Rey quiere darme un regalo para recompensar mi belleza y mi esfuerzo. Qué dices madre? Qué le puedo pedir?"

Herodías se quedó callada unos cuantos minutos. Parece que todas sus cadenas se habían despedazado. Sintió la mayor relajación en su cuerpo y sintió además que la venganza había llegado a sus manos. En fracciones de minutos todo estaba claro en su mente y sin pensarlo le agarró las manos a su hija. Herodes, bastante bebido, veía a las dos mujeres a lo lejos pero no lograba distinguir con claridad los labios ni los gestos que hacía Herodías, sin embargo reía de la alegría y estaba emocionado por su cumpleaños.

La madre le dijo a Salomé con una gran sonrisa: “Pídele ahora mismo la cabeza de Juan el Bautista”. La muchacha entró en pánico y se llevó las manos a la boca en señal de impresión y miedo. La madre le dijo: “¡Anda, Salomé! ¿Qué esperas tonta? ¿Te quedaste muda? He estado esperando este momento y ahora lo tengo todo en mis manos; hasta el rey va a sufrir en su día”.

Le dio un suave empujón a su hija quien entró casi tropezando en las alfombras en la presencia del rey y al punto, apresuradamente adonde estaba él, le pidió:

-"Quiero que ahora mismo me des en una bandeja, la cabeza de Juan el Bautista".

La joven volteó hacia donde la madre al mismo tiempo que Herodes se ponía en pie buscando la mirada de Herodías. Detrás, la joven, le hacía gestos a la madre, preguntando qué pasaba. Ella a lo lejos le decía con las manos que se quedara quieta.

El rey se llenó de tristeza y empezó a ponerse rojo. Parece que aguantaba la respiración y sus lágrimas corrían por sus mejillas como un niño pequeño. Por un instante se llevó la mano al pecho como si algo le oprimiera en el corazón y solo se oyó en medio del silencio su voz: “Eres una malvada Herodías, Juan me lo había dicho y no le hice caso. Me has clavado una espada en el pecho y me has herido profundamente en el alma.” Nadie comprendió estas palabras pero tenían un sentido completo y desafiante para Herodías y un comienzo de muerte para el rey. Inmediatamente se dejó caer en su trono y se llevó las manos a los ojos para limpiarse las lágrimas hasta llevarla a la cara y tapar su llanto.

No quiso desairar a la joven a causa del juramento hecho delante de los comensales.

Después de un largo silencio y cuando logró recuperar la calma, al instante mandó el rey a uno de sus guardias, con orden de traerle en una bandeja, la cabeza de Juan.

“¿No me has oído estúpido?¡ Ejecuta la orden de la joven y acaba ya con esta amargura de mi corazón!” dijo el rey en tono desafiante al guardia. Mientras esto se hacía, los músicos se retiraron presurosos, pensando que la rabia contenida del rey podría recaer sobre ellos; de igual forma los sirvientes se quedaron inmóviles esperando cualquier orden, viniera de donde viniera.

Herodías era la única persona en la sala que tenía una risa irónica, de satisfacción. Este momento era para ella más completo que diez orgasmos juntos, o estar con doce hombres a la vez. Sentía que tenía el dominio del imperio romano y se veía como emperatriz de toda la tierra. Herodes la veía desde lejos y repetía en voz muy baja: ¡Traición, traición!

El guardia había cruzado minutos antes la sala para dirigirse a las torres donde estaban los presos, políticos o no. Dos pisos más abajo, con los sonidos que se repetían en eco; ratas, alacranes y animales rastreros por todos lados; podredumbre y un alto olor a humedad reinaban en esos inframundos. Se oyó la puerta de hierro y las cadenas.

“Juan el Bautista”, gritó el guardia con voz grave y fuerte. Juan contestó al contrario, con voz suave: "vienes a ejecutar la orden de alguien de quien no deberías recibir órdenes. Sabes que sobre ti recae la misma culpa." Al instante, Juan recibió una bofetada con el puño cerrado de parte del guardia, arrancándole dos muelas y haciéndole escupir sangre.

Inmediatamente dos guardias lo agarraron por los brazos, para lo cual Juan no se resistió. Lo redujeron inmediatamente y lo reclinaron sobre un tronco de madera, especial para decapitar a los presos que el rey quisiera. El guardia elevó el hacha y de un golpe certero, la cabeza salió rodando en sentido contrario para caer en un charco de barro, lleno de orine y ratas muertas. La expresión última de Juan fue de tranquilidad y de paz.

El soldado recogió la cabeza, agarrándola por los cabellos, la colocó en la bandeja subió en dirección a la sala de festejos.

Sin esperar la orden del rey, se la dio a la muchacha y mientras Herodes gritaba fuertemente, la muchacha no hizo caso y se dirigió a donde su madre estaba y le entregó la bandeja a su madre. Los gritos de Herodías eran los que ahora se oían; alzó la cabeza de Juan por los cabellos y dijo: “Acabó tu vida y la palabra odiosa de tu Dios que molestaba noche tras noche mi tranquilidad. Espero que te pudras en el infierno si es que tu Dios no te da otra cosa”. Herodes se levantó inmediatamente y se fue de la sala para pasar a solas y en amargura la noche de su cumpleaños. A partir de allí su vida cambió totalmente y Herodías fue llamada a su presencia solo en las ocasiones en que el rey quería.

Sus discípulos, al enterarse, fueron al día siguiente para recoger el cadáver, inclusive la cabeza que Herodías, borracha de rabia, les había tirado desde el balcón. Se lo llevaron lejos de ahí y le dieron sepultura.

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