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Jesús, tu amigo y Señor

Jesús, tu amigo y Señor
Déjate fascinar por el Dios-hombre que muertra la dulzura de su Padre

CAPÍTULO LXX. ESTA ES MI HISTORIA ¿Y LA NUESTRA?. Del 16 de Mayo al 22 de Mayo de 2010

Quienes me conocieron en vida y después de Resucitado, especialmente Juan, en sus reflexiones profundas acerca de lo vivido, han escrito lo siguiente:

“Muchas otras señales milagrosas hizo Jesús en presencia de sus discípulos que no están escritas en libros. Estas señales milagrosas han sido escritas para que crean que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios”.

Pero muchas veces tendemos a que las cosas escritas queden como “anécdotas” o simplemente letras en tinta sobre un trozo de cuero o papiro.

Es deprimente cuando nuestra “memoria” solo trabaja recordando cosas del pasado y no las retoma como vivencias para lanzarlas hacia el futuro recreándolas y tornando esa historia en novedad, en riqueza de vida. Por eso es que yo les digo y les digo con bastante insistencia: “Crean, y tendrán vida en mi Nombre”.

Por lo tanto quiero que al terminar de leer este libro escojas las mejores hojas que tengas: están tejidas con hilo de corazón – el tuyo – para que queden grabadas, no como simples letras sino como el descubrimiento y el caminar que haces conmigo puesto que harás un evangelio nuevo. No te estoy diciendo al estilo de los que conoces sino al estilo tuyo: en el que vayas sacando agua que salten de mi corazón al tuyo, de tu vida a la mía. Es preciso que inicies con un buen estilo tu conocimiento de mi. No dejes que nadie te robe la oportunidad, ¡lo puedes hacer! ¿Te animarás en esta empresa?

Para iniciarla quiero que pienses en ésto: en primer lugar, es cierto que estás a distancia de estos hechos históricos y que es inevitable este salto temporal cualitativo hacia ti que vives el hoy. Son veintiún siglos de historia acumulada. Mirar atrás te enriquecerá porque verás la gran riqueza, la óptica de mis discípulos allá en Galilea, en mi tierra y eso te enseñará mucho.

No tengo fotos y menos videos porque no existieron pero aún así para ¿qué los necesitarías? Solo sacian la curiosidad. Prefiero que veas en cada uno de mis discípulos, inclusive en Judas, como te lo he intentado demostrar, los mejores “almacenadotes” de vivencias que llegan y llegarán hasta ti, frescas y reconfortantes.

En segundo lugar, ¿Qué harás con esas vivencias? ¡Profundiza en ellas! Si quieres dudas si son mis palabras o duda del trasfondo histórico – real de los hechos, pero te pido que al cerrar los ojos y empezar a escribir en tu corazón, sientas que hay un Jesús de Nazareth acompañando tu vida, tu historia. No mires a los lados de momento; solo quiero que te fijes en mi persona y ¡conóceme! Haz el intento por lo menos. Verás que más allá de lo que encuentres escrito, hay una nueva historia que contar: alentaré tu corazón y sentirás que el camino es ligero y nuestro andar más alegre porque vas profundizando en mi vida y yo en la tuya.

En tercer lugar, no sientas que todo está dicho. Si lo piensas así, me dejarás reducido en lo que tantas veces han dicho de mi y del Padre: que somos inmutables. ¡No! El Padre no se inmutó al verme en la cruz y menos cuando me devolvió a la vida. Se alegró y se preocupa de cada hombre puesto que cada uno, tú, eres su hijo.

Trata de que cada día yo sea una novedad para ti como tú lo eres para mi cuando te veo despertar en las mañanas, cuando veo que el día se hace pesado y cuesta arriba o cuando vas alcanzando victorias en medio de los fracasos, en fin, cuando vas creciendo a mi altura. Te pido que no te des por vencido porque no todo está escrito. El día en que te cierres a conocerte a ti mismo y de igual forma te cierres a conocerme y trancarme el paso para actuar en el Espíritu, sentirás que estás acabado o que tu vida se ha vuelto autosuficiente y entonces comprenderás que, prescindiendo de los demás y de mi, no llegarás muy lejos.

¡Anda! ¡anímate! ¡Atrévete a escribir la primera página de tu libro! Verás qué bella historia escribiremos entre tú y yo y si sientes que se te acaba la tinta, entonces te ofrezco mi sangre para llenes con vida lo que quizá sientas que no tiene vida en ti. Te sentirás pleno, amado, y amarás de la misma forma que ama mi corazón.

¡Abrazos!

CAPÍTULO LXIX. ASCENDER; NO DESAPARECER. Del 09 de Mayo al 15 de Mayo de 2010

Después de mi resurrección, he estado bastantes veces con mis discípulos alentándole en la fe y terminando de hacerles comprender lo que hasta ahora no han entendido.

El compartir y reafirmar la confianza, es una tarea de todos los días pero quizá, el método es el que falla, así que mirar atrás, intentar ver los signos, las huellas impresas en el corazón de parte de mi Padre y las que yo he puesto, es el mejor recurso para que nada desaparezca y menos, pierda su valor.

Todas las vivencias son importantes, buenas o malas, ya lo hemos dicho: las primeras aumentan la capacidad de ahondar en la amistad, conocimiento y amor; las malas sirven para valorar a las personas, sus defectos y sobre todo, para salvar cosas que son importantes dentro de la unión y más, para saber que hay elementos que no son tan imprescindibles en la vida.

En esta relación he ido confirmando a cada uno de mis discípulos y ya que los veo maduros para seguir el caminar, hoy quiero explicarte y contarte la necesidad de mi ida al Padre. No soy de este mundo y lo sabes. Pertenezco junto al Padre y en ellos hemos de actuar de otra forma.

Todas las experiencias anteriores sirven para que cada uno muestre esa pasión de dar la vida por el Reino. Es una convicción que ha ido forjándose a punta de sinsabores, dudas, etc. pero también de preguntas y evidencias del actuar de mi Padre en sus vidas y es por eso que ya es la hora que el actuar de nuestro Espíritu, del Espíritu Santo, se haga una verdadera realidad. Aletea en sus corazones y los impulsará a seguir siendo testigos de algo que el mundo no entiende pero que es necesario que asimile, así sea hasta el final de los tiempos.

Te repito; después que he pasado un tiempo más con ellos después de mi resurrección, he decidido volver al Padre. Llegado el momento y después de haberle dado las últimas instrucciones, me levanté ante sus ojos y una nube me ocultó de su vista. Esta es la Gloria que me reserva el Padre de estar a su lado y quizá no comprendas esto, pero el estar presente en todos lados, no es algo que se pueda entender muy rápido, es cierto, pero la certeza del estar aquí junto al Padre y junto a ellos, es la forma más clara de decir que Dios actúa en la historia y en el tiempo; que no se aparta de su creación y menos de su criatura, el hombre. Llegar al conocimiento de la verdad es la lucha contra el mundo y todos unidos han de lograrlo.

En esa ocasión, ellos seguían mirando fijamente al cielo mientras yo me alejaba. Es una actitud normal de todas las personas, es decir, de vernos extasiados, “lelos” ante algún fenómeno que no es usual o escapa de toda explicación lógica, pero allí se quedaron: solos en este quehacer de la construcción del Reino.

En esta escena, de repente ellos se percataron de que a su lado estaban dos hombres vestidos de blanco. Ellos los describieron como jóvenes, resplandecientes. Sus cabelleras y sus vestiduras blancas y algo especial en ellos, como un áurea que los rodeaba. También lo que explicaron como el anticipo del Reino y la unión cielo – tierra en esta tarea que he dejado, desde el don del discipulado y de la propagación de la Palabra y del Reino.

“¿Son ustedes discípulos? ¿También fueron convocados aquí para presenciar su ida? No contestaron a sus preguntas pero sí les dijeron estas palabras: "Amigos galileos, ¿qué hacen ahí mirando al cielo? ¿En dónde se supone que los necesita Jeshua, el maestro? Parecen varones sin alegría, arrebatados por la tristeza y la soledad, pero lo que ahora les parece un sueño, será gozo y alegría.

El cielo es testigo de lo que acontece aquí y ustedes están palpando con su vida entera; la paz, es la presencia, el don que su Maestro, el Hijo de Dios les ha dado pero para que no se quede en ustedes sino la den al mundo. Es el don del Espíritu Santo que los envuelve. Dejen atrás todo cuanto representa muerte, destrucción, soledad, tristeza y oscuridad. La cautividad dada por el pecado está superada en el Salvador, Jeshua, el Señor. Ahora queda mucho camino por delante: todos los que se puedan alcanzar. ¿Qué creen? ¿Qué Jeshua ha muerto? ¡Pues no! Estuvo, está y estará con ustedes en esta gran tarea. Es presencia viva y actuante, eficaz y apremiante en cada hombre.

No hay momento para dormir; no hay momento para la cobardía porque él está en medio de ustedes y le verán por delante de ustedes. Sus gestos quedan pero detrás de ellos queda la vida dada por él mismo.

Serán pilares del mundo, de la nueva creación por venir. Esfuércense en romper la concepción de una Salvación reducida a un simple pueblo porque la Salvación es universal. Es el Señor quien viene a cada hombre y es él quien congrega. Para eso les ha dicho que ustedes son ramas de una misma vid y deben producir frutos, allí donde el Espíritu los envíe.

¡Anímense! ¡Láncense al mundo porque nadie puede detener esta entrega ni nadie pueda deshacer los planes del Señor Dios. Todo quedará recapitulado en Cristo Jesús, de la misma forma como el Padre ha proyectado todas las cosas en él.

CAPÍTULO LXVIII. INSTRUCCIONES DE VIDA. Del 02 de Mayo al 08 de Mayo de 2010

¿Crees en los regalos para los amigos? ¿Representan algo para ti? Si tuvieras que exhortar o pedir cosas a tus amigos de cara al futuro, ¿Qué le dirías?

En este capítulo quiero hablarte de las instrucciones de vida que dejo a mis discípulos. Desearía que te animaras tu también, ¡claro! Si te sirven y si realmente quieres profundizar en mi vida y en la de mi Padre. Seguro estoy que aunque no te dejes guiar por estas letras, lo harás por otros motivos y en especial, porque se que abrirás el corazón a la sabiduría del Espíritu Santo que te dejo.

En otra oportunidad, cuando estaba con mis discípulos y antes de subir al Padre, deseaba y lo hice, hablar con ellos. Les dije en primer lugar que: "Todo ésto se lo había dicho estando con ellos a lo largo de estos tres años intensos; tenía que cumplirse todo lo que está escrito en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos referente a mí." Ellos empezaron a entender cada vez más. Reconocieron que al principio no me habían prestado atención y que quizá, al hablar de las Escrituras, se trataba solo de una rememoración de pasajes en los que yo me acomodaba perfectamente. Ciertamente algunos me pidieron perdón porque dudaron y porque me habían dado por muerto y pensaron dejar todo hasta donde había llegado, pero ahora se dan cuenta de que la cosa es más intensa.

“Maestro”, me decía Bartolomé, “Es que el deseo del Mesías guerrero y liberador estaba tan metido en nuestros huesos que todo se ofuscaba. Nada era claro ante nuestros ojos porque el empeño por la libertad era una de nuestras metas”. Judas Tadeo siguió: “Inclusive maestro, creíamos que esas multiplicaciones de los panes eran para prepararnos para una posible situación de carestía y es por eso que atendimos a la urgente acumulación de alimentos para nuestro pueblo”. Algún otros discípulo llamado Moisés, que no era del grupo, expresó que muchos creían que en momentos de la liberación, los milagros hechos servirían para animar a la gente a no perder la vida, porque estaba más que garantizada la sanación.

¡Ilusiones! Les dije. Todo esto raya en un mundo ilusorio que no tiene ni pie ni cabeza. No fue eso lo que les enseñé y muchos de ustedes quedaron entusiasmados cuando experimentaron el anuncio de la Palabra, la recuperación de la dignidad de los hombres y tantas mujeres y la rudeza de las mentes por querer aceptar el Reinado de Dios y poder subvertir este mundo injusto. Una vez más les insistí en la insensatez y lo tardío de mentes que eran.

Entonces les abrí la mente para que entendieran las Escrituras. Les dije: "Todo ésto estaba escrito: los padecimientos del Mesías y su Resurrección de entre los muertos al tercer día. Luego debe proclamarse en su nombre el arrepentimiento y el perdón de los pecados, comenzando por Jerusalén, y yendo después a todas las naciones, invitándolas a que se conviertan.

Ustedes son testigos de todo ésto. ¿En qué hemos fallado pues? Ahora yo voy a enviar sobre ustedes lo que mi Padre prometió. Permanezcan, pues, en la ciudad hasta que sean revestidos de la Fuerza que viene de arriba."

Los discípulos partieron para Galilea, al monte que yo les había indicado. Allí los convoqué para infundirles mi Espíritu Santo, porque no solo era una fuerza vital, sino la Sabiduría y la brisa en las horas de fuego por venir.

Les insistí mucho en la necesidad de no confiar totalmente en la razón y la inteligencia, ni menos solamente en las cualidades humanas, sino en la capacidad de apertura de cada uno para dejarse guiar por la verdad del Padre. He pedido a él que los mantenga y los santifique en la verdad.

De igual forma les insistí en tres instrucciones para el anuncio y la propagación del Reino: Hermanos, me ha sido dada toda autoridad en el Cielo y en la tierra. Ya la muerte y el pecado han sido vencidos y el demonio debe emprender su huída. Así que, en primer lugar, vayan pues, por todo el mundo. Que no haya rincones del mundo en los que ustedes no puedan hacerse presentes. Aunque sean pocos, sus palabras se multiplicarán y serán escuchadas por aquellos corazones dispuestos y confiados en un Dios de la Vida. No serán sus palabras, como tampoco las fueron en su tiempo de Moisés ni de Aarón. Serán portadores de la Palabra de mi Padre, de la Buena Nueva y su intensidad rebasará sus gargantas para ser predicadas por los pequeños de este mundo. ¡Tengan confianza!

En segundo lugar, hagan que todos los pueblos sean mis discípulos. En esa predicación no serán ustedes sino el Espíritu Santo quienes creará nuevos corazones. No hagan uso de su protagonismo pues la Palabra es la llama que abrasará todo. Él es padre de los pobres y el que da la Gracia; es lumbre de todos los corazones. Si lo dejan hablar, su actuar se expandirá de forma exponencial y muchos creerán en todos las naciones.

Tengan clara la tercera instrucción: Bauticen a todo hombre, con su mujer y sus hijos; a todo aquél que abrace la Verdad y todo aquél que profese mi nombre en su vida, como Señor y Salvador.

Bautícenlos en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enséñenles a cumplir todo lo que yo les he encomendado a ustedes. Yo les he enseñado quién es el Padre porque me han conocido a mi. Además les he insistido muchas veces que si no creen en mi, crean en las obras de mi Padre que sí dan muestras de su presencia en el mundo. Él es Padre Creador, amante de sus criaturas y preocupados por cada pequeña criatura salida de sus manos.

De igual forma les he entregado el Espíritu Santo que procede mi Padre y de mi. Es la íntima común unión y comunicación de nuestro amor al mundo, al hombre. Él reposará en cada uno de ustedes y prevalecerá sobre todo mal. ¡No teman! Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin de la historia."

CAPÍTULO LXVII. PEDRO: EL AMOR PASA POR LA COMPRENSIÓN. Del 25 de Abril al 01 de Mayo de 2010

Pasar del amor a la traición no requiere mucha distancia, sobre todo cuando no se tienen claras las cosas en la cabeza.

En todos los campos, podemos traicionar o de la misma forma, amar, pero odio y amor, cada uno de ellos tiene su contenido. Lo que sí te digo es que no yerran los valores o antivalores que alguien pueda tener, sino las actitudes que adoptan las personas ante ellos y es cuando existe la oportunidad de crecer o, al contrario, de involucionar.

Madurar es cuestión de profundizar en la intensidad de la vida para aprender a rechazar o aceptar lo que hace crecer, de otro modo, seguiremos siendo atrofiados o inmaduros en lo que compartimos con los demás. Aún cuando tengamos poca o mucha edad, tendemos a equivocarnos una y otra vez. Si somos orgullosos, tiraremos todo a la basura; si somos cínicos, razonaremos todo intentando justificarnos y si somos fríos y sin sentimientos, diremos que nada pasa y borraremos las vivencias como si cortáramos la vida.

Este capítulo lo dedico a Pedro; Simón Pedro a quien algún día llamé: “Kefás”. De él te he hablado muchas veces pero, dejando atrás lo anterior, quiero solo retomar su temor en el momento en que fui apresado allá en el huerto y en la ciudad hasta mi proceso en el sanedrín. Esto con la intención de explicarte lo que quiero decir con el título del “amor pasa por la comprensión”, pues de seguro estoy que comprenderás las razones del corazón de mi amigo Pedro.

Lo que sucedió entre Pedro y yo está enmarcado en ese desayuno a la orilla de la playa.

Los hechos se fueron desenvolviendo de una manera alegre, puesto que se sentían reconfortados por mi presencia. Pero, como puedes deducir, parece que quien se encontraba incómodo era el mismo Pedro. Los muchachos, durante un buen tiempo se burlaron de él con lo de su desnudez en la barca pero también de las tonterías que hacía. Ellos no le querían llamar impertinencias pero quizá, todo se refería a su carácter impetuoso o quizá a la poca visión para analizar los hechos y poder poner así una solución a los problemas que surgían. Aún así, Pedro representaba para el resto de los diez discípulos alguien importante. Su reciedumbre de carácter había hecho que ellos reconocieran la confianza que yo había depositado en él. Quizá amaba más a Juan como ellos me hacían notar, pero la fuerza de su autoridad descansaba en la poca capacidad intelectual suya y en el gran temple de su alma para determinar las cosas.

“Señor ¿Estás enojado conmigo?” me preguntó Pedro y yo le contesté: “¿Por qué habré de estarlo, Pedro? No veo ninguna razón para estar molesto y menos contigo”. Me pidió que lo dejara hablar y le dije que no había problemas; le dije que si se trataba de desahogar su alma, que lo hiciera y yo, con mucho gusto oiría. Me llevó a un lado, en donde no oyera el resto y empezó su discurso:

“Maestro. Van pocos días en que todo terminó contigo. No salimos del asombro de verte con nosotros y estamos alegres; lo has visto. Todos quieren mirarte las heridas y dicen que algo distinto ven en ti”. Esto arrancó una risa en mi pero no quise explicar más. Pedro me acompañó en la risa aunque no entendió el fondo.

Pedro siguió tomando la palabra: “De la misma forma has comido con nosotros y estamos seguros que un muerto no come. Es más, nos has preparado la comida de forma sabrosa y nos has servido como desde el inicio cuando te conocimos pero ahora quiero excusarme contigo porque mi alma está mi perturbada y deseo desahogarme, quitarme esto que llevo por dentro, en estos días. ¿Sabías que Judas se suicidó, colgándose con una cuerda?” Moví la cabeza dándole muestras de que sí sabía. Siguió: “Se sintió asqueado de su propia condición emocional y se lanzó al poder del vacío y las manos de Satanás.” Guardó un poco de silencio y siguió.

“Jeshua, me siento asqueado también. ¿Recuerdas que te dije que nunca te traicionaría; que aunque todos te dejaran, yo no te dejaría? Esa fue mi posición o por lo menos eso reclamaba mi corazón hasta ese momento. Hasta tú viste cómo saqué una espada que me había facilitado Judas Iscariote y herí a uno de los que te sujetaba. Era tanta mi ira en ese momento Jeshua, que no sabes cómo me dejé llevar por el deseo de estar junto a ti y salvarte. Tú me sacaste de ese momento de enfrentamiento hablándome severamente y diciendo que bajara la espada.

Tampoco me explico por qué no me llevaron preso. Alguien me empujó en la oscuridad diciéndome que me quedara tranquilo porque el problema no era conmigo y por eso te seguí hasta donde te llevaron en primer lugar, junto a los sumos sacerdotes, pero cuando vi que cada vez más, la turba iba creciendo, y que cada vez más los soldados romanos llegaban, intentando preservar el orden, me fue entrando un pánico profundo. Me sentí de valiente al peor cobarde. Recordé tus palabras de negación y me preguntaba qué tanto me conocías y si yo sería capaz de lograr el triunfo frente a eso que me había dicho.

Busqué en mi mente las razones de tus palabras y me senté junto a un grupo para tomar calor en las fogatas que había en el patio y a las afueras. Me sentía mirado por todos y cuando llegaron esos tres momentos, salieron tan instintivamente las tres negaciones que, cuando cantó el gallo, no solo me acordé de ti, sino que me reforzaste el miedo, dirigiendo una mirada. Huí, Jeshua. Te dejé. Escapé como quien nunca había tenido un amigo; como quien nunca te había conocido. Esta situación incómoda en la que yo había fallado era tan importable que deambulé llorando hacia el amurallado de la ciudad. La amistad quedó rota; mi entrega a ti había perdido valor; sentí que todo lo que me habías dado, yo lo había destrozado con los pies.

Quiero pedirte perdón Maestro. Quisiera volver atrás todo”

Lo interrumpí diciéndole que no podía y aunque quisiera, había una razón para seguir adelante. Me dijo: “Pero maestro. Quiero restaurar todo. Decirte hoy que eres el Señor, el dueño de la vida y de la historia”. Y lo harás Pedro, le dije.

Sin querer, él se encontraba conmigo de vuelta, en el lugar donde habíamos comenzado y cuando se dio cuenta, estaban el resto de los discípulos y los que faltaban, juntos, oyendo las últimas palabras que él había pronunciado. Se sintió una vez más apenado mientras Leví le hacía un gesto de ánimo, con el puño cerrado.

Desde hace rato la comida se había terminado, pero nada había sido recogido.

Dije a Simón Pedro: "Pedro. Acepto todo lo que has dicho pero ¿sabes qué? Desde siempre, y ahora te lo insisto, el amor de mi Padre ha roto las peores condenas, traiciones y soledades. Desde siempre, el amor de mi Padre ha restaurado heridas y sigue ungiendo al mundo, a cada hombre con el bálsamo de la caridad y de la comprensión.

Para nosotros, Pedro y todos los que me escuchan, no interesa la herida, sino la capacidad de cicatrizar; no importa el golpe sino la capacidad de contenerse; no importa la ofensa, sino la capacidad de abrazar.

Quiero que entiendas que por más mala cosa que pudiera haber con un amigo tuyo en donde él se haya sentido tan ofendido, lo importante es saber valorar e inclusive cerrar los ojos, para seguir adelante; sonreír y seguir amando. ¡No te olvides! ¡Nunca perder a tu amigo si de veras hay amor y perdón!

Pedro bajó la cabeza y dijo: “Lo se, Señor”.

A continuación le dije: ¿Se acuerdan lo que hice al final de la Ultima cena que tuvimos?. Ellos respondieron: “Sí”.

Por tanto, Simón, hijo de Juan, oye bien estas palabras: ¿me amas más que éstos?" Contestó: "Sí, Señor, Sabes de mis angustias y sabes de mis torpezas. Tú sabes que te quiero. "Le dije: "Apacienta mis corderos."

Le pregunté por segunda vez, intentando captar su atención y a la vez, haciendo que pensara profundamente en sus palabras y las intenciones de las mismas:

"Simón, hijo de Juan, ¿me amas?" Pedro volvió a contestar: "Jeshua. Cuando te fijaste en mi, me sentí torpe y dije que esas cosas no eran para mi y sin embargo, me insististes en la fuerza interior que tenía; insististes en la seguridad de mi vida y sobre todo, en que me otorgaría la fuerza de tu Espíritu para lograr cualquier cosa, por tanto te digo: Sí, Señor, tú sabes que te quiero." Le dije: "Cuida de mis ovejas."

Como se sentía nervioso, Pedro se levantó. Todo el mundo lo veía y para colmo, el silencio, salvo el ruido del viento, se había hecho dueño del momento. Juan intentó hacerlo sentar de nuevo pero se resistió.

Así de pie, le insistí por tercera vez: "Simón Pedro, hijo de Juan, ¿me quieres?"

Pedro se puso triste al ver que le preguntaba por tercera vez si me quería y me contestó: "Señor, se me acaban las palabras. No sé qué decirte y aunque te dijera muchas cosas, conoces mi corazón. Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero." Entonces le dije: "Apacienta mis ovejas.

En verdad Pedro, cuando eras joven, tú mismo te ponías el cinturón e ibas a donde querías pero cuando llegues a viejo; cuando veas que el mundo parezca dominarte, abrirás los brazos y otro te amarrará la cintura y te llevará a donde no quieras. En cada lugar servirás y a cada momento habrás de confirmar a tus hermanos. Te insisto de nuevo en que no tengas miedo. Tu fuerza será sostenida y apoyada por el Espíritu Santo. Él te guiará en lo que has de hacer hasta que llegue el momento en que hayas de partir".

Le hablé del futuro para que Pedro comprendiera en qué forma iba a morir y dar gloria a Dios, mi Padre. Les animé a proseguir la aventura del Reino y no temer. Y en especial añadí para Pedro: "Sígueme."

Su vida cambió totalmente y todas sus penas, a pesar de la triple pregunta, desaparecieron y quedaron regadas en las arenas de esta playa que es testigo de este acontecimiento.

CAPÍTULO LXVI. ALGO MÁS QUE PAN Y PESCADO. Del 18 de Abril al 24 de Abril de 2010

En todas las culturas, la comida es un elemento de acogida, de festejo, de encuentro. Es un elemento de agasajo del anfitrión con los invitados; aquél se esmera por hacer platos tan gustosos que de seguro, se irán con buena impresión a sus casas, gozosos de recordar posteriormente ese encuentro formidable.

Pero más allá de ello, las comidas tienen el ingrediente cultural, es decir, representa algo típico que es reconocido como gustoso. En mi caso, aquella cena especial que quise preparar para mis discípulos poseía ese encanto que quedó impreso en un pedazo de pan y una copa de vino. Junto a ello, el gesto de repartir y compartir; el acto de beber de una sola copa, pero a la vez sentirse unidos como los granos de trigo, como las uvas en el lagar.

Lo que te contaré, es parte de esto. Quisiera a la vez, que recuperaras este gesto no solo como un símbolo que te he transmitido, sino como ese signo a mantener y que te recuerda la unión en mi amor y corazón.

¡Un favor más! Trata de identificarte con alguno de los personajes o métete en la escena y verás que a ti también se te ha dado este regalo de mis manos.

Después de aquel encuentro en Emaús, y luego con mis discípulos todos juntos, nuevamente me aparecí en la orilla del lago de Tiberíades.

Sucedió de la siguiente forma: Estaban reunidos Simón Pedro, Tomás el Mellizo, Natanael, de Caná de Galilea, los hijos del Zebedeo y otros dos discípulos. Al parecer, todo había quedado en el pasado. A pesar de los pocos días, aquella marea de hechos que sucedieron, formaba una especie de pesadilla en ellos y como siempre, estaban en el lago, retomando sus tareas habituales de pesca: Compartían la vida y la unión que les había quedado del discipulado. En ellos, todo tomaba de nuevo su rumbo y el miedo a mantener aquella experiencia conmigo, hacía que todo quedara en el pasado.

Simón Pedro en esta ocasión era el protagonista. Pedro les dijo al resto: "Voy a pescar. Aquí en la orilla no hago nada y necesito estar activo para olvidar cosas y poderme ganar la vida." Le contestaron los otros: " ¿Qué haremos nosotros también aquí sentados hablando? Vamos también nosotros contigo."

Era ya de tarde cuando Pedro decidió ir a pescar: Las siete de la tarde cuando el sol empezaba a declinar. Se dirigió a la orilla y allí estaba la barca limpia y con las redes dentro de ella. Pedro colocó unos cuantos palos en la arena y esto le sirvió para poder deslizar la barca hacia el agua. De igual forma hizo el resto con otra barca y entre ambas, se fueron aguas adentro del lago.

Salieron, pues, y se mantuvieron allá hasta cerca de la media noche. Salvo la brisa, todo estaba en calma, pero no se presentía movimientos de cardúmenes o peces que fueran en grupos para ser pescados. Ellos sabían de peces y sus movimientos; estaban acostumbrados a sentir debajo de las barcas el paso de las especies y a pesar de ellos, de vez en cuando algunos peces parecían avisarles al saltar por los aires cerca del lugar donde estaban. Pero aquella noche, nada. Aquella noche no pescaron nada.

Permanecieron en las barcas y allí decidieron unir las dos para comer lo que habían llevado: pescado ahumado y trozos de pan; unas buenas botellas de vino y unos trozos de queso. Encendieron unas lámparas y conversaban cosas: de todo y de nada; de mi muerte, de sus vidas y su futuro; de las ilusiones, de sus familias. Pedro mostraba su furia consigo mismo porque se sentía traidor al igual que Judas. Lo decía una y otra vez. Todos lo callaban y trataban de justificar su cobardía porque eran muchos y además, porque quizá el salvar sus pellejos podía ser una buena señal de que no estaban locos por aceptar esa empresa que yo les ofrecía.

Como a las doce y media de la noche, después de pescar nada, gastaron media hora más para volver y al meter las barcas a unos cuantos metros de la orilla, se preocuparon de tender las redes hasta que, al amanecer, pudieran darles mejor cuidado; sin embargo, quedaron conversando en la playa sobre otros temas, como lo hacían en otros tiempos.

Llegada las seis de la mañana, al amanecer, me acerqué a ellos en la orilla, pero no sabían que era yo. Les dije: "Muchachos, ¿tienen algo que comer?" Me contestaron: "Nada." Y Juan me dijo algo más: “ ¿Cómo es posible que tan de mañana un pescador no cargue su comida y deambule así por la playa?”. No contesté a eso.

Les propuse: "Vamos a pescar de nuevo. Rueden las barcas hacia el agua y metan las redes.” Me miraron extrañados por saber quién era yo. Me dijeron que estaban cansados y que habían intentado en la noche y no habían pescado nada. Les dije que confiaran en mi y que me llevaran al sitio del lago donde había peces. A pesar de que no me conocían, hicieron lo que les dije y estando ya en el lago, me dirigí a ellos: “Echen la red a la derecha y encontrarán pesca." Echaron la red, y no tenían fuerzas para recogerla por la gran cantidad de peces. Tan asombrados estaban que me preguntaron: “¿Cómo sabías dónde estaban los peces? ¿Acaso tienes tu barca por aquí cerca o eres uno de esos encantadores de peces para haberlos llamado?” No respondí a eso.

Juan me conocía bien, pero aún no lograba distinguir algo en mi que me delatara del todo pero esta vez, por mis silencios me reconoció. Dijo a Simón Pedro: "Es el Señor." Apenas Pedro oyó decir que era “el Señor”, se puso la ropa como pudo, pues estaba desnudo; meneó de tal forma la barca que casi la voltea y se echó al agua. Esta era la condición natural de Pedro, es decir, era muy campechano en sus actos. No temía hacer tal o cual cosa cuando estaba con sus hermanos o con el resto de los discípulos; cualquiera diría que tenía sus locuras frente a todos pero no le importaba; en cierto modo presumía de su cuerpo y de sus fuerzas y en este caso, demostraba toda su destreza halando las redes para cargar los peces, no importa en la condición que estuviera.

“Perdona Señor por el estado en que me encuentro; ya me conoces.” Me dirigió Pedro esas palabras; “No te preocupes Pedro”, le dije. “La desnudez es nuestra condición y ojalá nos mostráramos así cuando expresamos nuestros sentimientos delante de los demás y nos solo esos kilos de grasas que tienes en la panza”. Esto sirvió para hacer menos incómodo el momento y para lograr arrancar risas de los discípulos que para ese momento estaban tensos.

El otro grupo llegó con la barca -de hecho, no estaban lejos, a unos cien metros de la orilla; arrastraban la red llena de peces. Cuando llegaron, les dije: "Traigan algunos de los pescados que acaban de sacar." Simón Pedro me expresó que él los traería; subió a la barca junto con el resto y sacaron la red llena con ciento cincuenta y tres pescados grandes. Y, a pesar de que hubiese tantos, no se rompió la red.

El trabajo en la orilla fue espectacular porque las redes hervían de peces grandes y sacarlos, era recibir coletazos y pincharse las manos con las aletas, pero ya las manos de estos hombres estaban encallecidas. Tardaron unos cuantos minutos para terminar todo el trabajo.

En la orilla además, encontraron fuego encendido; pescado sobre las brasas y pan. Era casi la repetición del menú que tuvieron en la cena. Entonces les dije: "Vengan a desayunar". Ninguno de los discípulos se atrevió a preguntarme quién era pues ya estaba claro lo de mi persona. Se reunieron en torno a las brasas y en silencio, recordaron otros tiempos cuando hacíamos esto en las noches o precisamente en los desayunos junto al lago, como ahora. Era un momento muy común en nosotros el compartir la comida.

En este momento también ellos quedaron impregnados de mis gestos: me acerqué, tomé el pan y se los repartí como en otros tiempos. Lo mismo hice con los pescados al sacarlos de las brasas; los fui troceando y repartí a cada uno, una buena ración. Esta fue la tercera vez que me manifesté a los discípulos después de resucitar de entre los muertos.

Este y los otros momentos han sido especiales. Fíjate en la importancia de los detalles, de los gestos, de la cercanía, del compartir. En ellos y en pocos días, se habían ido apagando las vivencias, pero fueron recuperadas por lo que ahora ellos comparten en este desayuno. No es gran cosa pero tanto el pan como el pescado son gestos de fraternidad, de unión. Se reconocen al partir el pan entre ellos y conmigo, pero de nuevo reviven el ideal de mesa común, signo de gratuidad y abundancia para todos; llamada a abrirse a un mundo que solo sabe de egoísmo y rencor.

CAPÍTULO LXV. EMAÚS NO ES TAN LARGO. Del 11de Abril al 17 de Abril de 2010

Los grandes pensadores filósofos, hablaban de las distancias metafísicas en la que un hombre se separa del otro, aún compartiendo su entorno. En la humanidad se generan grandes distancias de pensamientos, afectos, etc. que hacen insoportable un reconocimiento común entre las personas, así, los que por ningún modo quieren saber de otros, se les “aparta” en la cercanía y quedan aislados como objetos inanimados, formando un paisaje irreal.

Te digo esto también, por el motivo de que muchos quisieron no solo verme muerto, sino que también se empeñaron en “dejarme” allí tendido, en la oscuridad del sepulcro. Algunos pensaron: “!Sí, está allí!” pero solo como referencia de un difunto, queriendo solo saber mi sepulcro, su lugar, y quedarse contentos con saber que allí están mis huesos y se ha quedado mi vida toda, anclada en un momento puntual de la historia.

La buena noticia de mi Padre es que nada de cuanto pertenece a su corazón, queda oculto; reducido a la nada. Todo en él recupera la vida y más porque soy SU HIJO. Esta fue la apuesta de mi Padre por el mundo, es decir, que ni la muerte ni el pecado serán los amos de sus criaturas y menos de su creación. Así de este modo, muchos creen separarme de él y no lo lograron; otros pretenden decir que asumir la humanidad simplemente fue un disfraz para mi y no es cierto, porque asumí a plenitud y con intensidad la carne y los huesos de mi madre y mi Padre; disfruté de tantas bellas vivencias, cargadas de amor. Otros tantos, queriendo saber más, dicen que por ser divino, mi humanidad quedó lesionada, que no soy hombre realmente porque me falta el componente que debía aportar un hombre con mi madre y no es verdad porque mi Padre es dueño de lo que el hombre es, así que la competencia de un hombre para ser mi padre no tiene sentido pues él todo lo que quiere lo hace. En él nuestros componentes más mínimos están generados como parte de un todo creacional y ¡te digo más!.

No te mates la cabeza pensando cómo opera esa unión de cuerpo y alma con mi divinidad. Solo te pido que disfrutes la verdad en la que yo soy verdaderamente hombre e Hijo de mi Padre celestial. Y por último, ahora te pido que, aunque sepas y hayas oido que mi cuerpo yacía en el sepulcro, lo he recuperado porque el Padre me ha devuelto a la vida. No estoy ya más en el sepulcro.

¡No me busques allí! Búscame en la creación toda y en especial, muy dentro de ti: mi cuerpo ha cambiado, se ha transformado; sigo siendo yo por la eternidad. Yo era, soy y seré junto a mi Padre y al Espíritu. ¡Deja ya tu percepción de que fui crucificado! Da un paso más y cree que soy el vencedor de la muerte y el pecado y que VIVO para darte vida en abundancia. Soy el testimonio de mi Padre de la vida, en él. Si lo haces, quiero decir, si crees, verás nuevas cosas y las que ves, se tornarán vivas porque asumirán de seguro la convicción de belleza y bondad que solo brota de las manos de mi Padre.

En este capítulo quiero contarte uno de mis contactos, de mi encuentro con los amigos. De antemano te digo que aunque todo les pareció irreal, ahora son testimonio para el mundo de que YO SOY y de que mi permanencia en el mundo es eterna. Presta atención a lo que sucedió.

Aquel mismo día, dos discípulos se dirigían a un pueblecito llamado Emaús. Este pueblo está a unos doce kilómetros de Jerusalén. Ellos iban conversando sobre todo lo que me había ocurrido desde las últimas semanas en Jerusalén y cómo se desencadenaron las cosas hasta que me llevaron a la muerte.

Mientras ellos conversaban y discutían sobre lo extraño de las cosas, en especial cómo yo pasé de ser proclamado rey a ser odiado y aborrecido, yo me presenté, me les acerqué y me puse a caminar con ellos. Ciertamente era uno más como ellos, pero algo impedía que sus ojos me reconocieran. ¿Extraño para ti verdad? Sólo te pido que te reflexiones en que su conocimiento era simplemente de mi rostro y mi cuerpo y de ninguna manera era algo más profundo, más interno.

Les dije: "Hola amigo, ¿De qué discuten por este camino? ¿Qué eso que les causa tanto alboroto que parece que van peleando?". Se detuvieron, y parecían muy desanimados.

Uno de ellos se llamaba Cleofás.

Desde la primera multiplicación de los panes, ayudó en esta empresa y se convenció de que había algo más que la siembra de trigo y otros cereales, en los campos de su padre. Eso le costó bastante disgusto a su padre quien, al verlo seguirme, lo desheredó y no quiso saber más de él. Él, como respuesta le dijo: “Seguirás siendo mi Padre y nunca te dejaré de amar, pero quiero que entiendas, padre, que todas esas cosas que me enseñabas, ahora encuentran sentido en la persona de Jeshua. Te doy gracias porque has sido un padre ejemplar y un guía seguro para yo conseguir la verdad”.

Pues Cleofás me contestó: "¿Cómo? ¿Eres tú el único peregrino en Jerusalén que no está enterado de lo que ha pasado aquí estos días, en las fiestas de Pascua?"

Les dije: “No”, "¿Qué pasó?" les pregunté.

Me contestaron: "¡Pues, todo este asunto de Jeshua Nazareno! Para nosotros era un profeta poderoso en obras y palabras, reconocido por Dios y por todo el pueblo. Pero nuestros sumos sacerdotes y nuestros jefes renegaron de él, lo hicieron condenar a muerte y clavar en la cruz. Nosotros pensábamos que él sería el que debía libertar a Israel. Pero todo se ha terminado, y ya van dos días que sucedieron estas cosas.

En realidad, algunas mujeres de nuestro grupo nos han inquietado, pues fueron muy de mañana al sepulcro y, al no hallar su cuerpo, volvieron hablando de una aparición de ángeles que decían que estaba vivo.

Pedro y Juan; y algunos otros más después, fueron al sepulcro y hallaron todo tal como habían dicho las mujeres, pero a él no lo vieron.

Todas estas cosas han sucedido tan rápido que no hemos tenido tiempo de reaccionar. Los discípulos nos han contado todo esto y vamos presurosos a anunciarle a los hermanos de Emaús para que se alegren de esto que hemos oido".

Realmente eran portadores de estas noticias pero también de la exactitud con que habían sucedido. Me alegraba en el corazón la premura con que intentaban transmitir la noticia.

Entonces les dije: "¡Qué poco entienden ustedes y qué lentos son sus corazones para creer todo lo que anunciaron los profetas! ¿No tenía que ser así y que el Mesías padeciera para entrar en su gloria?". Confieso que se molestaron y se pararon en seco, pretendiendo reprocharme y de hecho lo hicieron: “!Ey amigo ¿qué te crees? ¡Hasta hace un minuto no sabías nada y ahora pretendes saberlo todo y encima de eso nos dices necios y tardos de corazón. No entendemos qué nos quieres decir. ¡Vamos! Si tanto sabes de lo sucedido, habla ya de una buena vez.

¡Así lo hice!

Les interpreté lo que decía de mi en todas las Escrituras, comenzando por Moisés y siguiendo por los profetas. Era un poco difícil el relato porque intentaba hilar con claridad toda la promesa hecha desde antiguo y la confirmación reiterada de los profetas a lo largo de los siglos. A la vez, les eché en cara que el cometido del Mesías no era la liberación del pueblo de Israel por las armas, sino la liberación de toda esclavitud del pecado para tornar todos los corazones a Dios, entre otras cosas. Así, nos tardamos desde las dos de la tarde, en que ellos partieron de Jerusalén, hasta un poco más de las seis y media de la tarde cuando ya empezaba a oscurecer.

Al llegar cerca del pueblo al que iban, hice como que quisiera seguir adelante, pero ellos me insistieron diciéndome: "Quédate con nosotros, forastero; ya está cayendo la tarde y se termina el día."

Entré, pues, para quedarme con ellos. Y mientras estaba en la mesa con ellos, tomé el pan, pronuncié la bendición, lo partí y se lo di. Fue para ellos un gesto impactante; gesto que compartí con mis discípulos más cercanos y se transmitieron en el menor tiempo posible.

En ese preciso momento se les abrieron los ojos y me reconocieron.

Los gestos y los detalles son tan impactantes y dejan honda huella en los corazones. Este era uno de ellos: al partir el pan comprendieron no solo que yo lo hacía, sino que era el llamado a repetirlo hasta la eternidad, a favor de todos los hombres. Además, no era solo un gesto, sino una señal de alianza, de compromiso de entrega mutua en el Reino de mi Padre; alianza que une, ata, da vida.

Producto de esta vivencia, ellos sintieron arder sus corazones cuando les hablaba en el camino y hasta hace poco, les explicaba las Escrituras.

De inmediato se levantaron y volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once y a los de su grupo. No les importó la hora. Habían vivido tantas cosas intensas que su único deseo era compartir.

Al llegar a donde estaban los discípulos, recibieron otra noticia más: ellos les dijeron: " Es verdad: el Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón."

Estos dos hombres, por su parte, contaron lo sucedido. “Venimos de Emaús, pero desde esta tarde, cerca de las dos cuando salimos para allá, un hombre, un forastero, se acercó a nosotros para preguntarnos de qué hablábamos. Fue él quien nos encontró en el camino y al final, cuando lo invitamos a quedarse con nosotros, lo hemos reconocido. Era Jeshua, y lo reconocimos al partir el pan.

Mientras estaban hablando de todo ésto, Me presenté en medio de ellos y les dije: "Shalom. La Paz a ustedes."

Se quedaron atónitos y asustados, pensando que veían algún espíritu, pero yo les dije: "¿Por qué se desconciertan? ¿Cómo se les ocurre pensar eso? Miren mis manos y mis pies: SOY YO.

¡Tóquenme! Fíjense bien que un espíritu no tiene carne ni huesos, como ustedes ven que yo tengo."

Les mostré las manos y los pies. Y como no acababan de creerlo por su gran alegría y seguían maravillados, les dije: "¿Tienen aquí algo qué comer?" Ellos, entonces, me ofrecieron un pedazo de pescado asado y una porción de miel); los tomé y comí delante ellos para que constataran una vez más que era yo.

CAPÍTULO LXIV. MARÍA DE MAGDALA: AMIGA Y MUJER. Del 04 de Abril al 10 de Abril de 2010

¿Aún me sigues? ¡Creo que sí! ¡Aún yo sigo aquí!. No estoy muerto porque el Padre me otorgó la vida. Aquél que sufrió conmigo en la cruz, ahora es el mejor testimonio y artífice de la vida y del triunfo sobre la muerte y el pecado.

¿Dirás cómo ha de hablar un muerto? Pensarás que ¿cómo estoy aquí hablándote si quedé reducido a la nada en la cruz?.

Si crees realmente eso, entonces en ti se desvanece el acontecimiento central de mi vida.

¡Oye! ¡Escucha! No vine a la vida terrena para que me vieras solo morir y participar de la corrupción de la carne en el sepulcro. ¡No! ¡Estás equivocado! Y no pienses también como otros que he asumido otra carne, otro cuerpo. ¡No! Te estoy manifestando la alegría de mi Padre y su única verdad: que él es el Dios de la vida; que él y yo somos uno y en mi puedes tener vida y vida en abundancia.

¡No temas! Desde siempre te he hablado del Espíritu Santo que habita en mi Padre y en mi. Todo cuanto no entiendas, él te lo hará saber y te lo hará entender con lujo de detalles. Sólo te pido en este momento que confíes y abras tu corazón más allá del misterio de la muerte como has visto en mi, en el capítulo pasado. ¡Cree hermano! ¡Abre tu corazón! Si lo haces y estás dispuesto a aceptar la verdad de la vida eterna, te contaré lo que sucedió luego de mi muerte. ¿Te animas?

Después de la crucifixión, un hombre, amigo mío, llamado José de Arimatea se presentó a Pilato. Déjame explicarte algo de él y así conocerás de amigos míos que, de seguro, no conociste en vida.

José era uno de mis discípulos, pero no del círculo más íntimo que conoces, sino de esos que se mueven en lo secreto; amigos que necesitan del anonimato para purificar su fe y ahondar en mis palabras.

José no era abiertamente conocido mío. Te explico.

José de Arimatea era un hombre con dinero y se movía en las esferas del sanedrín; de hecho, tenía voz dentro de ese círculo influyente del poder y de la sociedad. A pesar de que comulgaba perfectamente con todas sus raíces judías, algo sonaba en su corazón de forma diferente. Algo le hacía sentir que mis palabras iban más allá de lo que realmente profesaba con los labios y revolvía en su corazón una serie de cuestionamientos que no lo dejaban dormir en paz y por eso buscaba luz. Decía que yo lo ayudaba en mucho y a pesar de que su edad, era dos veces y media la mía, me llamaba “maestro” y eso lo tomaba muy en serio.

José de Arimatea mantenía guardado este secreto por miedo a los judíos. Al final de mi vida se hizo muy cercano a mi madre y a Juan, e inclusive le pidió a mi madre que fuera él quien corriera con los gastos de mi sepultura y de defenderla en cualquier maniobra perversa de los sumos sacerdotes si intentaban hacer algo funesto en mi contra, así que pidió a Pilatos la autorización para retirar mi cuerpo, y éste se la concedió. Fue y retiró mi cuerpo.

Junto con él también estaba otro amigo y discípulo mío: Nicodemo.

En el último año, no perdía la oportunidad y me avisaba de antemano que quería verme de noche y confieso que fueron noches intensas y continuas en las que mi Espíritu fundía más y más su alma en la comprensión de las cosas de mi Padre. Nicodemo para esa ocasión, en que recogieron mi cuerpo, llevó unas cien libras de mirra perfumada y áloe.

Donde fui crucificado, también había un huerto, y en él, un sepulcro nuevo donde todavía no había sido enterrado nadie. Allí me enterraron y por dos simples razones: se debía respetar el Día de la Preparación de la pascua judía y porque ante la premura, por temor a muchos, José de Arimatea, dueño de ese sepulcro, decidió junto con mi madre, que allí sería el lugar más seguro y adicionalmente, porque ella estaría más tranquila y ya vendría a hacerme compañía.

Lo envolvieron con más aromas, según nuestra costumbre judía: Tomaron mi cuerpo y lo limpiaron con delicadeza, cuidando de mis heridas que eran muchas. María, mi madre, se quejó llorando de las heridas que me produjeron los latigazos dados con esas cuerdas trenzadas con plomo y hierro sin procesar. “Muchas heridas, Hijo. Te masacraron y así me devuelven tu cuerpo; mi Jeshua, mi pequeño. Tu Padre y yo sufrimos tu muerte y aunque dolorosa, él sabrá qué hacer contigo”

Llenaron un envase con aceite mezclado con mirra perfumada. Untaron áloe en mis heridas más profundas: el costado, los pies, mis brazos, mi cabeza. Tendieron a mi lado un lienzo de una sola pieza de cerca de cinco metros. Antes, colocaron cera en mis ojos con sumo cuidado y mi madre besó mi cuerpo por última vez.

Pero no solo estos personajes hacen gala de la belleza del amor fraterno. También estaba María Magdalena. De ella ya has oido y oirás muchas cosas, buenas y malas, tergiversadas y extrañas, pero yo te las contaré de mi propia boca y pensamiento.

María Magdalena era una mujer de aproximadamente cuarenta y dos años. A pesar de tener dinero, porque alguna vez estuvo casada con un hombre rico, era más conocida que tenía dinero, porque muchos la acusaban de ejercer la prostitución. Gozaba de “buena fama” y aunque todos la acusaban, especialmente los ancianos del pueblo, muchos de ellos estaban involucrados, al igual que los de edad madura, en la “visita” a su casa, reclamando la atención y servicio de su cuerpo. De hecho, algunas mujeres de varios de esos hombres llegaron a apedrear su casa de noche y otras más, al encontrarla en la calle o en el mercado, la tumbaban y halaban del cabello, cobrándole las faltas de fornicación y adulterio con sus esposos.

La Magdalena, así le llamaban, tenía otro apodo: “siete demonios”. Muchos la conocían porque yo alguna vez la había curado, pero pensándolo bien, solo un demonio la tenía atada y solo me bastaba expulsar ese demonio para que quedara libre y era precisamente el del deseo carnal. Un solo demonio originante de tantos pecados que tenía y de tantas cadenas que la ataban. Al verse liberada, su seguimiento a mi fue tan total y radical, que muchos decían que ella “me pagaba” con placeres, el milagro que había obrado en ella.

¿Quieres saber la verdad? En una de esas conversaciones, después de unos cuantos meses en que me seguía, me dijo específicamente que nadie, absolutamente nadie, la había tratado como una mujer, sino yo. En su diálogo conmigo, me explicaba que muchos hombres se quedaban admirados de su cuerpo y de la forma cómo les dispensaba favores, sin importar lo que tuvieran qué pagar; pero cuando yo estuve con ella, el trato fue para ella tan especial, tan cercano, tan humano y tan masculino, que no necesitó de sus artimañas conmigo para dejarse seducir.

Y seguía ahondando en sus pensamientos: desde ese día que en que fue defendida delante de todos y para siempre, sintió su alma tan redimida que el deseo carnal cesó de inmediato para desear, solo anhelar ser amada en el espíritu y responder con un amor libre, como el que ella experimentaba en mi: amor sin ataduras; amor sin descendencia y sin “valor de cambio”; amor que llena y da un sentido nuevo a la entrega, a la escucha, a la vida misma. ¡Esa era María Magdalena! En sus continuos diálogos, no dejaba de besarme las manos, de llevarlas a su cara; de besarme una y otra vez, mezclados los besos con las palabras: “Gracias Jeshua, mi hombre, humano, maestro”.

Y te pregunto yo ahora ¿por qué no confiar en ella? ¿Por qué no hacerla sentir valorada, apreciada, amada? A pesar de ser la peor prostituta y la mejor pagada ¿no merecía el perdón y una buena dosis de atención? Se sintió más atraída por el perdón y por ser tratada como una mujer, que por un dedo acusador y unos gritos de rechazo.

Algunos dicen que nos casamos o teníamos una unión irregular ¿al estilo sexual? ¿Crees tú que ella, sintiéndose redimida por el perdón y el verdadero amor, volvería a ofrecer su cuerpo y solo entregarlo a mi? Si piensas así, entonces en ella no se operó nada de conversión, de cambio y otra cosa más: con eso, también tú y muchos, me juzgarían porque en cierto modo me hubiera aprovechado de sus “favores” y por otro lado, caería yo en lo más bajo, cambiando un amor libre, donado, gratuito como el de mi Padre, por un amor reducido, cargado de pasión y fuego pero que solo dura la intensidad de minutos a ratos. ¡No, amigo! La llama del amor intenso, indiviso que recibo de mi Padre es una gran llamarada y no una simple mecha que tiene que ser repuesta.

Sigo ahondando en María Magdalena para que pienses.

¿Porque era mujerzuela? Si piensas así, también la estás juzgando y eso no es bueno. A pesar de sus muchos pecados, como todos y todas las que son perdonadas, ama más y me amó mucho más que a su propia vida y por eso se convirtió en testigo fiel. Esa es la consecuencia de ser amada o amado, es decir, no puedes dejar de amar una vez que te sientes así. Las “necesidades” físicas, materiales, pasajeras, van cayendo a tu lado y forman parte del pasado porque el amor recibido se convierte en un continuo presente cuyo motor primero y único es el amor de Dios.

No es advertencia en modo alguno, pero espero que ahora aprecies la figura femenina de la Magdalena. Ella es amor al aire, brisa que se esparce, una esperanza puesta en su propia convicción de ser ella misma y no lo que otros creen de ella. Es la amiga, la pequeña, la discípula. ¡Ha sabido escuchar! Y, cambiando de tema, quiero contarte lo que sucedió con ella justo después de que sepultaron mi cuerpo.

El primer día, el domingo, ella fue al sepulcro muy temprano; tan temprano, que todavía estaba oscuro. Mi cuerpo permanecía, como te dije antes, en un sepulcro vacío, en el que nadie había sido colocado antes. Sitio oscuro, húmedo, sellado con una piedra en la entrada. Magdalena vio que esta piedra, había sido removida, así que asustada, fue corriendo en busca de Simón Pedro y de Juan y les dijo: "Se han llevado del sepulcro al Señor y no se dónde lo han puesto." Pedro se le quedó mirando y le dijo: ¿Qué dices mujer? ¿De qué estás hablando? Ella insistía en sus palabras y le volvió a decir: “Vengo del sepulcro donde estaba mi Señor. Estaba la piedra rodada y al entrar, no vi el cadáver de Jeshua”.

“¿Estás segura de eso? Pero ¿cómo sucedió, qué pasó quién se lo llevó?” le preguntó Pedro. María Magdalena rompió a llorar y repitió varias veces gritando: “no se, no se, no se. No está. ¡Mi Jeshua no está!”. Pedro y Juan se miraron y salieron corriendo para el sepulcro. Corrían los dos juntos. Juan llegó primero al sepulcro. Se inclinó para ver dentro del sepulcro pero no entró. Vio los lienzos tumbados. Pedro llegó detrás, sin aliento; entró en el sepulcro y vio también los lienzos en el suelo. El sudario con que me habían cubierto la cabeza no se había caído como los lienzos, sino que se mantenía enrollado en su lugar. Entonces Juan se decidió a entrar, vio y creyó.

De ésto les había hablado durante varias sesiones de charlas por los montes cercanos al lago. Nunca entendieron nada de lo que les dije y de cómo estaba señalado todo en las Escrituras. Se los dije claro: ¡Yo "debía" resucitar de entre los muertos!

Pedro se sentó en la loza donde habían colocado mi cadáver. No era usual hacerlo porque de hecho, rompía con las tradiciones de impurezas, pero a él le daba igual quedar impuro o no. Juan se empeño en encender una lámpara para ver mejor y luego, recogió los lienzos para colocarlos bien ordenados en la loza. Seguían sin entender nada:

“!Está claro! ” Dijo Pedro a Juan; “Se han robado el cuerpo de Jeshua; desgraciados ladrones”. Juan, intentando una explicación más clara preguntó a María Magdalena una vez más: “María: ¿Cuándo llegaste, estaba la piedra rodada? ¿Viste a alguien tan siquiera cargar algún bulto o una carreta donde se pudiera transportar algún cuerpo?” Ella le contestó: “No, Juan. Nadie había tan de madrugada por aquí. Solo yo, que traía perfumes para ungir el cuerpo”. Juan se quedó nervioso como Pedro. Los dos discípulos se volvieron a casa, pero Magdalena se quedó cerca del recinto.

María se quedó llorando fuera, junto al sepulcro. Mientras lloraba se inclinó para mirar dentro y vio a dos ángeles vestidos de blanco, sentados donde había estado el cuerpo de Jesús, uno a la cabecera y el otro a los pies. Ella más nerviosa, entró y dijo: “¿Quiénes son ustedes? ¿Qué buscan? ¿Ustedes fueron los que se llevaron a mi Señor? ¡Devuélvanlo o si no gritaré!. Los ángeles sin perturbarse, le dijeron: "Mujer, ¿por qué lloras? ¿Por qué tantos nervios?" Les respondió: "Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto. Por favor, si ustedes se lo han llevado, díganme dónde está y yo lo buscaré. Debo perfumarlo y cuidar de él."

Magdalena insistía en no ver lo evidente, pues solo deseaba mi cuerpo físico. Confieso que cuando la vi de nuevo, me alegré muchísimo. Sintió mi presencia detrás de ella. Se dio vuelta y miró hacia donde yo estaba. Me vio allí, de pie, pero no sabía que era realmente Yo.

Le dije: "Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?"

Ella creyó que yo era el cuidador del huerto y me contestó: "Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto, y yo me lo llevaré. Me sonreí y pronuncié su nombre: "María". Ella me miró con mayor asombro y lanzándose hacia mi, me dijo: "Maestro, amado mío, Jeshua". A continuación le dije: "Suéltame María, pues aún no he subo al Padre. Me causa gran alegría verte y más alegría aún que me ames y seas testigo de esta verdad. Ahora deseo pedirte un favor”. Bañada en lágrimas me contestó: “Lo que sea que me pidas lo haré Señor”. Y le dije: “Presta atención María. Ve a donde mis hermanos; alcanza a Pedro y Juan; reúnelos y diles: El Señor me ha dicho: Subo a mi Padre, que es Padre de ustedes; a mi Dios, que es su Dios." Le dispensé unas palabras de cariño después de las instrucciones que le di. Sentía su corazón explotar al verme, pero la contuve y la preparé para que se fuera lo más pronto posible. Ella se fue y encontró a los discípulos reunidos pero algunos aún dormían. Les dijo que me había visto y les contó todo cuanto le había dicho esa mañana."

En verdad, aquí entre nos, fue la portadora más rápida de la buena noticia en toda esa mañana y en Jerusalén.

CAPÍTULO LXIII. MI REINO DESDE UNA CRUZ. Del 28 de Marzo al 03 de Abril de 2010

Si antes te expliqué el desconcierto y la duda en el corazón de Pilatos, ahora pretendo explicarte algo que en el pensamiento del hombre se hace más confuso: un reinado “de lo alto” sostenido desde la debilidad del madero o lo que es lo mismo, un reino desde lo que muchos llaman el instrumento de muerte, es decir, la cruz.

Todos los reinos se montan en la plataforma del poder, del dinero, de las armas; mi reinado está aquí en dos maderos. Se que preguntarás cómo he hecho de la cruz un trono para la humanidad. Es una pregunta también difícil para mi porque yo no busqué la cruz como instrumento de Reinado; lo que sí es cierto es que tampoco la evité y es por eso que pedí fuerzas a mi Padre para poder aceptar este trago amargo, este cáliz del sinsentido de la muerte. Sabes de cierto que allí estaba el demonio para hacer “quebrar” ante esta prueba. ¡Es dura la entrega! Pero mi Padre fortaleció mi ser para soportar este trance y cargar con los dolores y las culpas de la humanidad.

Y estoy de acuerdo contigo en que la cruz, por ser instrumento de muerte, no puede en modo alguno ser trono pero también es cierto que desde la cruz, toda el derroche de salvación hecho por mi Padre tiene sentido. Desde esa altura (altura de la nada, del dolor, de la desesperación, de los clavos hirientes) la realidad del mundo toma otro sentido y otra visión puesto que no es la muerte, ni el dolor ni el sufrimiento las últimas palabras sino la vida aceptada por mi de manos de mi Padre y otorgada en mi por el Padre al mundo.

En la cruz se restaura el sentido de la vida puesto que es un grano que asume la muerte para dar vida al mundo. Así lo ha querido el Padre, mi Padre. Vida para el mundo y en abundancia.

Déjame entonces hablarte de lo que sucedió ese mismo día a partir de la hora sexta, a eso de mediodía.

Antes, a la hora tercia, me llevaron una vez más a empujones. Diseñaron para mi una cruz. ¡Qué ironía de la vida! Pues fui testigo con mi padre José de lo que ello significaba y de la carga social que implicaba para nuestro pueblo, es decir, ver morir a uno de nuestros hermanos a manos de los romanos y de la justicia injusta.

Cargando con mi “propia” cruz, salí de la ciudad hacia el lugar llamado Calvario (o de la Calavera). En hebreo se llamaba “Gólgota”. Camino duro y difícil que atravesaba parte de la ciudad. Muchos me miraban y gritaban en señal de repudio pero otros tantos compartían mi culpa y lloraban por mi pena. Muchas mujeres, entre ellas mi madre, seguían mi ruta sin apartarse de mi pero sin poder hacer nada. A rato la sostenía María Magdalena y en otro momento, estaba allí Juan, mi discípulo para consolarla y apoyarla. Su voz, aunque lejana, llegaba a mi tan clara y limpia como su alma: “Jeshua, mi pequeño, mi hijo…” una vez, dos veces, muchas veces. Era alternada por otras: “déjame cargar tu cruz mi buen Jeshua”. Sus lágrimas me estremecían más que los dolores que cargaba, pues mi alma estaba sujeta a la de ella. Era una unión tan fuerte la que me unía a mi madre, que se producía un remolino de sentimientos dentro de mi: por un lado, sentía lástima de ella al verme morir como un delincuente, sabiendo que no se lo merecía; por otro lado, sentía profundo dolor por ser madre y ver acabarse a su hijo en esa travesía y por último, exponerla al dolor público lo que en el fondo significaba que era madre de un supuesto redentor pero ahora iba camino a la muerte. Todas estas cosas se mezclan y confunden en mi mente pero su claridad encuentra sentido allí en donde he de estar: en la cruz y ella lo sabe.

El camino me pareció la eternidad, pero tomó tres horas por la multitud que unas veces se atravesaba en el camino, otras veces era golpeada por los soldados romanos que iban en caballo y sobre todo, por las veces en que me venció el peso del madero y tuve que ser reanimado por los soldados. Uno de ellos, se apiadó de mi y en un gesto de caridad para conmigo, pasó un trapo empapado en agua por mis labios. Yo aproveché para sorber lo que pude del agua que estaba impregnada y me reanimé. Sentía mi corazón latir a ritmo acelerado y mis piernas temblar en las rodillas y en los muslos.

Después de un buen momento en que yo había avanzado, sacaron a un hombre para que me ayudara con el peso de la cruz. Fue una ayuda obligada. Su nombre era Simón natural de Cirene. Temblaba mucho del pánico producido por los caballos de los soldados y por los empujones recibidos para que me ayudara a cargar la cruz.

Después de varias caídas, llegamos al gólgota. Allí esperaba el mástil de madera, preparado de antemano por los romanos. Ya lo conocía: una viga de madera fuerte, de treinta centímetros de grosor y enterrado cincuenta centímetros para finalmente, ser sujetado por gruesas piedras en forma de cuñas que le daban una estabilidad, no importa el peso que tuviera que soportar.

Antes, delante de mi, ya el camino lo habían hecho dos hombres más. Estaban uno a cada lado del lugar donde yo sería crucificado. Pilato mandó escribir un letrero y ponerlo sobre lo que sería mi cruz. Estaba escrito en hebreo, latín y griego: "Jeshua Nazireo, Rey de los judíos."

Me desnudaron y me dejaron solamente el paño y no les costó mucho para empujarme por los hombros hasta obligarme a tenderme en el suelo. Debajo de mi estaba el leño transversal.

Como en una acción de ingeniería, calcularon la distancia de mis brazos y el lugar donde reposaría mi cabeza. Una vez más la empujaron contra el leño, provocando que la corona se me incrustara más en mi piel. Vi a unos de los soldados tomar un mazo y un clavo de unos veinte centímetros de largo. Palpó mi muñeca para ver dónde se encontraban los huesos. Otro soldado en el extremo contrario me pisó con fuerza la otra muñeca y me grito: “Haz de aguantar judío. Respira lo más profundo que puedas”. Apenas pronunció estas palabras, sentí el clavo entrar por mi brazo provocando en mi un fuerte grito. La respiración se me paralizó mientras la mano recogía mis dedos para volverse un puño. Mi grito fue tan prolongado que me dejó sin respiración. Al final, una palabra salió de mi garganta: ¡Padre!.

El soldado que había taladrado mis huesos escupió mientras pasaba por delante de mi para hacer el mismo trabajo en el brazo izquierdo. A lo lejos, los gritos de mi madre taladraban mi alma porque ella asumía mis dolores.

No había cesado el dolor cuando sentí una vez más pasar rápido y violento el otro clavo. Un segundo golpe y un tercero dejaron terminada la tarea. De igual forma mi garganta soltó un grito fuerte de dolor: ¡Padre mío, Yahvé, Señor! Sentí un escalofrío por todo mi cuerpo y una fuerza interior que me obligaba a cerrar la mandíbula con fuerza.

A los soldados no les importaba mi vida y siguieron con su trabajo: colocaron sogas en los extremos del madero y con unas poleas me alzaron. Los brazos se me desgarraban y mis huesos chocaban contra el metal de los clavos. Lograron incrustar el madero en las muecas del horizontal hasta que cayó en su sitio. Un acto más de dolor: este movimiento de los maderos hizo un segundo desgarro en mi piel pero instintivamente y ayudado por los soldados, logré pisar el apoyo que había en el madero. A duras penas me alcé y alivié la asfixia de mi tórax.

Respiré entrecortado y con mucho dolor.

El soldado volvió a escupir y gritó a los demás: “!Listo! esperaremos aquí hasta verlo morir y luego nos iremos. Eran las doce del mediodía.

Los soldados tomaron mis vestidos y los dividieron en cuatro partes, una para cada uno de ellos. Mi madre hizo el intento de recoger la túnica, tejida de una sola pieza de arriba abajo sin costura alguna, que ella misma había hecho pero el decurión la empujó hasta hacerla caer. Ese mismo soldado dijo: "No la rompamos, echémosla más bien a suerte, a ver a quién le toca." Esto es lo que hicieron los soldados.

Cuando el dolor cesó un poco, pude ver con claridad a mi alrededor: los dos hombres igualmente crucificados y abajo, Juan, mi madre y el resto de sus amigas: María, la hermana de mi madre, esposa de Cleofás, y María de Magdala.

Respiré profundo y pausado para recuperar las fuerzas. Ví a mi Madre y junto a ella a Juan. Me dirigí a mi Madre: "María, mamá. Ahí tienes a tu hijo." Ella miró a Juan y en un acto de madre, le pasó el brazo por la espalda a nivel de la cintura a la vez que recostaba su cabeza en él, llorando.

No lo pierdas de vista madre. Si hasta aquí te ha acompañado, de seguro te servirá como fiel hijo. Él cuidará de ti y suplirá tus necesidades mientras yo vuelvo por ti.

Después dije a Juan: "Juan, ahí tienes a tu madre."

Desde hace ya unos años atrás has compartido conmigo su amor, su alegría y dulzura. No la pierdas y aprovéchala en todo cuanto sabe y en todo lo que puedas aprender y oir de ella. Ella será un faro de alegría, una torre y refugio en los momentos en que ni tú, ni los demás discípulos que no están aquí, no vean claro.

Y desde aquel momento el discípulo se la llevó a su casa.

Lo demás ya lo sabes. Entregué mi vida al mundo por su Salvación. Es obra de mi Padre para reconciliar en mi al hombre con él y para manifestar al mundo que mi Padre ama sin medida y lo hará por los siglos sin fin.