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Jesús, tu amigo y Señor

Jesús, tu amigo y Señor
Déjate fascinar por el Dios-hombre que muertra la dulzura de su Padre

CAPÍTULO XLV. LA NECESIDAD DE PERDÓN. Del 22 de Noviembre al 28 de Noviembre de 2009

Muchas cosas me han sucedido en la vida pero las que más guardo en el corazón son las que me unen estrechamente en sentimientos, con cualquiera de los hermanos que me ha dispensado mi Padre Yahvé. Te explico con una pregunta: ¿Crees en el perdón? ¿Existe una necesidad de perdón?

El perdón es una palabra de seis letras pero cómo fastidia la vida de muchos. No porque sea el causante de las situaciones sino porque precisamente es como un cuchillo cortante que sana en la carne herida y podrida.

¿Por qué no se cree en el perdón? ¿Por qué no existe una actitud de perdón? Quizá la causa – y seguirá siendo – se encuentre en la mala lectura que hacen los hombres de la Torah. Es cierto que en ella se han redactado normas y leyes para la venganza, pero antes de eso, no se ha leído que existe una hermandad previa que hay que vivir. El hombre siempre piensa en el desencadenante y no en las actitudes propias de las relaciones humanas para evitar las discordias. Todo se apunta es a la inevitabilidad de la ofensa o el deseo de la venganza y no en el ambiente que hay que propiciar para que exista una clima de concordia que propicie a su vez, el encuentro con el otro, con el prójimo.

Te contaré por tanto, una historia que tiene referencia con esto.

Un día de la semana, un fariseo me invitó a comer; era un fariseo reconocido en el pueblo. Su nombre era Simón. Poseía una casa en el centro del pueblo, cerca de la plazoleta central y más cerca aún de las fuentes hechas por los antiguos padres para recoger agua para las cosas. Era una casa hermosa, amplia, muy bien cuidada en su exterior y hermosamente decorada con jardines laterales y frontales. Además de ello, tenía amplios pasillos que servían de recepción para las gentes, de manera que descansando, pudieran observar la tranquilidad y la privacidad de la casa.

Entré en casa del fariseo y, como en otras casas, fui invitado a pasar a las salas interiores donde había mayor frescura y en donde los sirvientes se desvivían por todos los que estábamos presentes. Hechos los ritos de recepción y bienvenida, ocupé un sitio en la sala; sitio de atención preferencial. Me recliné en el sofá para comer.

Es interesante cómo están amobladas las casas de los fariseos porque a pesar de las críticas lacerantes que ellos hacen a los extranjeros, siempre los muebles de tipo romano y helenos están allí en esas casas, entre otras cosas. Había mucho olor de especias y perfumes de flores en el ambiente. También se mezclaban los perfumes personales que tenían algunas mujeres del resto de los fariseos que a su vez, se confundían con los propios de los alimentos que iban trayendo en bandejas. El último olor en llegar era el de vino que servían expresamente en sendas copas para la atención de los comensales.

En aquel pueblo había una mujer muy conocida; pero era muy conocida porque estaba “tachada” como una pecadora. ¡Es increíble como el término pecador, pecadora, marca para siempre! Algunos, especialmente entre los sacerdotes y levitas, marcan de tal forma a las personas, que les es muy difícil a esas personas que lleguen a tener aprecio entre la gente, pero después están hablando libremente de reputación y no se dan cuenta de que una viga les atraviesa la vista. ¡Qué necios son! Muchos tienen la habilidad de anular con la lengua y sus comentarios a muchos hombres y mujeres y ellos van por el mundo con la marca de Caín, siendo despreciados. ¡Ay de aquellos que lo hacen porque pronto caerán!.

Pues bien, esta mujer pecadora, al enterarse de que yo estaba comiendo en casa de mi amigo fariseo, tuvo un gesto para conmigo. Un gesto que jamás a nadie se le hubiera ocurrido: yo, reclinado en la butaca; ella pasó por en medio de todos, se colocó a mis pies pero detrás, tomó un frasco que, por cierto era hermoso; biselado, de color verdoso y con una hermosa tapa cuyo tope era de cristal, además del corcho que llevaba inserto. Este frasco contenía perfume y, justo a mis pies, se puso a llorar. Por supuesto que nadie necesita de motivos externos para llorar; es más, me atrevería a decir que a nadie le interesa lo que suceda en el alma de aquellos que lloran, a menos que descubran sus sentimientos ante los demás.

Sus lágrimas empezaron a regar mis pies. Todo los que estaban presentes se extrañaron mucho de que yo dejara que eso ocurriera puesto que era un fluído individual que no debía tocar a nadie; que menos debía tocar a un hombre del cual no era su mujer y sobre todo, que no debía ser permitido como una escena llamativa mientras los comensales eran hombres y personas influyentes. Yo la dejé que actuara de la forma más espontánea que pudiera. ella trató de secar mis pies con sus cabellos largos, azabache, muy bien cuidados. Luego, procedió a besarlos mientras que mezclaba sus lágrimas con el derramaba sobre ellos el perfume que sostenía en ese frasco.

¡Qué hermoso gesto ha tenido esa pequeña criatura! Como reacción natural pensé alejarlos de allí, pero ella los había sujetado con firmeza para que yo no los alejara y poder hacer lo que desde antes tenía premeditado. ¿Cuántas cosas pasan por su cabeza? ¿Cuántos problemas y desdichas llena su corazón y su alma? ¿Quién se ha movido para comprenderla en vez de juzgarla por ese hecho? Alcé la vista pues muchos eran los murmullos en la sala. Los vi con ojos de compasión. ¡Qué mezquindad la del ser humano en no comprender lo que hay muy dentro de nosotros! Parece que todos tuvieran cortados los sentimientos y castrado el corazón para sentir estos afectos que solo un alma sublime puede hacer.

Al ver esto Simón, el fariseo que me había invitado, dejó soltar un murmullo que más que a propósito, fue inconsciente: "Si este hombre, que se cree un maestro y al cual muchos trataban como profeta, fuera realmente profeta, sabría que la mujer que lo está tocando es una vulgar pecadora, conocería todos los pecados que lleva arrastrando y el precio que le han puesto muchos hombres en el pueblo, al igual que los extranjeros."

Me sentí muy mal al escucharlo murmurar. Simón no se había dado cuenta que yo lo estaba mirando y cuando cobró la conciencia, su cara se tornó roja como una manzana y bajó la cabeza dando la señal de su culpa. En ese momento tomé la palabra y le dije: "Simón, tengo algo que decirte, pero quiero que aprecies cada palabra que te voy a decir por tres cosas: la primera, porque creo que no tienen desperdicio; la segunda, porque creo que te van a ilustrar mucho tu vida y de seguro, por ser una persona inteligente comprenderás lo que quiere decirte y en tercer lugar, porque creo que también será una lección bastante grande para los demás porque poseen una actitud semejante a la tuya."

Simón me contestó: "Habla, Maestro. Desde hace unos cuantos meses se que tienes palabras sabias y que realmente hablas al corazón. Se además que en algunas ocasiones tus palabras son duras pero pretenden enseñar a las personas a las que van dirigida".

A continuación le dije: "Un prestamista tenía dos deudores: uno le debía quinientas monedas y el otro cincuenta. Como no tenían con qué pagarle, les perdonó la deuda a ambos. Ahora presta atención Simón, porque la pregunta es exacta ¿Cuál de los dos crees tú que lo querrá más?" Simón me contestó: "!Ah maestro! ¿Tienes preguntas más difíciles que esas? Me le quedé mirando y le dije: “Necesitas que mis preguntas sean complejas y de altura para que puedas decir que son sabias o que por ser complejas esas sí hablan de Dios? Él me contestó: “!No maestro, claro que no! Y ya mismo te contesto: Pienso que lo amará más aquel a quien le perdonó más, precisamente el de las quinientas monedas, pero aquí entre nos maestro, yo pienso que ningún prestamista perdonaría y menos si se le debe mucha o poca cantidad de dinero, igual castigará." Me le quedé mirando por segunda vez, intentando ver lo que había en su pasado y en su experiencia de vida.

Le dije: "A la primera parte has juzgado bien, pero creo que estás equivocado en la segunda porque tú mismo te has puesto en el lugar del prestamista y ha sobresalido tu avaricia; pero no se trata de avaricia sino de misericordia Simón, ¿entiendes? De perdón".

Lo mandé a que se acercara más a mi y se sentara justo en la butaca que yo ocupaba y, volviéndome hacia esa hermosa mujer que me dispensó este gesto, le dije a Simón: "Simón, ¿Ves a esta mujer? Fíjate bien en las cosas que te voy a decir: Cuando entré en tu casa, no me ofreciste agua para los pies, que sabes que lo debes hacer. No te excuses diciendo que me mandaste a los sirvientes tuyos. Ellos lo hacen porque es su deber hacerlo, pero el gesto, el detalle de ofrecimiento y servicio, no estuvo presente en ti, o por lo menos no partió de tu corazón, en cambio ella me ha lavado los pies con sus lágrimas y me los ha secado con sus cabellos. ¿Qué? Eso te produce repugnancia? No te pedía que lo hicieras tú porque sabes que como hombres sería una sumisión a mi persona; además, quédate tranquilo porque aún con cabellos largos, los tuyos simón, muy poco cuidados están para que lo hicieras. Quizá estas palabras que en principio eran en un tono bajo y dirigidas a una sola persona, provocaron risas de burlas para Simón.

Tú no me has recibido con un beso. Es normal que lo hagas. Lo debes hacer con tu familia, hijos, mujer, etc. Pero más aún, en muestra de afecto, a las personas que aprecias y más si me llamas maestro o me tienes por tal. Pero ella Simón, ella desde que entró, no ha dejado de cubrirme los pies de besos. ¿Qué significa pues un beso para ti? O ¿es que vas a distinguir besos pecadores de besos de santos? Si sacó las intenciones de su corazón, verás que puros son esos besos, independientemente de que la llames pecadora o no.

Tú no me ungiste la cabeza con aceite, Simón; ella, en cambio, ha derramado perfume sobre mis pies. No me vengas a decir que el perfume es caro o barato; de eso no se trata. Se trata del valor del suave olor que muchas veces no guardamos dentro pero que sí deseamos con perfumes naturales que resalte lo mejor de nosotros para Dios. ¡Ella lo ha hecho Simón!

¿Alcanzas a entender ahora toda la magnitud de lo que ha sucedido aquí? También hice consciente el silencio que se había hecho en la sala. Quedé un rato en silencio yo también mientras la mujer se terminaba de arreglar el cabello y limpiar las lágrimas que quedaban en su rostro.

Continué mis palabras dirigidas al dueño de la casa: Por eso te digo “Simón, que sus pecados, sus numerosos pecados, les quedan perdonados, por el mucho amor que ha manifestado y que ha brotado desde el fondo de su corazón. Ella representa el mayor deudor, en cambio a aquél que se le perdona poco, demuestra poco amor." Por eso te pregunto yo una vez más y les pregunto a ustedes todos: ¿En qué situación se encuentran? Muchos de los presentes bajaron la cabeza y otros cuantos se hicieron los locos, pretendiendo una conversación artificial mientras se esforzaban por beber un vino que en realidad no les pasaba ni de la boca. Mi cara reflejó una sonrisa de comprensión.

Dije después a la mujer cuyo cuerpo, ahora erguida, se distinguía más y mejor: "Tus pecados te quedan perdonados". Intentó llorar de nuevo, pero al ver que le tenía sujetas las manos, empezó a sonreír de alegría, como liberada de un peso asfixiante.

De nuevo, los que estaban con Simón a la mesa, empezaron a pensar: "¿Así que ahora pretende perdonar pecados?" Pero de nuevo yo me dirigí a la mujer, como en un gesto de mayor liberación: "Tu fe te ha salvado, vete en paz." Ella, como si no supiera que hacer, me abrazó como pudo y me regalaba besos a montones. Entonces, muchos de los fariseos que estaban allí se disgustaron y dando fuertes gritos y tirando las copas, como actitudes de personas desequilibradas que pretenden pagar con las cosas sus fallos, se retiraron furiosos de la sala y algunos de ellos en el camino, empujaron a los sirvientes a quienes antes le habían sonreído por servirles el vino que querían.

Simón, avergonzado, al terminar la comida, me dijo: Gracias maestro por la hermosa lección. “Creo que no preparaste esta escena pero habla de la misericordia que hay en ti, pero sobre todo me ha enseñado a no juzgar a los demás sin antes revisar las intenciones ocultas de mi corazón y los motivos para expresarlos. De verdad, gracias maestro.” Sus palabras alcanzaron justo para que me despidiera en la puerta hasta una próxima oportunidad en que él mismo tomó la decisión de seguir mis enseñanzas y sobre todo, para emprender una vida de santidad que de seguro, alcanzaría en la ancianidad con su familia.

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