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Jesús, tu amigo y Señor

Jesús, tu amigo y Señor
Déjate fascinar por el Dios-hombre que muertra la dulzura de su Padre

CAPÍTULO XLIX. PADRE MÍO, PADRE TUYO; PADRE NUESTRO. Del 20 de Diciembre al 26 de Diciembre de 2009

Una de mis mayores satisfacciones en la vida es estar el mayor tiempo posible con aquél a quien amo y de seguro sé, me ama. Se trata de mi Padre. Es algo tan vital y tan necesario, que cada vez más, encuentro profundidad en cada palabra y en cada pensamiento que compartimos a diario en nuestro diálogo que por cierto, muchos le llaman orar.

De nuevo se mueven en mi memoria la cantidad de veces que José, mi Padre en la tierra y por supuesto que la bella de mi madre, María, me sentaban o en sus piernas o acuclillado en el piso, en una pequeña alfombra, para recitar palabras dirigidas a Yahvé. ¡Qué delicia! ¡Qué momentos tan llenos de presencia que mi Padre lo envolvía todo: mi vida, la de José y María. Allí, sin ningún cansancio, a pesar de mi pequeña edad, el cuerpo se llenaba con brisas de amor que provenían de un aleteo invisible que nos daba en la cara, mezcladas con rayos de luces alegres que hacían de esos momentos, algo especial.

Por eso puedo decir que es un gozo para mi, el que ellos me hayan enseñado algo que ya en esa misma edad poseía “algo” de natural en mi. Algunas veces María me había encontrado intentando encender un candil para iluminar mi espacio de oración con Yahvé. Me decía suavemente al oído: “Jeshua, no necesitas de luz artificial. En ti, aquí – señalándome el corazón – hay suficiente luz de aquél que hace unos cuantos años atrás es parte de mi en ti, para que te dirijas a él en completa confianza. Solo cierra los ojos y deja que te abrace con amor eterno como desde siempre lo ha hecho”.

Así pues, hoy deseo con mucho amor contarte otra de mis historias que han servido para ver el grado de aprendizaje que tienen mis discípulos en este caminar.

Un día normal, de mucha brisa, estaba yo en uno de los montes cercanos al lago. Hay unos cuantos de esos montes alrededor, que dan una buena vista al mismo, pero lo mejor de todo, permiten un descanso en las jornadas. Estaba yo, orando en ese lugar, aunque es difícil hacerlo por la cercanía de la gente. Era como las ocho de la tarde. Estábamos en verano. A esa hora tenía la ventaja de que la gente se recogía en grupos familiares y nos dejaban cierto espacio para que me reuniera con mis discípulos, pero me alejé un poco más de ellos para tener mayor concentración y encontrarme a gusto haciendo de mi cuerpo el mejor lugar de citación con mi Padre.

Allí, en un espacio llano, me arrodillé en la poca grama casi seca que había. Sentí las pequeñas piedras internarse en mis rodillas a través de mi túnica y encontrando acomodo, mi cuerpo se fue relajando hasta encontrarse perfectamente de cuclillas como hace mucho tiempo atrás. Dispuse mis brazos en oración y agachando la cabeza, la dejé relajar, cerrando los ojos. Mis pensamientos fluyeron.

“Abbá, Padre. ¡Te amo!. Cada día mi corazón y mi vida toda se abren a ti. Estás muy dentro de mi y yo en ti. Desde siempre mis palabras son de eterna alianza contigo: aquí estoy para hacer tu voluntad. No quieres otro sacrificio así que siempre te renuevo mi disposición para cumplir tu voluntad. Gracias por el don de ser hombre, de sentir la miseria, de amar lo que en el hombre quisiste de siempre: amar con gratuidad a tu criatura, sentirlo hijo, querer de ellos un corazón como el tuyo y el mío.

¡Abbá, papá!. Te presento, lo sabes bien, a cada hombre y mujer sufriente; aquellos oprimidos por sus propias miserias. Aquellos hombres y mujeres que no saben más que arrastrar sus cadenas sin saber que fácilmente pueden ser rotas, especialmente la de aquellos que se dejan anular por sus miserias internas, sus problemas y frustraciones, sus dolores, sus enfermedades. ¡Sí Padre! Es difícil llegar al descubrimiento de la libertad porque son muchas las ataduras, especialmente las personales, pero sobre todo también las que generan las estructuras. ¡Cuánto dolor acumulado! ¡Cuánta injusticia y desigualdad generadas por mal entender que el dinero y ser parte de una clase social lo es todo! ¡Qué lejos está todo de la verdad! Todo lo coloco en tus manos.

¿Sabes Padre? También coloco en tu corazón las sonrisas de tantos carricitos que van de aquí para allá haciendo de los brazos de sus padres, grandes y fuertes columpios; la de los jóvenes y niños que hacen del mundo una gran rueda giratoria en la que las esperanzas se revuelven con las ilusiones y el futuro de un mundo mejor. También coloco en tus manos tantas llagas, úlceras, lepras, cegueras, sorderas, mudez y otras enfermedades que son motivo de alegría para aquellos que se ven liberados. Dentro de ellos palpita la libertad y la liberación que sólo tú traes para ellos y para aquellos todos que quieren un mundo según los ojos transparentes con los que miras a tu creación. ¡Te amo, Padre!

Como a las once de la noche, cuando aún se apreciaba una tenue claridad sobrante de la tarde que caía, terminé mi oración. Sentía que mis pies no tocaban tierra y que mi alma toda, todo mi ser estaba hinchado de la saciedad alcanzada en ese encuentro con mi Padre.

Aunque todos me habían esperado y habían estado atentos de lo que yo hice alejado de donde estaban, uno de ellos, Juan, el más observador y que no paraba de recolectar datos, me dijo: "Jeshua, maestro… Señor, enséñanos a orar, como tu primo Juan enseñó a sus discípulos. Ciertamente, la mayoría somos pescadores y a pesar de haber estado contigo, nos resbala la oración, pero hoy te hemos visto con tanta dulzura y profundidad, que no nos queda más remedio que hacerte esta petición. Hasta Pedro y Judas Iscariote se han quedado abismados de verte como te has internado en ti mismo para ausentarte de este lugar. Estabas allí pero en realidad tu presencia pertenecía a otro, quiero decir, a tu Padre Yahvé”.

Abracé a Juan y me lo fui llevando a donde estaban los demás. Ciertamente todos estaban enterados de la petición de Juan, que sólo sirvió de mediador, y después de guardar silencio, le di la respuesta a Juan con conocimiento para todos.

“Juan y todos ustedes. Orar es hablar con alguien que en primer lugar tenemos la certeza de que nos escucha. No es ausencia y menos, si se trata de mi Padre. Él está. Hagan memoria de la zarza en la montaña: "YO SOY", por lo tanto, no son palabras al aire y menos piensen que él está lejos de ti, de cada uno de ustedes. En segundo lugar, ésto que piden, es cuestión de evidencia en el amor. Les repito: no son palabras sueltas. Si piensan que es mover su cuerpo y repetir palabras de Talmud, de la Torah, de nada vale si su corazón no se pone en apuesta. Es cuestión de amor que va creciendo cada día; amor que vence, que hace superar situaciones, que da sentido”.

Bartolomé, forzado por Pedro y Santiago me dijo: “Señor, cuando estabas allá, tu rostro y tu figura parecía otra cosa, algo así como un cocuyo en la noche. Aunque es cierto que había claridad en este sitio, tu rostro, tu vida reflejaba un brillo, una claridad, como si tuvieras ángeles a tu alrededor. Explícanos Señor qué te pasaba”. Lo miré dulcemente porque su pregunta me parecía tan inocente. Le dije: “Bartolomé. Algo esencial en la oración que ni tu yo, ni tu cuerpo entero sea obstáculo para estar con y en él. Aunque seas tú mismo consciente de lo que haces, estar con mi Padre no solo es deleite sino que es arrobamiento. Él y yo nos sumimos en un solo ser como desde la eternidad somos. No te llame la atención si se produce cualquier fenómeno sino que te quedes tan pleno en él que solo eso te baste.” Preguntó una vez más: “ ¿Podremos Señor? “ No te quepa la menor duda de que así será Bartolomé.

Después de estas explicaciones y aclaratorias que fueron absorbidas con total facilidad, les dije:

"Cuando recen, digan: Padre nuestro. No se cansen de decir nuestro porque él es dueño y creador de todo. Aunque no reparemos en la creación, toda especie, toda vegetación, está estrechamente unida al hombre como una hermandad universal en la que el propio hombre debe recuperar su condición de custodio de cada animal, cada vegetal que está a su servicio. Es Padre porque su amor está desperdigado por cada cosa que respira, que forma parte de este concierto vivo que da muestra de la belleza y de cada detalle que ha salido de su mente. No puede haber división entre un nuestro y un mío. La palabra clave es NUESTRO y no porque lo diga yo, sino porque él lo ha querido así.

Que estás en el cielo. ¡Cierto que estás allá en el cielo! Sin lugar específico como lo podamos pensar. Necesitamos romper la categoría de espacio para pensar que Dios Padre abarca mucho más que lo largo, lo ancho y lo profundo. Rebasa tiempo y espacio para crear el cielo aquí en la tierra y sentirnos allá en el cielo. Es él quien viene y se acerca. Él simplemente está y no necesitamos ubicarlo o reducirlo en un lugar.

Santificado sea tu Nombre, porque no debemos cansarnos de bendecir a aquél que nos bendice siempre. Su nombre es un continuo “ser” que va más allá de la palabra YAHVÉ. Es un nombre con peso específico porque nunca se ha tenido prueba de que haya quebrado su Palabra, o se haya alejado de su creación o haya huído por vergüenza de lo que su criatura hace. ¡Bendito sea tu nombre Padre.

Venga a nosotros tu Reino. Muchos de ustedes quieren que el reino de mi Padre sea como cualquier reino humano en el que solo se cometen atrocidades y en donde las bajas pasiones llenan los corazones de los que allí viven, pero Dios Padre está por encima de cualquier categoría porque los valores del hombre son perecederos. Dios Padre quiere un reino de hermanos, espacios donde se viva la justicia, la paz, la igualdad. Estos valores los pregona el hombre cuando los necesita, pero inmediatamente los destruye con los pies, sin embargo él no. Él sabe que son cada una de esas cosas porque salen de su propio ser, por lo tanto no solo se trata de pedir que venga su reino sino que seamos capaces de trabajar porque el reino sea una realidad patente en el hoy de nuestras vidas.

Danos cada día el pan que nos corresponde. Es un pan de mesa común en el que la cantidad sobrepasa a las necesidades y en la que los granos de trigo son en realidad las luchas, los esfuerzos y las angustias de cada hombre y mujer que busca en mi Padre el alimento que nunca perece. Es el pan de la unidad, el pan que solo congrega.

Ahora insistimos en ésto: Perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe.

¡SÍ! no se extrañen de estas palabras. ¿Por qué se van a extrañar pues? ¿Están pensando que el perdón proviene de sus corazones? ¡Qué va! ¡Para nada! Es el mismo Padre que por ser Padre, no sabe hacer más que perdonar porque esa es su condición de Padre que todo lo perdona y pasa de largo hasta las cosas más gruesas. Es él quien nos enseña a no tener un corazón duro, pero también enseña a reconocer los fallos. ¡Allí está su secreto!. Creemos que podemos perdonar pero es porque nosotros sentimos la fuerza del perdón del Padre y nos sentimos tan pequeños que esa fuerza solo la siente quien se encuentra tan perdonado para dar perdón. Es por eso que cuesta perdonar pero de cierto que será él quien nos estimule el corazón para sentir la misma misericordia que él nos dispensa.

Y, ¡Padre! no nos dejes caer en la tentación, sobre todo la tentación de negarte siempre y de no sentir que tu acción, que tu Espíritu actúa en nosotros. No dejes que el mundo marche por su lado. Sostenlo con el poder de tu amor porque ni sabemos cómo actuar en un mundo que ofrece vida y porque la maldad del mismo hombre parece relucir más que su bondad.

Padre, que no eres el origen del mal; destruye toda tentación y cualquier ocasión de muerte y pecado en el hombre porque todo desdice de tu creación.

Terminada esta oración, los discípulos y las personas que allí se encontraban se fijaron en la insistencia de mis palabras y en el contenido represado en ellas y después de asimilarlas, se retiraron en silencio, algunos otros murmuraban de lo bello de la enseñanza hasta dejarse vencer por el sueño.

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