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Jesús, tu amigo y Señor

Jesús, tu amigo y Señor
Déjate fascinar por el Dios-hombre que muertra la dulzura de su Padre

CAPÍTULO LII. LA CEGUERA EN JERICÓ. Del 10 de Enero al 16 de Enero de 2010

Unos cuantos días después, llegamos a Jericó.

Jericó es famosa en el tiempo: Josué enfila las tropas por orden de Moisés y no solo la rodea, sino que hace vueltas con el pueblo en torno a sus murallas y torres y al sonido de las trompetas, éstas caen estrepitosamente causando un número de filisteos muertos. A partir de allí, nuestro pueblo judío fue habitando esta zona y otras que pertenecían a los pueblos residentes filisteos que, debido a estas guerras, fueron desplazados de allí.

Jericó se encuentra enclavada al nor-este de Jerusalén. Es uno de los pueblos pertenecientes a la región de Judea y se extiende en dirección al Jordán, con una altura de 37 metros por debajo del nivel del mar. Zona caliente y con brisas que queman la cara en el día y hace trabajosa la labor diaria de los habitantes.

Allí pues nos dirigimos. Quedamos algunos días tratando con la gente y predicando la Palabra, a la vez que la gente se agolpaba en torno nuestro, esperando ser agraciados con algún milagro que les cambiara la vida. He de decir que la gente estuvo receptiva y se vivieron momentos interesantes en el que el compartir, era un buen don para identificarse necesitados, sedientos de Dios, a quien la propia vida, había negado durante mucho tiempo.

Salimos de allí un día Jueves, lo recuerdo bien. Estaba haciendo calor y de vez en cuando, apresurábamos el paso para conseguir refugio, debido al calor incesante sobre nuestras cabezas. Estaba allá con mis discípulos y nos seguía bastante gente, entre ellos, muchos niños que servían de todo: escoltas, retaguardia y vanguardia; gozaban este encuentro como si fuera un día de júbilo. Yo también gozaba en momentos, porque de vez en cuando salían corriendo, jugando a bandas que se perseguían, o compartían cualquier cosa que tenían en la mano, hasta un coco de palmera, como si fuera una pelota, persiguiéndose incesantemente por el camino sin importar los ancianos que pasaban o los adultos que iban con carretas, cántaros, u otras cosas de barro en las manos.

Justo cuando ya salíamos de la ciudad, un limosnero que era ciego, se encontraba a la orilla del camino. Se llamaba Bartimeo. Era hijo de Timeo, hombre ya mayor, muy conocido en la ciudad precisamente por este hijo, pero porque era alfarero. Muchos le echaban la culpa de la ceguera de su hijo porque en los talleres poseía algunas mezclas raras de tintes y ácidos que usaba para que el barro adquiriera mejores colores o mayor brillo. En realidad su alfarería era destacada salvo por esa “marca” que llevaba en la familia, de tener a Bartimeo pidiendo limosnas aquí, al borde del camino.

Este hombre joven, con menos de 27 años, al enterarse de que era yo quien pasaba por allí, empezó a gritar: "¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí!". Al principio confieso que no alcanzaba a oir sus gritos por varias causas: iba distraído jugando con los niños; ellos gritaban muy fuerte y agudo, propio de los niños de toda época, pero además, te he dicho que venían con nosotros muchas personas que hacían de cordones humanos que apretujaban y sólo dejaban paso a las correrías para los niños que estaban a mi lado jugando. Me enteré que muchas personas trataban de hacerlo callar. Pero él gritaba con más fuerza: "¡Hijo de David, ten compasión de mí!" y fue allí justo cuando lo oí. Gritaba mi nombre y me asignaba un título.

Como en otros tiempos, mi mente divagó porque empataba ese título con otros títulos que también habían dicho otras personas en otros pueblos. Cada vez más oía apelativos para mi que, además de no esperarlo, me cuestionaban mucho porque en mi interior, buscaba respuesta a esto.

¿Hijo de David si él había muerto hace mucho tiempo? Pero luego me dije, ¡cierto! ¡José es de la casa de Judá, de David y la prueba mayor es que es de Belén!, ¿pero quién sabía esto?. Recordé junto a ello, los hechos de la matanza de los inocentes cuando yo estaba recién nacido. Herodes padre no quería aceptar un nuevo rey y ordenó la matanza. Volví en mi conciencia y me detuve lo más cerca que pude llegar a él y le dije a Pedro y otros más: "Llámenlo, por favor." Llamaron, pues, a Bartimeo diciéndole: "Vamos, levántate, que te está llamando el maestro". Alzó la cabeza hacia la voz que le hablaba pero empezó a levantar la mano intentando ayuda pero queriendo llegar hasta el hombre que le hablaba. Arrojó su manto, que por cierto estaba en buenas condiciones porque su madre cuidaba mucho de él, de sus vestidos, de su hijo y éste se puso en pie de un salto y se acercó a mi. De hecho Pedro, Santiago y Juan le abrieron paso hasta mi en medio de la gente.

Le pregunté a Bartimeo: "¿Qué quieres que haga por ti?" Él me contestó: "Quiero ver mi Señor”. Dos palabras bastaron para expresar su deseo: Querer ver no es cosa fácil. Muchos tienen vista, tienen su sentido intacto pero realmente no ven porque están ciegos al igual que Bartimeo. Es más, este joven alcanzaba a ver cosas que otros videntes no logran ver. Muchos solo tienen los ojos para apartarse del bien; otros ciertamente son ciegos a la injusticia y el dolor. Esta es la ceguera que da más pena pero quien realmente no ve, es ajeno e inocente de las estructuras de pecado que vamos generando a diario.

Entonces me acerqué más a él y le puse mis manos en sus hombros. Cerró sus ojos y agachó la cabeza como queriendo absorber una energía tan vital que sólo él sentía. Ambos callados en medio de rumores, de admiración de las gentes. En él se operaba algo distinto: una luz que se iba encendiendo desde su corazón y conectando, iluminando cada fibra de su ser al paso del Espíritu hasta llegar a alojarse en sus ojos. Respiró profundo como queriendo absorber de una sola vez la Gracia que lo alcanzaba. Todo el mundo fue testigo del gesto que hizo, como si un escalofrío recorriera su cuerpo cuando le dije: "Bartimeo, puedes irte; tu fe te ha salvado". Y enseguida pudo ver y el milagro sucedió: abrió sus ojos de nuevo y aunque la luz le lastimaba, alzó sus brazos hacia mi cara y recorrió con sus dedos desde mi frente hasta lo último de mi barba a la vez que se empezaba a reir cada vez más fuerte, diciendo: “Maestro, Maestro, Maestro, gracias”. Su siguiente gesto fue agarrarme las manos y besarlas cuantas veces pudo. Muchas mujeres, las más cercanas empezaron a gritar: “milagro, milagro”. Una de ellas era Séfora; la madre de Bartimeo quien desesperadamente llegó a mi y me abrazó e inmediatamente hizo lo mismo con su hijo. Ni una palabra más. Sólo lágrimas en ella y descubrimiento por su vista y sus manos en el rostro de que quien lo había cuidado y amado de toda la vida. Esta escena sirvió para que yo hiciera un gesto a mis discípulos con la vista para irnos alejando de allí y poder zafarnos de la gente.

Seguimos nuestro camino hacia las afueras de la ciudad. Con un profundo lleno de gratitud en el corazón a Yahvé, mi Padre, por tantos beneficios de su amor para con el hombre. A pesar de que me estremecí, solo inicié una melodía improvisada con el trozo de salmo: “tu fidelidad y tu misericordia son grandes y duran por siempre”. Para cuando estábamos lejos, ya era casi la hora sexta del día y nos quedamos en descampado mientras Judas Iscariote y Tomás, preparaban algo de comer.

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