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Jesús, tu amigo y Señor

Jesús, tu amigo y Señor
Déjate fascinar por el Dios-hombre que muertra la dulzura de su Padre

CAPÍTULO LXIV. MARÍA DE MAGDALA: AMIGA Y MUJER. Del 04 de Abril al 10 de Abril de 2010

¿Aún me sigues? ¡Creo que sí! ¡Aún yo sigo aquí!. No estoy muerto porque el Padre me otorgó la vida. Aquél que sufrió conmigo en la cruz, ahora es el mejor testimonio y artífice de la vida y del triunfo sobre la muerte y el pecado.

¿Dirás cómo ha de hablar un muerto? Pensarás que ¿cómo estoy aquí hablándote si quedé reducido a la nada en la cruz?.

Si crees realmente eso, entonces en ti se desvanece el acontecimiento central de mi vida.

¡Oye! ¡Escucha! No vine a la vida terrena para que me vieras solo morir y participar de la corrupción de la carne en el sepulcro. ¡No! ¡Estás equivocado! Y no pienses también como otros que he asumido otra carne, otro cuerpo. ¡No! Te estoy manifestando la alegría de mi Padre y su única verdad: que él es el Dios de la vida; que él y yo somos uno y en mi puedes tener vida y vida en abundancia.

¡No temas! Desde siempre te he hablado del Espíritu Santo que habita en mi Padre y en mi. Todo cuanto no entiendas, él te lo hará saber y te lo hará entender con lujo de detalles. Sólo te pido en este momento que confíes y abras tu corazón más allá del misterio de la muerte como has visto en mi, en el capítulo pasado. ¡Cree hermano! ¡Abre tu corazón! Si lo haces y estás dispuesto a aceptar la verdad de la vida eterna, te contaré lo que sucedió luego de mi muerte. ¿Te animas?

Después de la crucifixión, un hombre, amigo mío, llamado José de Arimatea se presentó a Pilato. Déjame explicarte algo de él y así conocerás de amigos míos que, de seguro, no conociste en vida.

José era uno de mis discípulos, pero no del círculo más íntimo que conoces, sino de esos que se mueven en lo secreto; amigos que necesitan del anonimato para purificar su fe y ahondar en mis palabras.

José no era abiertamente conocido mío. Te explico.

José de Arimatea era un hombre con dinero y se movía en las esferas del sanedrín; de hecho, tenía voz dentro de ese círculo influyente del poder y de la sociedad. A pesar de que comulgaba perfectamente con todas sus raíces judías, algo sonaba en su corazón de forma diferente. Algo le hacía sentir que mis palabras iban más allá de lo que realmente profesaba con los labios y revolvía en su corazón una serie de cuestionamientos que no lo dejaban dormir en paz y por eso buscaba luz. Decía que yo lo ayudaba en mucho y a pesar de que su edad, era dos veces y media la mía, me llamaba “maestro” y eso lo tomaba muy en serio.

José de Arimatea mantenía guardado este secreto por miedo a los judíos. Al final de mi vida se hizo muy cercano a mi madre y a Juan, e inclusive le pidió a mi madre que fuera él quien corriera con los gastos de mi sepultura y de defenderla en cualquier maniobra perversa de los sumos sacerdotes si intentaban hacer algo funesto en mi contra, así que pidió a Pilatos la autorización para retirar mi cuerpo, y éste se la concedió. Fue y retiró mi cuerpo.

Junto con él también estaba otro amigo y discípulo mío: Nicodemo.

En el último año, no perdía la oportunidad y me avisaba de antemano que quería verme de noche y confieso que fueron noches intensas y continuas en las que mi Espíritu fundía más y más su alma en la comprensión de las cosas de mi Padre. Nicodemo para esa ocasión, en que recogieron mi cuerpo, llevó unas cien libras de mirra perfumada y áloe.

Donde fui crucificado, también había un huerto, y en él, un sepulcro nuevo donde todavía no había sido enterrado nadie. Allí me enterraron y por dos simples razones: se debía respetar el Día de la Preparación de la pascua judía y porque ante la premura, por temor a muchos, José de Arimatea, dueño de ese sepulcro, decidió junto con mi madre, que allí sería el lugar más seguro y adicionalmente, porque ella estaría más tranquila y ya vendría a hacerme compañía.

Lo envolvieron con más aromas, según nuestra costumbre judía: Tomaron mi cuerpo y lo limpiaron con delicadeza, cuidando de mis heridas que eran muchas. María, mi madre, se quejó llorando de las heridas que me produjeron los latigazos dados con esas cuerdas trenzadas con plomo y hierro sin procesar. “Muchas heridas, Hijo. Te masacraron y así me devuelven tu cuerpo; mi Jeshua, mi pequeño. Tu Padre y yo sufrimos tu muerte y aunque dolorosa, él sabrá qué hacer contigo”

Llenaron un envase con aceite mezclado con mirra perfumada. Untaron áloe en mis heridas más profundas: el costado, los pies, mis brazos, mi cabeza. Tendieron a mi lado un lienzo de una sola pieza de cerca de cinco metros. Antes, colocaron cera en mis ojos con sumo cuidado y mi madre besó mi cuerpo por última vez.

Pero no solo estos personajes hacen gala de la belleza del amor fraterno. También estaba María Magdalena. De ella ya has oido y oirás muchas cosas, buenas y malas, tergiversadas y extrañas, pero yo te las contaré de mi propia boca y pensamiento.

María Magdalena era una mujer de aproximadamente cuarenta y dos años. A pesar de tener dinero, porque alguna vez estuvo casada con un hombre rico, era más conocida que tenía dinero, porque muchos la acusaban de ejercer la prostitución. Gozaba de “buena fama” y aunque todos la acusaban, especialmente los ancianos del pueblo, muchos de ellos estaban involucrados, al igual que los de edad madura, en la “visita” a su casa, reclamando la atención y servicio de su cuerpo. De hecho, algunas mujeres de varios de esos hombres llegaron a apedrear su casa de noche y otras más, al encontrarla en la calle o en el mercado, la tumbaban y halaban del cabello, cobrándole las faltas de fornicación y adulterio con sus esposos.

La Magdalena, así le llamaban, tenía otro apodo: “siete demonios”. Muchos la conocían porque yo alguna vez la había curado, pero pensándolo bien, solo un demonio la tenía atada y solo me bastaba expulsar ese demonio para que quedara libre y era precisamente el del deseo carnal. Un solo demonio originante de tantos pecados que tenía y de tantas cadenas que la ataban. Al verse liberada, su seguimiento a mi fue tan total y radical, que muchos decían que ella “me pagaba” con placeres, el milagro que había obrado en ella.

¿Quieres saber la verdad? En una de esas conversaciones, después de unos cuantos meses en que me seguía, me dijo específicamente que nadie, absolutamente nadie, la había tratado como una mujer, sino yo. En su diálogo conmigo, me explicaba que muchos hombres se quedaban admirados de su cuerpo y de la forma cómo les dispensaba favores, sin importar lo que tuvieran qué pagar; pero cuando yo estuve con ella, el trato fue para ella tan especial, tan cercano, tan humano y tan masculino, que no necesitó de sus artimañas conmigo para dejarse seducir.

Y seguía ahondando en sus pensamientos: desde ese día que en que fue defendida delante de todos y para siempre, sintió su alma tan redimida que el deseo carnal cesó de inmediato para desear, solo anhelar ser amada en el espíritu y responder con un amor libre, como el que ella experimentaba en mi: amor sin ataduras; amor sin descendencia y sin “valor de cambio”; amor que llena y da un sentido nuevo a la entrega, a la escucha, a la vida misma. ¡Esa era María Magdalena! En sus continuos diálogos, no dejaba de besarme las manos, de llevarlas a su cara; de besarme una y otra vez, mezclados los besos con las palabras: “Gracias Jeshua, mi hombre, humano, maestro”.

Y te pregunto yo ahora ¿por qué no confiar en ella? ¿Por qué no hacerla sentir valorada, apreciada, amada? A pesar de ser la peor prostituta y la mejor pagada ¿no merecía el perdón y una buena dosis de atención? Se sintió más atraída por el perdón y por ser tratada como una mujer, que por un dedo acusador y unos gritos de rechazo.

Algunos dicen que nos casamos o teníamos una unión irregular ¿al estilo sexual? ¿Crees tú que ella, sintiéndose redimida por el perdón y el verdadero amor, volvería a ofrecer su cuerpo y solo entregarlo a mi? Si piensas así, entonces en ella no se operó nada de conversión, de cambio y otra cosa más: con eso, también tú y muchos, me juzgarían porque en cierto modo me hubiera aprovechado de sus “favores” y por otro lado, caería yo en lo más bajo, cambiando un amor libre, donado, gratuito como el de mi Padre, por un amor reducido, cargado de pasión y fuego pero que solo dura la intensidad de minutos a ratos. ¡No, amigo! La llama del amor intenso, indiviso que recibo de mi Padre es una gran llamarada y no una simple mecha que tiene que ser repuesta.

Sigo ahondando en María Magdalena para que pienses.

¿Porque era mujerzuela? Si piensas así, también la estás juzgando y eso no es bueno. A pesar de sus muchos pecados, como todos y todas las que son perdonadas, ama más y me amó mucho más que a su propia vida y por eso se convirtió en testigo fiel. Esa es la consecuencia de ser amada o amado, es decir, no puedes dejar de amar una vez que te sientes así. Las “necesidades” físicas, materiales, pasajeras, van cayendo a tu lado y forman parte del pasado porque el amor recibido se convierte en un continuo presente cuyo motor primero y único es el amor de Dios.

No es advertencia en modo alguno, pero espero que ahora aprecies la figura femenina de la Magdalena. Ella es amor al aire, brisa que se esparce, una esperanza puesta en su propia convicción de ser ella misma y no lo que otros creen de ella. Es la amiga, la pequeña, la discípula. ¡Ha sabido escuchar! Y, cambiando de tema, quiero contarte lo que sucedió con ella justo después de que sepultaron mi cuerpo.

El primer día, el domingo, ella fue al sepulcro muy temprano; tan temprano, que todavía estaba oscuro. Mi cuerpo permanecía, como te dije antes, en un sepulcro vacío, en el que nadie había sido colocado antes. Sitio oscuro, húmedo, sellado con una piedra en la entrada. Magdalena vio que esta piedra, había sido removida, así que asustada, fue corriendo en busca de Simón Pedro y de Juan y les dijo: "Se han llevado del sepulcro al Señor y no se dónde lo han puesto." Pedro se le quedó mirando y le dijo: ¿Qué dices mujer? ¿De qué estás hablando? Ella insistía en sus palabras y le volvió a decir: “Vengo del sepulcro donde estaba mi Señor. Estaba la piedra rodada y al entrar, no vi el cadáver de Jeshua”.

“¿Estás segura de eso? Pero ¿cómo sucedió, qué pasó quién se lo llevó?” le preguntó Pedro. María Magdalena rompió a llorar y repitió varias veces gritando: “no se, no se, no se. No está. ¡Mi Jeshua no está!”. Pedro y Juan se miraron y salieron corriendo para el sepulcro. Corrían los dos juntos. Juan llegó primero al sepulcro. Se inclinó para ver dentro del sepulcro pero no entró. Vio los lienzos tumbados. Pedro llegó detrás, sin aliento; entró en el sepulcro y vio también los lienzos en el suelo. El sudario con que me habían cubierto la cabeza no se había caído como los lienzos, sino que se mantenía enrollado en su lugar. Entonces Juan se decidió a entrar, vio y creyó.

De ésto les había hablado durante varias sesiones de charlas por los montes cercanos al lago. Nunca entendieron nada de lo que les dije y de cómo estaba señalado todo en las Escrituras. Se los dije claro: ¡Yo "debía" resucitar de entre los muertos!

Pedro se sentó en la loza donde habían colocado mi cadáver. No era usual hacerlo porque de hecho, rompía con las tradiciones de impurezas, pero a él le daba igual quedar impuro o no. Juan se empeño en encender una lámpara para ver mejor y luego, recogió los lienzos para colocarlos bien ordenados en la loza. Seguían sin entender nada:

“!Está claro! ” Dijo Pedro a Juan; “Se han robado el cuerpo de Jeshua; desgraciados ladrones”. Juan, intentando una explicación más clara preguntó a María Magdalena una vez más: “María: ¿Cuándo llegaste, estaba la piedra rodada? ¿Viste a alguien tan siquiera cargar algún bulto o una carreta donde se pudiera transportar algún cuerpo?” Ella le contestó: “No, Juan. Nadie había tan de madrugada por aquí. Solo yo, que traía perfumes para ungir el cuerpo”. Juan se quedó nervioso como Pedro. Los dos discípulos se volvieron a casa, pero Magdalena se quedó cerca del recinto.

María se quedó llorando fuera, junto al sepulcro. Mientras lloraba se inclinó para mirar dentro y vio a dos ángeles vestidos de blanco, sentados donde había estado el cuerpo de Jesús, uno a la cabecera y el otro a los pies. Ella más nerviosa, entró y dijo: “¿Quiénes son ustedes? ¿Qué buscan? ¿Ustedes fueron los que se llevaron a mi Señor? ¡Devuélvanlo o si no gritaré!. Los ángeles sin perturbarse, le dijeron: "Mujer, ¿por qué lloras? ¿Por qué tantos nervios?" Les respondió: "Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto. Por favor, si ustedes se lo han llevado, díganme dónde está y yo lo buscaré. Debo perfumarlo y cuidar de él."

Magdalena insistía en no ver lo evidente, pues solo deseaba mi cuerpo físico. Confieso que cuando la vi de nuevo, me alegré muchísimo. Sintió mi presencia detrás de ella. Se dio vuelta y miró hacia donde yo estaba. Me vio allí, de pie, pero no sabía que era realmente Yo.

Le dije: "Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?"

Ella creyó que yo era el cuidador del huerto y me contestó: "Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto, y yo me lo llevaré. Me sonreí y pronuncié su nombre: "María". Ella me miró con mayor asombro y lanzándose hacia mi, me dijo: "Maestro, amado mío, Jeshua". A continuación le dije: "Suéltame María, pues aún no he subo al Padre. Me causa gran alegría verte y más alegría aún que me ames y seas testigo de esta verdad. Ahora deseo pedirte un favor”. Bañada en lágrimas me contestó: “Lo que sea que me pidas lo haré Señor”. Y le dije: “Presta atención María. Ve a donde mis hermanos; alcanza a Pedro y Juan; reúnelos y diles: El Señor me ha dicho: Subo a mi Padre, que es Padre de ustedes; a mi Dios, que es su Dios." Le dispensé unas palabras de cariño después de las instrucciones que le di. Sentía su corazón explotar al verme, pero la contuve y la preparé para que se fuera lo más pronto posible. Ella se fue y encontró a los discípulos reunidos pero algunos aún dormían. Les dijo que me había visto y les contó todo cuanto le había dicho esa mañana."

En verdad, aquí entre nos, fue la portadora más rápida de la buena noticia en toda esa mañana y en Jerusalén.

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