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Jesús, tu amigo y Señor

Jesús, tu amigo y Señor
Déjate fascinar por el Dios-hombre que muertra la dulzura de su Padre

CAPÍTULO LXII. ESPINAS EN EL MUNDO. Del 21 de Marzo al 27 de Marzo de 2010

¿Alguna vez has trenzado una corona de espinas? O ¿por lo menos te has recostado sin querer a un rosal o de esos arbustos malolientes y con espinas llamados cujíes? Es una experiencia desagradable porque el cuerpo reacciona en masa, ante los continuos “pullazos” de las espinas. En momentos se genera escalofrío en la piel precisamente porque es una reacción inesperada y doliente.

Si esa experiencia desagrada, ¡imagínate cuánto dolor provocó en mi una corona diseñada especialmente para mi cabeza!; hecha con mucha burla y para expresar el rechazo al Reinado de Dios en el mundo. Es la continua tradición en la que se encuentra el hombre que quiere de pronto, el actuar de Dios, pero cuando éste decide un curso distinto del que se vive, es rechazado, traicionado, desechado y anulado. Hasta se diría que Dios es “útil” cuando las circunstancias son favorables.

Pues esta es mi realidad. “Una corona de espinas para mi, pero tranzada para el mundo”. ¿Sobre quién recae el dolor? Mis heridas y mis laceraciones son profundas pero son expresión del dolor del mundo. Cada espina es una señal del dolor por la que pasa el mundo: destrucción de las tierras; muerte de víctimas inocentes; depredación; esclavitud, etc. Muchas espinas para un mundo que no las puede soportar.

Esto es lo que quiero compartir contigo y es lo que deseo que internalices, para que no seas portador de espinas, sino que más bien ayudes con tus manos, a sacarlas una a una y curar heridas.

Después de dejar libre a Barrabás y en ese desconcierto del momento, Poncio Pilatos ordenó que yo fuera azotado. Me llevaron a un patio llamado ‘el enlozado” por sus terracotas en el suelo, muy bien dispuestas y con armonía entre las columnas y los conductos que recogían el agua. En el centro había una especie de pequeño pilar en el que se amarraban las bestias y, por su disposición, podían ser atadas varias. Dicho pilar tenía sendas argollas: cuatro en total, y de allí ataron la cuerda que sujetaba mis manos. En ese momento me fijé lo bien apretada que estaba y sentí la hinchazón y el dolor que se desprendía de mis muñecas. Como una bestia más, fui sujetado de una de las argollas, no sin antes asegurarse el soldado de que estaba bien amarrada.

Eran las cinco de la mañana de ese día. Para esta hora, yo llevaba cerca de treinta y dos horas sin dormir. La nuca y las sienes me estallaban de dolor, no solo por los golpes, sino porque mi cuerpo no se podía mantener en pie. El cerebro no lograba ordenar a mis rodillas que me mantuvieran erguido.

Volví a recuperar la conciencia cuando vi que cuatro soldados llevaban una ancha y gruesa mesa de madera y otros dos más los seguían, sosteniendo dos sillas cada uno. Otros dos soldados más traían una caja de metal con unas especies de varas de madera y algo así como plomo y hierro: eran los instrumentos de mi suplicio. A lo lejos, Poncio Pilatos se molestó en venir a ver lo que se preparaba y ordenó que midieran el castigo. Se lamentó de que esto sucediera porque, según él, la proporción del castigo sobrepasaba la culpa. “Somos fieles devotos de la justicia. La diosa ha de recompensarnos si nos mantenemos vigilantes de que se cumpla la pena y somos garantes de que se ejecute con el mayor celo”. Los soldados preguntaron por el castigo y solamente éste dijo: “denle cuarenta azotes”. Se marchó y como señal de rechazo, escupió en el piso detrás de una amarga expresión en la cara .

En este momento reconozco que los soldados ejecutaban una orden de su superior, pero se ensañaron en dicha ejecución, como queriendo demostrar la fuerza del imperio sobre un hombre totalmente desarmado. Parecía también que en mi veían la ocasión para descargar su furia contra el pueblo de Israel. Demostraban desprecio hacia los pueblos conquistados y no los consideraban más que a un esclavo o a un animal en muchos casos.

En el quinto azote, mis rodillas cedieron y cayeron con fuerza sobre las lozas irregulares, provocándome igual dolor que los azotes. Después vendrían todos los demás azotes aunque con posibilidad de que yo respirara. “Levántate rey para recibas tu trono… de latigazos, ja ja ja”, se reían entre ellos mientras parecían disfrutar de lo que hacían. Más allá logré oir un “Cállense. Limítense solo al castigo y dejen de estar vociferando cosas contra ese pobre hombre”. En una última ironía, ellos le contestaron al centurión, quien los había mandado a callar: “ ¿Pobre hombre? Es un rey de no sabemos dónde ni qué. Mientras más le demos, más rápido llegará a su reino”.

Un latigazo era más intenso que los otros por su fuerza y porque chocaban contra mi carne abierta por el golpe del anterior. Dolor intenso que quebranta mis huesos… “Padre mío que estás en los cielos… dame fuerzas en este momento especial. Fortaléceme con tu presencia. No me abandones.”

Mientras oraba, sentía en igual intensidad cómo se enterraban mis rodillas en las lozas y cómo se enterraban las varas y las cuerdas trenzadas con plomo que en contacto con mi piel, la hacían saltar a pedazos, regando con ellas y con sangre, todo a mi alrededor en un metro cuadrado. Cubría mi rostro con el único gesto que me permitía la cuerda que me tenía atado: agachar la cabeza mientras las cuerdas de los látigos halaban sin piedad mis cabellos.

Hombros, clavícula, espaldas, piernas… todo mi cuerpo lacerado. Después de un largo rato, sentía cómo mi piel solo respondía al escalofrío de mis huesos pero en mi espalda el dolor había desaparecido. Al parar los golpes, un soldado se acercó a mi para echarme un balde de agua en mi cuerpo. Mi debilidad permitió que hasta la fuerza del agua me tumbara hacia el lado izquierdo mientras mi sangre corría toda en dirección a la alcantarilla. Volvió a aparecer el gobernador: “!Basta ya! Han sobrepasado el castigo. ¿Quieren matarlo aquí mismo o es que no se fijan en la condición en que está? Ese hombre debe volver a las manos de los judíos. No ha sido sentenciado por nosotros. Yo mismo tomé conciencia de mi condición y una vez más me miré bañado en sangre. Sentía mis espaldas arder, al igual que mis piernas. Mi cara se había hinchado y también mis brazos. Me notaba desfigurado.

Un soldado vino hasta mi y cortó la cuerda. Justo en ese momento, sin fuerzas, caí estrepitosamente en el suelo de largo a largo y me arqueé porque el golpe sobre mis espaldas duplicó el dolor que sentía. Empujaron a dos sirvientes para que vinieran hasta mi y me pusieran en pie pero no pudieron. Me arrastraron hasta uno de los pasillos y de allí a una pequeña sala que también servía de tortura. Lograron colocarme en una silla. Desde allí vi como uno de los soldados traía una larga rama de zarzas, llenas de espinas. Él, junto con otro, fueron trenzando la corona con espinas, ayudados de un paño y las destrezas de sus dedos. Me la pusieron en la cabeza.

Al principio sólo la colocaron en mi cabeza y en una gesto de rabia e ironía, se echaron para atrás: “te queda estupenda gran rey”; “luces muy elegante”, e inmediatamente uno de ellos delante de mi, tomó el trapo que cargaba el otro, lo dobló unas cuantas veces y lo puso encima de la corona. El peso de la tela me hizo gritar de dolor, pues sentí cómo las espinas hacían su trabajo sobre mi piel. El soldado afincó la corona para incrustarla más y más en mi cabeza, mientras yo me retorcía de dolor y daba gritos fuertes. Chorros de sangre caliente escurrían por mi cara. Algunos hilos de mi sangre fueron a parar a mis ojos. Apreté los dientes y aguanté el trépano de cada una de las espinas. ¡Punzantes!, ¡hirientes!

“Padre…así es el dolor del mundo, de cada madre que ve morir a sus hijos; de aquellas que les son arrebatados sus hijos; el dolor de aquellos que mueren a manos de la falsa justicia. Padre. ¡Padre! Estás aquí bañado en sangre junto a mi. ¡Padre! Perdona tantas ofensas y tanto odio. No se los tomes en cuenta. Riega con nuestra sangre las esperanzas de muchos hombres y mujeres que aún apuestan por un mundo mejor; por una infancia con mañana, por un proyecto de hermanos. ¡Padre! ¡Padre!” Mis lágrimas caían abundantes, uniéndose en mis mejillas con la sangre que formaba gruesas gotas.

El otro soldado había ido a buscar una capa gruesa púrpura. Me la echaron sobre los hombros, no sin antes quedarse enganchada de las espinas, provocando una vez más en mi dolor. Era una capa de color rojo púrpura, larga. Se acercaron a mi, y me decían: "¡Viva el rey de los judíos!" Y me golpeaban en la cara. Era un juego, mezcla de la bajeza humana y la burla de la humanidad.

Después de las tantas burlas que hicieron, el centurión me mandó llevar hacia donde estaba Pilatos. Éste volvió a salir y les dijo a los judíos que aún estaban presentes y esperándome: "Miren, se lo traigo de nuevo fuera; sepan que no encuentro ningún delito en él." Los sacerdotes que allí estaban iniciaron risas en mi contra y se dirigieron a Pilatos: “Ya vemos que no encontraste culpa en él y sin embargo, mira cómo lo has dejado: despreciable, desfigurado, sin rostro. Ustedes los romanos si saben divertirse a costa nuestra”.

Pilatos enfureció y a una orden, cuatro escuadras de soldados salieron al frente y adoptaron posición de batalla con las espadas en mano. De repente se hizo un silencio sepulcral pues los judíos presintieron una masacre. Algunos sacerdotes empezaron a hacer señas con las manos de que todos mantuvieran la calma. Pilatos estaba furioso con ellos. El silencio se prolongó por varios minutos. A lo lejos se vio a su mujer caminando hacia él con la intención de calmarlo. Le dirigió unas palabras en latin y él, echando los hombros atrás, intentó relajarse mientras daba otra señal, para lo cual, los soldados envainaron las espadas. Ella se retiró del lugar donde estábamos. Pasó por mi lado y en hebreo me dijo: “Se que perdonarás a mi esposo y a mi”.

Terminaron de sacarme. Llevaba la corona de espinos y el manto rojo y toda la túnica ensangrentada. Pilato les dijo: "Aquí está el hombre; el hombre que ustedes condenaron." Al verme, los jefes de los sacerdotes y los guardias del Templo le comenzaron a gritar: "¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!" Pilato contestó: "Pues, tómenlo ustedes y crucifíquenlo. Yo no encuentro motivo para condenarlo." Una orden más de Pilatos hizo que yo fuera a parar encadenado y con ataduras a manos de los sumos sacerdotes para ejecutar la sentencia de muerte.

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