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Jesús, tu amigo y Señor

Jesús, tu amigo y Señor
Déjate fascinar por el Dios-hombre que muertra la dulzura de su Padre

CAPÍTULO LXIII. MI REINO DESDE UNA CRUZ. Del 28 de Marzo al 03 de Abril de 2010

Si antes te expliqué el desconcierto y la duda en el corazón de Pilatos, ahora pretendo explicarte algo que en el pensamiento del hombre se hace más confuso: un reinado “de lo alto” sostenido desde la debilidad del madero o lo que es lo mismo, un reino desde lo que muchos llaman el instrumento de muerte, es decir, la cruz.

Todos los reinos se montan en la plataforma del poder, del dinero, de las armas; mi reinado está aquí en dos maderos. Se que preguntarás cómo he hecho de la cruz un trono para la humanidad. Es una pregunta también difícil para mi porque yo no busqué la cruz como instrumento de Reinado; lo que sí es cierto es que tampoco la evité y es por eso que pedí fuerzas a mi Padre para poder aceptar este trago amargo, este cáliz del sinsentido de la muerte. Sabes de cierto que allí estaba el demonio para hacer “quebrar” ante esta prueba. ¡Es dura la entrega! Pero mi Padre fortaleció mi ser para soportar este trance y cargar con los dolores y las culpas de la humanidad.

Y estoy de acuerdo contigo en que la cruz, por ser instrumento de muerte, no puede en modo alguno ser trono pero también es cierto que desde la cruz, toda el derroche de salvación hecho por mi Padre tiene sentido. Desde esa altura (altura de la nada, del dolor, de la desesperación, de los clavos hirientes) la realidad del mundo toma otro sentido y otra visión puesto que no es la muerte, ni el dolor ni el sufrimiento las últimas palabras sino la vida aceptada por mi de manos de mi Padre y otorgada en mi por el Padre al mundo.

En la cruz se restaura el sentido de la vida puesto que es un grano que asume la muerte para dar vida al mundo. Así lo ha querido el Padre, mi Padre. Vida para el mundo y en abundancia.

Déjame entonces hablarte de lo que sucedió ese mismo día a partir de la hora sexta, a eso de mediodía.

Antes, a la hora tercia, me llevaron una vez más a empujones. Diseñaron para mi una cruz. ¡Qué ironía de la vida! Pues fui testigo con mi padre José de lo que ello significaba y de la carga social que implicaba para nuestro pueblo, es decir, ver morir a uno de nuestros hermanos a manos de los romanos y de la justicia injusta.

Cargando con mi “propia” cruz, salí de la ciudad hacia el lugar llamado Calvario (o de la Calavera). En hebreo se llamaba “Gólgota”. Camino duro y difícil que atravesaba parte de la ciudad. Muchos me miraban y gritaban en señal de repudio pero otros tantos compartían mi culpa y lloraban por mi pena. Muchas mujeres, entre ellas mi madre, seguían mi ruta sin apartarse de mi pero sin poder hacer nada. A rato la sostenía María Magdalena y en otro momento, estaba allí Juan, mi discípulo para consolarla y apoyarla. Su voz, aunque lejana, llegaba a mi tan clara y limpia como su alma: “Jeshua, mi pequeño, mi hijo…” una vez, dos veces, muchas veces. Era alternada por otras: “déjame cargar tu cruz mi buen Jeshua”. Sus lágrimas me estremecían más que los dolores que cargaba, pues mi alma estaba sujeta a la de ella. Era una unión tan fuerte la que me unía a mi madre, que se producía un remolino de sentimientos dentro de mi: por un lado, sentía lástima de ella al verme morir como un delincuente, sabiendo que no se lo merecía; por otro lado, sentía profundo dolor por ser madre y ver acabarse a su hijo en esa travesía y por último, exponerla al dolor público lo que en el fondo significaba que era madre de un supuesto redentor pero ahora iba camino a la muerte. Todas estas cosas se mezclan y confunden en mi mente pero su claridad encuentra sentido allí en donde he de estar: en la cruz y ella lo sabe.

El camino me pareció la eternidad, pero tomó tres horas por la multitud que unas veces se atravesaba en el camino, otras veces era golpeada por los soldados romanos que iban en caballo y sobre todo, por las veces en que me venció el peso del madero y tuve que ser reanimado por los soldados. Uno de ellos, se apiadó de mi y en un gesto de caridad para conmigo, pasó un trapo empapado en agua por mis labios. Yo aproveché para sorber lo que pude del agua que estaba impregnada y me reanimé. Sentía mi corazón latir a ritmo acelerado y mis piernas temblar en las rodillas y en los muslos.

Después de un buen momento en que yo había avanzado, sacaron a un hombre para que me ayudara con el peso de la cruz. Fue una ayuda obligada. Su nombre era Simón natural de Cirene. Temblaba mucho del pánico producido por los caballos de los soldados y por los empujones recibidos para que me ayudara a cargar la cruz.

Después de varias caídas, llegamos al gólgota. Allí esperaba el mástil de madera, preparado de antemano por los romanos. Ya lo conocía: una viga de madera fuerte, de treinta centímetros de grosor y enterrado cincuenta centímetros para finalmente, ser sujetado por gruesas piedras en forma de cuñas que le daban una estabilidad, no importa el peso que tuviera que soportar.

Antes, delante de mi, ya el camino lo habían hecho dos hombres más. Estaban uno a cada lado del lugar donde yo sería crucificado. Pilato mandó escribir un letrero y ponerlo sobre lo que sería mi cruz. Estaba escrito en hebreo, latín y griego: "Jeshua Nazireo, Rey de los judíos."

Me desnudaron y me dejaron solamente el paño y no les costó mucho para empujarme por los hombros hasta obligarme a tenderme en el suelo. Debajo de mi estaba el leño transversal.

Como en una acción de ingeniería, calcularon la distancia de mis brazos y el lugar donde reposaría mi cabeza. Una vez más la empujaron contra el leño, provocando que la corona se me incrustara más en mi piel. Vi a unos de los soldados tomar un mazo y un clavo de unos veinte centímetros de largo. Palpó mi muñeca para ver dónde se encontraban los huesos. Otro soldado en el extremo contrario me pisó con fuerza la otra muñeca y me grito: “Haz de aguantar judío. Respira lo más profundo que puedas”. Apenas pronunció estas palabras, sentí el clavo entrar por mi brazo provocando en mi un fuerte grito. La respiración se me paralizó mientras la mano recogía mis dedos para volverse un puño. Mi grito fue tan prolongado que me dejó sin respiración. Al final, una palabra salió de mi garganta: ¡Padre!.

El soldado que había taladrado mis huesos escupió mientras pasaba por delante de mi para hacer el mismo trabajo en el brazo izquierdo. A lo lejos, los gritos de mi madre taladraban mi alma porque ella asumía mis dolores.

No había cesado el dolor cuando sentí una vez más pasar rápido y violento el otro clavo. Un segundo golpe y un tercero dejaron terminada la tarea. De igual forma mi garganta soltó un grito fuerte de dolor: ¡Padre mío, Yahvé, Señor! Sentí un escalofrío por todo mi cuerpo y una fuerza interior que me obligaba a cerrar la mandíbula con fuerza.

A los soldados no les importaba mi vida y siguieron con su trabajo: colocaron sogas en los extremos del madero y con unas poleas me alzaron. Los brazos se me desgarraban y mis huesos chocaban contra el metal de los clavos. Lograron incrustar el madero en las muecas del horizontal hasta que cayó en su sitio. Un acto más de dolor: este movimiento de los maderos hizo un segundo desgarro en mi piel pero instintivamente y ayudado por los soldados, logré pisar el apoyo que había en el madero. A duras penas me alcé y alivié la asfixia de mi tórax.

Respiré entrecortado y con mucho dolor.

El soldado volvió a escupir y gritó a los demás: “!Listo! esperaremos aquí hasta verlo morir y luego nos iremos. Eran las doce del mediodía.

Los soldados tomaron mis vestidos y los dividieron en cuatro partes, una para cada uno de ellos. Mi madre hizo el intento de recoger la túnica, tejida de una sola pieza de arriba abajo sin costura alguna, que ella misma había hecho pero el decurión la empujó hasta hacerla caer. Ese mismo soldado dijo: "No la rompamos, echémosla más bien a suerte, a ver a quién le toca." Esto es lo que hicieron los soldados.

Cuando el dolor cesó un poco, pude ver con claridad a mi alrededor: los dos hombres igualmente crucificados y abajo, Juan, mi madre y el resto de sus amigas: María, la hermana de mi madre, esposa de Cleofás, y María de Magdala.

Respiré profundo y pausado para recuperar las fuerzas. Ví a mi Madre y junto a ella a Juan. Me dirigí a mi Madre: "María, mamá. Ahí tienes a tu hijo." Ella miró a Juan y en un acto de madre, le pasó el brazo por la espalda a nivel de la cintura a la vez que recostaba su cabeza en él, llorando.

No lo pierdas de vista madre. Si hasta aquí te ha acompañado, de seguro te servirá como fiel hijo. Él cuidará de ti y suplirá tus necesidades mientras yo vuelvo por ti.

Después dije a Juan: "Juan, ahí tienes a tu madre."

Desde hace ya unos años atrás has compartido conmigo su amor, su alegría y dulzura. No la pierdas y aprovéchala en todo cuanto sabe y en todo lo que puedas aprender y oir de ella. Ella será un faro de alegría, una torre y refugio en los momentos en que ni tú, ni los demás discípulos que no están aquí, no vean claro.

Y desde aquel momento el discípulo se la llevó a su casa.

Lo demás ya lo sabes. Entregué mi vida al mundo por su Salvación. Es obra de mi Padre para reconciliar en mi al hombre con él y para manifestar al mundo que mi Padre ama sin medida y lo hará por los siglos sin fin.

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